Nuestra superficialidad
Hay un mal argentino que, no por ser argentino resulta exclusivo de nuestra nacionalidad. Y es la superficialidad. Por eso, al menos cada tanto, conviene predicar sobre el tema.
Pero: ¿a qué nos referimos? A ese vicio tan contrario a la humildad que, en vez de poner sus raíces en lo esencial, en el humus del espíritu se vuelve hacia la terra, hacia lo terreno e insignificante de la planicie.
Estamos hablando acerca de ese error habitual que nos impide ir a la esencia de las cosas para quedarnos en las apariencias, tanto de lo humano como de lo divino.
La superficialidad es ese hábito de quedarse en el fenómeno, en lo que brilla o reluce, dirían los griegos, tan típico de la cultura moderna, carente de interioridad y -por eso mismo- amiga de los budismos y orientalismos de moda que muestran una pseudo profundidad.
El superficial percibe sólo lo aparente, no nutriéndose de la realidad, sino de su cáscara.
Algunos dicen que, al igual que el sanguíneo, el superficial “no penetra hasta lo profundo, ni ve el todo. Más bien se contenta con la superficie o con una parte del todo. Amigo de trabajos fáciles, vistosos, que no exigen demasiada labor, resulta casi imposible de convencer de este defecto suyo: de que es superficial”.
Porque el superficial todo lo juzga superficialmente: incluso cuando le dicen que es superficial…
Este vicio tan nuestro nos hace inconstantes, cambiantes, caprichosos y frívolos en el trato; pero no sólo en nuestras relaciones conmutativas, sino incluso distributivas: vivimos en la superficie con los amigos y con el mismo Dios uno y Trino.
Y este defecto resulta, a la corta o a la larga, un horrible escollo para crecer en la vida espiritual.
1) Pero, ¿cómo se muestra este defecto?
a. En primer lugar, el superficial, busca la apariencia de las cosas, lo fugaz, lo intrascendente e innecesario. Se queda en la epidermis de la realidad, nunca bajando al humus. Y la más de las veces se manifiesta en el valor que se le da a lo accesorio y externo
- “Dime de qué te precias y te diré de qué careces” –reza el refrán.
Porque el superficial intenta adornar desmesuradamente su exterior, para ocultar su interior.
No tiene nutrientes, sólo hinchazones:
“Le tuvieron lástima al Matungo, que ya no podía con los huesos, y en pago de sus doce años de tiro lo soltaron para siempre en un alfalfar florido. El alfalfar era un edén caballuno, extenso y jugoso, y Matungo no tenía más que hacer que comer a gusto y tumbarse en la sombra a descansar después, mirando estáticamente revolotear sobre el lago verde y morado las maripositas blancas y amarillas.
Y sin embargo Matungo no engordó. Era muy viejo ya y tenía los músculos como tientos. Echó panza sí, una barriga estupenda, pero fuera de allí no aumentó ni un gramo, de suerte que daba al verlo, hundido en el pastizal húmedo hasta las rodillas, la impresión ridícula de un perfil de caballete sosteniendo una barriga como un odre.
-¡Qué raro!
-No crea. Lo mismo le pasa a mucha gente. Al que lee mucho y estudia poco, al que come en grande y no digiere, al que reza y no medita, al que medita y no obra.
Flacos y barrigones…”
(P. Leonardo Castellani)
Es así nomás: el superficial es flaco y barrigón.
b. El superficial es, además, incapaz de aprender de las lecciones, porque nunca forja una experiencia adecuada de la realidad; nunca llega a convertirse en “un hombre de experiencia”. La memoria del pasado en cuanto pasado no le da “lecciones”, sino sólo “hechos”, “cosas pasadas”, porque hasta las acciones pretéritas quedan para él en la superficie. No hay ni heridas, ni gozos, ni tristezas que le enseñen a tener ojos mejores. Consecuencia de todo esto será su pobreza de discernimiento: porque nunca aprende del pasado…
c. El superficial es, además, inconstante: evita implicarse a fondo en cualquier tema, tanto en el ámbito amoroso, como profesional o espiritual. Ama emprender obras pero jamás se ata a ninguna, dejando siempre la puerta abierta para abandonar el partido cuando las papas quemen. En el plano del amor, es un “Don Juan Tenorio”; en el de la Fe, es un San Pedro de la noche de Jueves Santo que le dice a la sirvienta acusadora: “¡Mujer! ¡Te aseguro que no lo conozco!”.
Actúa como las abejas: desflora las rosas para pasar rápidamente a otras. Todo en él es explosivo, imprevisto, aniñado… Sólo hace lo que “le divierte”.
Habla con sus semejantes y hasta con Dios, pero pensando siempre en la próxima cosa que tiene que hacer.
2) Algunas raíces de la superficialidad
Claramente, deben existir algunas causas o raíces que predispongan a una vida epidérmica.
a. En primer lugar, un estilo de vida demasiado sensual, cómodo y poco mortificado
No nos referimos aquí a que debe uno convertirse en estoico o espartano, pero ciertamente la falta de moderación en los placeres del cuerpo vuelcan al hombre hacia lo corporal, debilitando su capacidad intelectual; es decir: nos vuelven torpes e incapaces de penetrar y entender la realidad en su profundidad. De allí que, la mayoría de las veces, la superficialidad nazca de la falta de austeridad en nuestra vida.
b. En segundo lugar, el miedo
No nos referimos aquí a cualquier clase de miedo, sino a aquél, muy específico, que nos retrae de todo tipo de compromiso. El superficial es incapaz de comprometerse siquiera con un partido de ajedrez a la semana. No-puede, porque no-quiere.
c. En tercero y último, la vanidad o el vivir del “qué dirán”
Porque el que vive “de cara al mundo”, buscando su aprobación, necesariamente privilegiará sus apariencias. Al contrario, el despreocupado del qué dirán tendrá un corazón indiviso y vuelto hacia Dios y, hacia Dios que está en el prójimo.
3. Los remedios contra la superficialidad
Digamos que, aunque parezca paradójico, resulta muy difícil lograr que una persona superficial comprenda que es superficial. Porque, si lo entendiera, su misma respuesta sería análoga a su carácter:
- “¡Y bueno!¡seré superficial y listo!” – dirá.
Pero apostemos a la buena intención y busquemos un remedio. La solución, habiendo visto las raíces, se encuentra en la principal de las virtudes cardinales, la virtud de la prudencia, esa reina de las virtudes que regula de manera conveniente y ordenada las acciones para llegar al fin propuesto. Es a partir de algunas de sus partes que podrá comenzarse a remediar la superficialidad:
a. Será importante guardar memoria de lo pasado. No para mortificarnos, sino para meditar y aprender las lecciones a partir de los yerros y aciertos, propios y ajenos.
b. La docilidad, es decir, el dejarse enseñar, el “saber dejarse decir algo”, como dice Pieper. Porque uno se hace prudente en la medida en que escucha a los prudentes, de allí que Santo Tomás diga: “En las cosas que atañen a la prudencia, nadie hay que se baste siempre a sí mismo”.
Y algo parecido nos narran las Sagradas Escrituras:
“No te apoyes en tu prudencia” dice el libro de los Proverbios (3,5),
“Busca la compañía de los ancianos y si hallas a algún sabio, allégate a él” (Eclesiástico 6,15).
c. La circunspección, es decir, el estar atento a las circunstancias, a lo que pasa a nuestro alrededor. Es el saber ubicarnos y tomar conciencia de nuestro ser; frente a qué y a quién estamos parados.
Como ejercicio práctico, quizás podría servir el nutrirse de la sabiduría de los grandes libros, meditándolos. La lectura pía, atenta y devota de la Biblia, especialmente de los libros sapienciales (Salmos, Proverbios, Sabiduría, etc.) podría ayudar muchísimo a un alma que busca el humus y no la terra.
La meditación de las postrimerías, además, ayudarían también a despertar de este sueño de la vida, como dice la copla:
“Muerte, juicio, infierno y gloria,
ten cristiano en la memoria”
Quizás por eso el gran San Ignacio, cuando despedía a San Francisco Javier, le decía en boca de Pemán:
No te acuestes una noche
sin tener algún momento meditación de la muerte y el juicio,
que a lo que entiendo, dormir sobre la aspereza de estos hondos pensamientos
importa más que tener por almohada, piedra o leño.
* * *
Pongámonos en manos de Dios, con nuestras superficialidades y banalidades, haciendo lo necesario de nuestra parte, para que Él complete el resto y recordando lo que San Pablo decía a los corintios: “pasa la escena de este mundo” (1 Cor 7,31).
P. Javier Olivera Ravasi, SE
13 comentarios
Lo voy a guardar para releer en otras ocasiones. Gracias.
Cuando yo era niña para un vasco no había nada peor que carecer de "fundamento", que en euskera se dice ganore o funtsa, y a los niños no se nos recriminaba por traviesos o malos sino por carecer de ese preciado don.
El fundamento está asociado a la conciencia, de manera que obliga a hacer las cosas bien, dónde otros ven multitud de opciones el que tiene fundamento solo ve una: la correcta.
Pues, bien, vino el terrorismo etarra y se acabó el fundamento, hoy en día mi abuelo no reconocería a los suyos, porque los esfuerzos por justificar lo injustificable han acabado con la conciencia y ya, ante un mal absoluto, se encuentran muchas opciones de respuesta cuando la conciencia bien fundamentada solo encuentra una, que es la reprobación total.
Así que no podemos hablar de superficialidad argentina porque es superficialidad global. De eso si que debería hablar el Papa: la fraternidad superficial, porque una fraternidad universal no tiene fundamento ni raíces, es utópica, por algo es de origen masón.
La conciencia solo obliga en los casos en que tú debas responder pero jamás por la capa de ozono, la inmigración y otras cuestiones que no están en tus manos sino en las de los gobiernos.
Hacernos cargo de utopías nos convierte necesariamente en superficiales porque solo superficialmente se pueden tomar esos asuntos ya que la raíz del problema no es individual; en cambio si lo es decidir si tu hermano o tu vecina está en hospital y deberías ir a visitarle; si deberías tener en cuenta o no las salidas de tono de tu cónyuge o si pagas el salario justo al dependiente de tu comercio. Pues resulta que estas cuestiones, que son cuestiones de conciencia, pasan a segundo término y soy muy buena por el módico precio de apuntarme a fraternidades que no tienen costo personal.
El mismo caso se dio con una persona que, llevando cuatro días de vacaciones, se enteró de que su consuegra, cuyo hijo vive en otro continente, tenía cáncer con metástasis. Tampoco discernió, se limitó a sacar el billete de vuelta para poder estar a disposición de esa persona cuando le necesitara.
Ahora bien si quieres justificar un adulterio, que es malo per se, te pones a discernir las circunstancias, tu situación anímica, etc...con objeto de minimizar el hecho. Y eso es la prostitución del discernimiento que, en sí, es algo bueno cuando las cosas hay que pensarlas y echar mano de la Virtud de la Prudencia que es la que discierne y genera estrategias. Pero la Virtud de la Prudencia, representada a veces por un espejo, te encara a la realidad y ésta es la que es, las estrategias que generes dependen de ti.
La superficialidad por su propia esencia nunca cala de manera que, quitando importancia al asunto, sigue adelante jiji jajá evitando encarar la situación y luego dice cosas como: "si lo hubiera sabido", "no tenía ni idea", etc...
Lo que hace buena la contestación del tomista a la adolescente que fui cuando le pregunté qué pasaba si pecábamos sin darnos cuenta: "El que tontamente peca tontamente se condena" me contestó.
Como decía Francisco, qué peligroso es el rigorismo, que siempre nos lleva a una doble vida. O nos dejamos doblar por el viento de la sinodalidad o acabaremos rígidos perdidos, en otras palabras, superficiales.
Que creo que es lo mismo que la superficialidad en el sentido de lo que ha escrito, le agradezco mucho esto me ha hecho reflexionar sobre mi superficilidad.
Doña África, en realidad pasaba a comentar sobre su comentario de amoris. Pero vi de refilón lo de pecados ecológicos y me quedé bizca. Creo, sin conocer al Papa ni saber su intención, que lo del discernimiento es un cuento chino con el que se pretende maquillar una realidad eclesial de las últimas décadas, de matrimonios mal celebrados por la Iglesia. Personas que no optaron por la santidad de Mónica, que no quisieron sanar su vínculo. Pero vaya, no sé. Tampoco a dónde nos llevará todo esto. Es como lo de primeras y últimas comuniones, tarde o temprano deberá zanjarse eso. También creo que más nos vale identificarnos con los primeros cristianos o no seremos más que una burda pésima imitación de nada. Nada sinodal, eso sí.
Muy bueno lo que comenta África, de todo un menú de opciones gigantescas para preocuparse: el clima, el ozono, la inmigración, etc. como excusa para descomprometernos del prójimo, por utopías masónicas.
Dejar un comentario