* Nota: reproducimos el excelente texto del P. Leonardo Castellani con ocasión de algunas consultas que, tiempo atrás, nos hicieran respecto de ciertos documentos civiles o religiosos que contrariarían no sólo el sentido común sino también lo que otras autoridades religiosas han dicho en el pasado. La advertencia de cualquier semejanza con alguna realidad cercana que el estimado lector pueda apreciar, queda sujeta a su capacidad de discernimiento y, en última instancia, es responsabilidad del autor –que se consideraba a sí mismo un “signo”, para las futuras víctimas del fariseísmo.
La “santa obediencia” es una gran virtud. Pertenece al género de las virtudes morales, que se discute si en el cristianismo son infusas o no son infusas; y a la especie de la virtud de la “Religión”; al cuarto mandamiento, Primera Tabla; deberes para con Dios, y no para con el prójimo: los padres representan a Dios.
Ninguna fuerza de este mundo será capaz de quitar a Jacinto Verdaguer el sambenito de “desobediente”, que le cuelga incluso la Enciclopedia Espasa. Pero hay desobedientes y desobedientes.
No hay que confundir la obediencia con la paciencia. Tener que hacer cosas absurdas por fuerza, no es obediencia sino paciencia. Y si se acaba la paciencia (porque la paciencia se acaba, algunas veces depende incluso de las fuerzas físicas), surge una singular especie de “desobediente”.
De la santa obediencia (del poder de hacerse obedecer) se puede abusar, como de cualquier otra cosa. Si no existieran hoy día abusos, no solamente históricos (como nos consta), sino también teóricos de la santa obediencia, no nos meteríamos en este espinoso tema.
“¡Calla, calla, tapa, tapa!” Hay tiempos de callar y tiempos de hablar. O somos o no somos teólogos… periodistas.
Es conocida y famosa en la literatura ascética la Carta de la Obediencia, de San Ignacio de Loyola. Es una especie de tratadito apologético de esta virtud a los Estudiantes Jesuitas de Coimbra, impregnada de una vehemente exhortación. Escrita por Luis de Polanco, género retórico, sin errores teológicos, por supuesto, pero sin la teología completa de esta virtud; la cual no era su fin, desde luego. No es un escrito “científico”, sino oratorio, exhortatorio.
Con ejemplos, ponderaciones y discursos trata de la excelencia de esta virtud, a la cual llama “ciega”: y da medios para practicarla. No esta aquí la decantada frase perinde ac cadaver, aunque sí la comparación con el bastón de hombre viejo, de tanta menta. Dice que la obediencia es una virtud que trae consigo a las otras, las imprime y las conserva; que el que la posee a la perfección está en estado de perfección evangélica; que se apoya en la virtud teologal de la fe y se le parece. Todo esto es verdad incontestable.
Mas la “carta” no define el fin específico de la virtud de la obediencia, su esencia filosófica, ni su dependencia de las otras virtudes. Apunta sí de paso, sin explicarlos nada, sus topes extremos, que son el absurdo y el pecado; vale decir: no se puede obedecer en lo que es ilícito; y no puede haber “obediencia de entendimiento” delante de algo manifiestamente falso.
Notemos de paso que la expresión “obediencia de entendimiento” es metafórica y no exacta. La obediencia es una virtud de la voluntad y su sujeto no puede ser el entendimiento. “Obediencia de entendimiento” sólo puede significar obediencia en la que (por justas razones o sin ellas) suspende el ejercicio del entendimiento. En suma, la voluntad puede hacernos cerrar los ojos; pero no puede hacer que veamos árboles azules o ranas con pelos, a ojos vistas.
No es necesaria ni es posible esta carta (mediocre y tosca en su teología, pero correcta en puridad) para explicar los abusos actuales de la santa obediencia, a que nos referimos arriba: basta para ello la pícara condición humana, y el apetito de mandar, tan fuerte en el hombre como los otros apetitos; y aún más fuerte a veces en los que han renunciado (mal) a otros apetitos ‒en virtud de la “ley de compensacion”. Hay casos en que la perra de la lujuria. echada por la puerta, vuelve sigilosamente por la ventana…
El abuso no procede de aquí, como estiman Chesterfield, Huxley y otros muchos; pero es posible que el abuso una vez existente haya encontrado punto de apoyo en la unilateralidad del documento, en su incompletud teológica, su exageración encomiástica y sus ejemplos simplistas, que si no son tomados cum mica salis, pueden hacer concluir erróneamente. Es sabido que toda práctica (viciosa o no) tiende siempre a hacerse su teoría o a tomarla prestada en cualquier parte.
La práctica viciosa con respecto a la obediencia religiosa se podría resumir en estas proposiciones teóricas ‒ falsas:
La obediencia es la principal de las virtudes.
La obediencia suple a las otras virtudes.
La obediencia suple, por ende, a la conciencia: se puede abandonar la propia conciencia (y es fácil, cómodo y seguro) en manos ajenas.
Esto es falso y llevaría a una monstruosidad: a la destrucción de la espontaneidad vital del hombre y, por tanto, de toda moral; y a la substitución por lo jurídico y lo mecánico, de la vida interior, propia del cristianismo. Cristo liberó la conciencia humana del yugo insoportable de la religión exterior y formalista del fariseo; nos liberó de “la ley”, como repite hasta el cansancio San Pablo.
Santo Tomás advierte (y es obvio) que el hombre está obligado a consultar su conducta con su propia razón; pues no será por la conciencia de otro que será juzgado por Dios, sino por la propia. Abandonar y suprimir el ejercicio de la propia razón en cuanto a lo más importante de la vida, la propia conducta moral, sería una mutilación y un crimen ‒lo mismo que sacarse los ojos‒, si es que fuera posible físicamente extirpar la propia conciencia del todo.
No dice esto la “carta” ciertamente: pero no se puede negar que sus expresiones místicas y ponderativas tiran hacia allá y dan asa a la interpretación que Pascal, Chesterfield y Huxley le dan, de donde salió la vulgar calumnia contra los jesuitas, de “suprimir la personalidad humana”. Demasiadamente preocupado por reducir al súbdito que obedece poco, Polanco olvida al superior que manda demasiado.
Pero mandar demasiado existió mucho antes que esta carta: siempre. Es una acariciada tendencia de la condición humana, la voluntad de poderío. Hay tres tipos de esos hombres que los españoles llaman mandamás: el inepto, el prepotente y el perverso.
Hay hombres que abusan de la autoridad, por lo mismo que tienen poca, como esos hombres sexualmente débiles que son extremadamente salaces. Teniendo pocos dones de mando, pocas luces o poco prestigio o poca energía y constancia, en suma, poca aptitud nativa, y estando (indebidamente, por cierto) en puesto de autoridad, para mantenerla no tienen mas remedio que exagerarla, haciendo alcaldadas, como dicen; y levantando mucho la voz en el Ordeno y mando. ¡El sargentón! El temor de no ser obedecidos o la semiconciencia de no merecer el mando, los hace mandones. Son más ridículos que temibles: el “comisario de campaña” puebla los sainetes argentinos.
El segundo tipo es más de temer, el prepotente. Ha sido ganado por el deleite de imponer su voluntad, que es un deleite como cualquier otro, y aún mayor que otros. Hay religiosos que par el hecho de haberse encerrado y haber renunciado a la mujer, se estiman ya libres del todo del mundo y sus pasiones: algunos de ellos caen en las pasiones espirituales, que son más peligrosas que las carnales ‒sobre todo cuando no han purgado a fondo (por la noche obscura) la raíz de las carnales. A algunos, las renuncias que han hecho les han dejado en el fondo una cicatriz, y a veces una verdadera úlcera de ressentiment: que busca sigilosamente “compensaciones”; y las halla. El poder corrompe siempre a aquel que lo desea: este hombre convierte a su prójimo en instrumento, y, por tanto, deja de ser su hermano. La angurria del mando, la sensualidad del poder, es una pasión tan peligrosa y más grave que la otra sensualidad: pero vaya usted a contar esto a uno de estos mandamases cuando ya se ha encaprichado y ha comenzado a endiosarse. El gusto de meterse en la vida y la persona del prójimo, de ser juez de sus actos y aun pensamientos, de cortarlo a la propia medida, de recoger la gloria del trabajo y del valer ajeno, de sentársele encima a uno que vale más que nosotros, se vuelve una pasión devoradora, que fácilmente se ciega y se ignora a sí misma, disfrazándose. Este mandamás todo lo hace por Dios, por Ia Iglesia y por la Orden ‒como el obispo Morgades.
Los Calzados (de aquel tiempo) ‒escribe San Juan de la Cruz‒ están tocados del vicio de la ambición, mas todo lo que hacen lo coloran de religión y celo del servicio divino: de manera que son incorregibles.
De esta pasión nacen
los manejos por mantenerse en el poder,
el ocultar los fracasos,
la simulación,
el compadrazgo y el rasque con los otros sarnosos,
las camarillas,
la animosidad a los que pueden oponerse
o simplemente ven claro;
los informes falsos,
la intriga,
la mentira y la venganza:
destrúyese como consecuencia inevitable
la fraternidad
y después toda caridad,
incluso la simple convivencia.
La pasión del mando conduce a la perversidad: el tercer tipo de hombre que abusa de la auroridad es el perverso, el que destruye para tener la sensación de que él es dueño, de que él es más; es decir, en el fondo, de que es Dios: porque es el vicio capital de la soberbia lo que está aquí en el fondo. El gran caractólogo Klagues, en su penetrante estudio acerca de la perversidad, caracteriza al perverso como una “voluntad pura”, un querer por querer, una monstruosa adjudicación del prójimo al propio capricho, solamente por ser capricho mío:
La maté porque era mía…
Y si ella resucitara
Otra vez la mataría…
Eso se ha visto; y no sólo por desgracia en el pobre gitano de la copla: esa ebriedad de la voluntad propia que únicamente se nutre ya de sí misma, que llega hasta la voluptuosidad de destruir, lo cual es perversidad; por la sencilla razón de que el destruir algo es el supremo acto de dominio. Los asesinatos repetidos y sin motivo alguno de los perversos clásicos, de un Jack-the-Ripper y un Bela Kiss ‒para no hablar de un Tiberio‒, tienen en el fondo esta pasión llevada a la locura; pero existe mucho más frecuente el tipo “negativo”, el funcionario destructor, que odia a todo lo que sobresale y siente un sordo rencor a la vida ‒”dolor del bien ajeno”, como definen a la envidia. Es sabido que la ley del tirano es abatir toda cabeza que sobresalga. Haec lex tiranni est: omne excelsum in regno cadat.
“La envidia es la roña de los claustros” ‒dijo Unamuno‒; mas cuando la envidia existe en los claustros, sobre todo esa envidia general del “lebenracher” ‒que dice el alemán‒, es mucho peor que una roña. Afortunadamente no existe, sino por excepción, según creemos.
Bastan estas ligeras indicaciones acerca de los tres tipos de “mandamás”, el sargentón, el prepotente y el tirano, para comprender lo que vuelve a la santa obediencia una cosa non sancta, y la destrona de su categoría de virtud y de perfección humana, convirtiéndola en un “instrumento”, que puede llegar a ser instrumento de muerte.
La pobre Carta de la Obediencia, como dijimos, no puede haber sido causa de esta desviación tan grande: carece de toda proporción con ella; sería un absurdo manifiesto creerlo. Mas bien, es plausible que haya sido ella misma un efecto del entronizamiento en Occidente del “hombre prometeico” sobre el “hombre yoanneo” ‒que diría Schubart‒, que suelen marcarlo como visible en este mismo tiempo, en el Renacimiento; es decir, el entronizamiento de la acción sobre la contemplación, del derecho sobre la caridad, de lo exterior sobre lo interior en la cristiandad; la devoración de lo psicológico y lo personal, por lo jurídico, lo legal y lo automático ‒la “juridicidad” eclesiástica, los códigos, reglamentaciones y edictos excesivos substituyendo a las relaciones flexibles y humanas de la amistad; la burocracia impersonal e impasible en el gobierno de la Iglesia. “No os llamaré siervos, sino amigos” ‒dijo Cristo.
Sea ello como fuere, la cuestión es que la obediencia es una virtud moral, que sólo puede permanecer virtud en el ámbito de la caridad y en acuerdo con la prudencia. La virtud cardinal de la prudencia regula todas las obras; la virtud teologal de la caridad las inicia y las corona. Sin eso no hay virtud verdadera, sino simulacros de virtudes; las virtudes no-donantes que odió Nietzsche.
No sería virtud alguna obedecer a un loco, evidentemente; como no lo es dejarse guiar por un ciego. Ponemos el caso extremo para que se vea lo que queremos decir. Si el loco tiene el poder y puede castigarme, me someteré para evitar mayores males, si acaso, pero eso no es virtud de obediencia. Es el caso que dice el hijo de Martín Fierro:
Dice creo San Francisco,
O quizá fue Sancho Panza,
Esta notable alabanza:
Que un superior bueno es ángel,
Pero un malo es semejante
A un loco con una lanza.
Prudencia es la recta regulación de lo por hacer: es la percepción de medios y fines. Si un medio no es apto para un fin, ni la autoridad del superior ni la “obediencia” (o sumisión) del súbdito cambiarán la naturaleza de las cosas, a la cual respeta siempre la prudencia. La obediencia versa siempre acerca de medios, no de fines. Entonces es el caso de manifestar su error al superior (cuando hay verdadera convivencia) o bien substituir el medio indicado por el medio apto, lo cual se llama interpretar la voluntad del superior ‒como en el caso de Verdaguer‒, lo cual supone a su vez que el superior fue sincero.
‒Vaya a descansar a La Gleva.
‒Dudo mucho de que sea descanso para mí.
‒Vaya y verá cómo descansa. Vir obediens loquetur victorias!
Fue, y no resultó descanso para él, sino, al contrario. Volvió, pues, a Barcelona: “si el Obispo quiere que descanse, quiere que vuelva a Barcelona”… Sabemos cierto por sus cartas que de hecho el Obispo no quería que descansara… sino quitarlo del medio… chafarlo, como escribió imprudentemente al Marqués.
Y éste es el otro caso en que no funciona más la obediencia, ni puede ser virtud, cuando no existe el ámbito y la atmósfera de la caridad, por lo menos en su grado mínimo. Rota la convivencia, luego no se puede hablar de obediencia.
Obedecer a un enemigo sería locura: porque un enemigo tira a destruirme. Sería suicidio. De modo que cuando surgen en un claustro oposiciones, animosidades personales y rencores ‒que pueden llegar al odio profundo‒, hablar de obediencia o desobediencia es el cuento del tío. Lo peor para las víctimas de estas situaciones es que no surgen ellas de golpe, ni son claras al instante, sino que “devienen”. Después de pasadas se ve claro; pero mientras devienen, la perplejidad de conciencia es una gran tortura, sobre todo para una conciencia delicada ‒porque la Iglesia tiene el poder de obligar “en conciencia”, poder tanto más fuerte cuanto más fe y amor tiene el obligado. La tortura de la perplejidad de conciencia ‒the divided soul de los psicólogos‒, es una de las peores que existen, dice Juan de la Cruz. Ella explica la neurosis de Verdaguer en La Gleva, su inmovilidad de un año, y su falta de decisión en no resistir al precepto absurdo e inamistoso desde el primer momento. Así lo explicó él más tarde clara y repetidamente.
En resumen, esto es teología elemental, y aun puro buen sentido: la virtud de la obediencia no puede existir sino dentro de la caridad y junto a la prudencia. La caridad es el núcleo central del cristianismo ‒amar a Dios y amar al prójimo‒ y debe iniciar, acompañar y coronar todas las virtudes. Lo malo en el fariseísmo ‒que es substracción de la caridad‒ es que conserva las formas y las palabras de ella. “Extreme todos los recursos y finuras de la caridad, y después impóngale el precepto” ‒oímos decir una vez. El precepto era imposible e inhumano; pero se extremaron todos los recursos y finuras de la caridad: después se aplastó al tipo por “desobediente”. Esto es una cosa muy seria dentro de la Iglesia: es peor que un crimen. Es el pecado contra el Espíritu Santo.
Con esto llegamos al fin ético específico de la virtud de la obediencia, fin indicado muy de paso por San Ignacio en el fin de su carta. El fin de la obediencia es ordenar lo inferior a lo superior, de modo que así lo inferior participe de la excelencia y bienes de lo superior en cuanto cabe; y así ascienda en perfección humana ‒y la virtud de lo más alto pueda bajar como por un canal a los últimos meandros de lo de abajo, en función unitiva, que es lo propio de la caridad. El discípulo obedeciendo al maestro empieza a participar de la ciencia del maestro, sabiendo lo mismo que él por autoridad antes que por propia visión ‒y en orden a la propia visión: sabiduría incoada. El soldado obedeciendo al general participa del plan de campaña, que él no sabría hacer: y así el obrero al arquitecto, el peón al ingeniero, etc. Este es el fin y el bien de la virtud de obediencia. Este es el “valor” que está encerrado en ella, como dicen los filósofos de hoy[1].
Claro es que esto supone sociedad en orden: para que la sabiduría descienda a lo bajo por el canal de la santa obediencia, es menester que arriba haya sabiduría; si no, puede descender otra cosa… cualquier cosa. En el caso no imposible (y en nuestros días, según tememos, frecuente) en que se dé la “selección al revés”, por la cual no sobreflotan los que “exceden en intelecto”, como dice Santo Tomás, sino los que exceden en otras cualidades; como el saber administrar dinero, el saber maquiavelizar trapisondas, el saber rezar en voz alta y hablar untuoso (lo que llaman “piedad”), y aun el saber mentir y embaucar a todo el mundo (caso de la demagogia); en suma, si arriba no hay sino necedad, ignorancia o maldad, cesa el objeto formal de la obediencia, desaparece ella y aparece a lo más la “disciplina”, que no es lo mismo: se somete uno entonces por otra razón formal. La disciplina no pertenece a la virtud de la religión, sino al grupo de la paciencia o la templanza. No es el caso entonces de asimilarla a la fe, y de exhortar al hombre disciplinado a “cerrar los ojos”. Al contrario, conviene que los tenga bien abiertos. Cuando existe la obediencia verdadera en su propio clima y condiciones, entonces “cerrar los ojos” (es decir, cumplir sin pedir razones ni pensar en ellas), es lo más razonable que hay: como que es sujetar una razón débil a otra más fuerte, perfeccionándola con eso. Se hace sin ver en orden a ver lo que antes de hacer no se podría ver.
La obediencia, en suma, es un medio de ensamblar las piezas complementarias en la inmensa diferenciación humana, y obtener el bien de la cooperación; en orden al bien aún mayor de la coalescencia o comunión; es un requisito para que lo bajo pueda gozar de las excelencias de lo alto, y “todo sea de todos”, según el sacro ideal de la caridad.
(Teología elemental o simple buen sentido, hemos llamado a esto: no por elemental, menos necesaria en nuestros hechiceros días.)
El ideal de la caridad es la comunión o unión de las almas: jamás ha sido ni puede ser una trapisonda para que lo bajo domine a lo alto, el que no sabe guíe al que sabe, se cierren los ojos a la realidad, se destruya la espontaneidad vital, se mutile la persona humana, se resigne la luz de la conciencia, o se convierta al hombre en pieza inanimada de una monstruosa máquina. Eso no es perfección ni cuernos. Ante esa pretensión, así sea subconsciente, o simplemente incoada, la rebelión es permitida y a veces obligatoria. Cristo dio el ejemplo, San Ignacio dio el ejemplo, y… creo que también el llamado Santo de la Espada dio el ejemplo una vez, según dicen.
Apresurémonos a decir que estos estados aberrantes son excepcionales en la Iglesia: al menos así lo esperamos. Escribir sobre las excepciones es odioso. ¡Dichosos los que en este mundo tienen la misión de escribir acerca de las reglas y no de las excepciones! Los que escriben acerca de las excepciones son seres pálidos y flacos, de poco comer y mal dormir, que a veces ni siquiera son ellos excepcionales.
Pero puestos a escribir sobre Verdaguer “el desobediente”, no había más remedio que apechugar. Verdaguer fue un caso excepcional. De lo poco que sabemos de la historia de España, conocemos solamente seis casos consímiles: Carranza, Mariana, Gracián, Lacunza, Verdaguer y Luis Coloma.
Son los casos resonantes. Pero ¿y los humildes y escondidos? ¿Los casos en que no hubo choque, y la víctima fue liquidada sin ruido? ¿Los “soldados desconocidos” de la conciencia, los mártires informes de la personalidad humana? En Chile existe el caso de los mártires de Caucete, que fueron mandados al encuentro de una tribu de indios furiosa, porque habían quitado al cacique sus mujeres ‒por religión, se entiende. Expusieron al superior ‒el célebre “cristiano nuevo” José de Acosta‒, la situación fatal para ellos manifiesta; y éste reiteró temerariamente la orden. Obedecieron y se hicieron matar a palos inútilmente. ¿No hubiese sido mejor que lo mataran ellos a palos al prepotente judío?
Nos remitimos al juicio de la Santa Madre Iglesia.
Leonardo Castellani, SJ
[1] Veamos esta doctrina de Santo Tomás, expresada por un filósofo moderno, Max Scheler:
«El conocimiento moral admite grados de autonomía. Para que una persona sea reconocida como autónoma, es decir, perteneciente al orden moral, es necesario que posea un cierto grado de visión moral por sí misma: una obediencia del todo ciega a una orden, o a la tradición, es una ausencia de personalidad moral.
«Pero esta percepción moral autónoma no es forzoso que sea dirigida hacia los valores morales mismos: basta que sea la percepción moral de la calidad superior de aquel que ordena, por ejemplo, de la Iglesia, y de su clero; o de un jefe; como de quien tiene una visión más adecuada de los valores.
«En suma, la autonomía de la voluntad, y una cierta autonomía de la percepción moral, son una premisa necesaria de la moralidad de una persona. Pero esto no excluye, por supuesto, la obediencia a personas que tienen una visión más clara de los valores morales…» (Max Scheler: Der Formalismus in der Ethik, págs. 502, 521.)