Un solo Dios. Una sola Iglesia. Una sola familia... y viceversa.
Ante tanta confusión como campa a sus anchas y que se acumula, día a día, en el quehacer de la Iglesia Católica, se hace necesario volver la mirada de la Fe, el afán del corazón y la capacidad de la razón para ir a lo esencial, al “núcleo duro” de “lo católico” -para saciar ahí nuestros afanes de Verdad y de Bien-, puesto en solfa ya por tantos y tantos personajes y personajillos “eclesiales", y por tantos y tantos voceros -aulladores, más bien- que los magnifican y los hacen “reinas por un día".
La Verdad primordial es que hay UN solo DIOS -uno en esencia y trino en personas- y solo puede haber UNO. Como explicaba perfecta e irrefutablemente el entonces cardenal Ratzinger: “los dioses no son dios". Y en la misma lógica “Dios no es los dioses”, podríamos redondear nosotros, aunque repitamos lo mismo de otra manera. Basta un somero vistazo a las distintas mitologías/religiones de todos los tiempos y lugares para darnos cuenta certera de todo esto.
Allí, los “dioses” asumen y encarnan todo lo peor de la naturaleza humana y, encima y para mayor oscuridad y desvarío, todo eso se “diviniza": Y así, hay un “dios de la guerra"; cuando Dios es un Dios de Paz. Un “dios del amor” reducido a mera lujuria; cuando Dios es Dios de Amor, que se da y se hace, por tanto, don. A los dioses se les debe total “sumisión", cobrándose además la insumisión con la muerte del osado; cuando Dios es un Dios que nos ha hecho libres, y que nos libera de nuestras personales ataduras, debilidades y pecados -que esclavizan siempre-, no cobrándose las afrentas sino entregándose Él mismo a morir por nosotros, por nuestra verdadera libertad, a la que restituye su dignidad y valor.
Así podríamos seguir. Pero siempre sacaríamos la misma conclusión: “los dioses no son dios". Esta es precisamente la “novedad” bíblica”, o sea, REVELADA -es decir, donada y entregada por Dios mismo a nosotros, sus hijos- respecto a Dios mismo. Como rezan los judíos dos veces al día desde muchísimos cientos de años antes de Cristo en el Shemá: “Escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno” (cf. Dt 6, 4-9). Uno y Único. Y no puede ser de otra manera.
Por lo mismo y en la misma intelectiva -natural y revelada-, solo hay -y solo puede haber- UNA IGLESIA VERDADERA, que encarna y acoge en su seno UNA ÚNICA RELIGIÓN VERDADERA. Exactamente la que ha fundado Jesucristo como Roca, como Madre y Maestra, como Salvación. La Iglesia Católica es el “ser” y el “estar” de Cristo en medio de nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).
Precisamente por esto, “fuera de la Iglesia -para un católico- no hay salvación” (San Cipriano de Cartago, s. III): Dogma de Fe -luego forma parte del “núcleo duro” de los católico-, proclamado por Bonifacio VIII, en la bula Unam sanctam, a. 1302). Para los no-católicos, estén encuadrados donde estén, que da lo mismo, no tenemos mucha idea de lo que hace Jesús con ellos. La certeza la tenemos para los católicos: la salvación si son fieles; la condenación si reniegan de su Fe y de su amor a Jesucristo y a su Iglesia.
Todas las demás “realidades” eclesiales y/o religiosas lo son “secundum quid” y bajo algún aspecto: parcial, contrario, o como sea en cada caso. Pero ni son “LA” Iglesia, ni son “LA” Religión a la que nos convoca el Señor, porque no son y no pueden ser la que Él mismo nos ha entregado como DON, como MISTERIO y como VOCACIÓN.
A diferencia de todas las demás, es la única que no hemos hecho con nuestras manos: se nos ha dado (Is 9, 6). Como se nos ha dado Jesucristo. Y, por eso mismo y en esa misma longitud de onda, es la única que no podemos ni debemos mangonear -no tenemos ningún derecho ni siquiera de intentarlo-, a riesgo de que deje de ser la que Jesús nos entregó y, en consecuencia, deje de salvar. Solo Él, Jesús, salva. Solo Ella, la Iglesia, salva porque tiene los elementos necesarios para ello. Esta es la “novedad” de la Iglesia Católica. Lo que no caracteriza a ninguna otra, por ninguna otra los posee en su plenitud originaria.
Y en la misma línea de la Verdad revelada -o sea, donada- “a la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo [el mismo que Dios nos tiene y nos entrega] se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y viceversa: el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano” (Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 11).
El amor humano que lleva al matrimonio y funda la familia -lo mismo que la Iglesia, lo mismo que la Creación, lo mismo que el hombre- es hechura divina “para todo hombre de buena voluntad"; pero, para el católico, es su específica “Vocación y Misión en el mundo y en la Iglesia”, como predicó una y otra vez por todo el mundo, incansablemente, san Juan Pablo II.
¿Qué sucede? En los no católicos, lo que ha sucedido siempre: que la luz de la razón aun pudiendo llegar por sí misma -y hay que afirmarlo con rotundidad- a descubrir estas verdades -un solo Dios, una sola religión verdadera, un solo matrimonio-, no siempre “acierta"; mucho menos cuanto más alejadas de Dios y su Revelación esté la sociedad y la cultura en la que se forma; es más: la historia humana está sembrada de tantísimos ejemplos de desaciertos respecto a Dios, al mundo y al hombre.
Por el contrario: la Revelación proporciona a la razón humana las verdades y los instrumentos para no caminar a ciegas, para no indagar sin saber el resultado y, quizá, sin esperanza incluso de alcanzarlo; sino para hacerlo -indagar- con la seguridad de poseer la Verdad. Y poder construir la propia vida y ayudar a construir la misma sociedad en la que uno está inmerso, precisamente con esos mimbres: con unos cimientos que resistan todos los vendavales, todas las tormentas, todas las inclemencias. Porque está fundada sobre roca (Lc 6, 48), que es Jesucristo.
Sólo si se acepta a Dios se acepta su Iglesia, se acepta la condición humana, se acepta el matrimonio y se acepta la familia. Y al revés: el rechazo de Dios, conlleva el rechazo de la Iglesia, del matrimonio y de la familia fundada en éste; amén del desconocimiento de la persona y su dignidad intrínseca.
Pero a Dios es muy difícil aceptarle y conocerle fuera de la familia. De ahí que el Concilio hablase de la familia como “iglesia doméstica". De ahí que la Iglesia siempre ha reconocido a los padres como “los primeros educadores” en todo…, pero especialmente en la Fe. A esto se refiere el final del título del artículo, “y viceversa".
Es lo que explica los ataques crueles. denodados, inhumanos, salvajes y destructores respecto a la persona humana, al hombre y a la mujer, al amor humano y la sexualidad, al matrimonio y a la familia: hay que borrar toda sombra de Dios en las conciencias y en las vidas de las gentes; y hay que “construir” la sociedad “como si Dios no existiese".
Que existe. Por eso, no se construye nada sino que se destruye todo.