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4.08.18

¿Ha muerto la pena de muerte?

Propósito

El presente artículo quiere responder solamente una pregunta, y luego presentar algunas de las consecuencias que de su respuesta se derivan. Soy consciente de que, también entre mis buenos amigos católicos, hay diversas opiniones al respecto, y por eso también sé que la mía es eso: una opinión más, para la que desde luego ofrezco razones.

La pregunta fundamental

¿La modificación del n. 2267 del Catecismo, autorizada por el Papa Francisco en días recientes, implica la afirmación de que la pena de muerte es intrínsecamente mala?

Aclaración

Si algo es “intrínsecamente” malo, quiere decir, que lo es por sí mismo, y por consiguiente, siempre, en todas partes, realizado por cualquier sujeto y bajo cualesquiera circunstancias. Así por ejemplo, es doctrina de la Iglesia que blasfemar es intrínsecamente malo.

Respuesta breve

La reciente modificación no implica afirmar que la pena de muerte sea intrínsecamente mala. Esta es la tesis del presente artículo.

Fuente documental

Rescripto oficial de la Santa Sede, que dice en su original en latín:

2267. Quod auctoritas legitima, processu ordinario peracto, recurrere posset ad poenam mortis, diu habitum est utpote responsum nonnullorum delictorum gravitati aptum instrumentumque idoneum, quamvis extremum, ad bonum commune tuendum.

His autem temporibus magis magisque agnoscitur dignitatem personae nullius amitti posse, nec quidem illius qui scelera fecit gravissima. Novus insuper sanctionis poenalis sensus, quoad Statum attinet, magis in dies percipitur. Denique rationes efficientioris custodiae excogitatae sunt quae in tuto collocent debitam civium defensionem, verum nullo modo imminuant reorum potestatem sui ipsius redimendi.

Quapropter Ecclesia, sub Evangelii luce, docet “poenam capitalem non posse admitti quippe quae repugnet inviolabili personae humanae dignitati”[1] atque Ipsa devovet se eidemque per omnem orbem abolendae.

La traducción oficial al español, según la misma referencia, es esta:

2267. Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común.

Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente.

Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»[1], y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo.

La cita mencionada en [1] es del Discurso del Santo Padre Francisco con motivo del XXV Aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica, 11 de octubre de 2017: L’Osservatore Romano, 13 de octubre de 2017, 5.

Fuente documental secundaria

La Congregación para la Doctrina de la Fe, autora primera del nuevo texto, ofrece una argumentación sobre el cambio de texto mencionado en una Carta a los Obispos. El texto en español puede consultarse aquí. La idea fundamental en esa argumentación es que ha habido un desarrollo teológico y pastoral que conduce hacia la reacción nueva del número 2267. Un pasaje importante de la Carta dice:

En este desarrollo, es de gran importancia la enseñanza de la Carta Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II. El Santo Padre enumeraba entre los signos de esperanza de una nueva civilización de la vida «la aversión cada vez más difundida en la opinión pública a la pena de muerte,incluso como instrumento de “legítima defensa” social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse».

La cita es de Evangelium vitae, n, 27. Hay otros textos del mismo Juan Pablo II y también de Benedicto XVI.

Problema epistemológico básico

La redacción del tercer párrafo del n. 2267 tiene el aspecto de un rechazo absoluto y sin matices, es decir, el rechazo que es propio de algo que es intrínsecamente malo. Sin embargo, por otra parte, las razones propias del primer y segundo párrafos muestran que en su momento podía ser explicable y válido recurrir a la pena de muerte, por lo que se incluyen unos ciertos requisitos: “el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común.” La enumeración de esos requisitos muestra que no estamos simplemente ante algo intrínsecamente perverso. Hágase el ejercicio mental de reemplazar “pena de muerte” por cualquiera de los actos intrínsecamente perversos, como el causar voluntariamente dolor grave e inútil a un inocente, y se verá que no tiene sentido presentar una lista de requisitos para algo que de todos modos será malo.

Estamos, pues, ante una dificultad redaccional que es sumamente lamentable. ¿Está diciendo el nuevo texto que se equivocaban, tal vez por ignorancia, quienes antes aplicaban la pena de muerte, así fuera siguiendo el debido proceso, por la autoridad legítima, ante delitos particularmente graves, y como medio único razonable de proteger a la sociedad? Para decir que estaban errados no era necesario hacer esa lista de requisitos…

Si el texto no dice que se equivocaban los cristianos de otros tiempos, ¿está diciendo que lo que antes era correcto ahora es malo, aunque se trate sustancialmente del mismo acto? Semejante contradicción, que agrieta severamente la autoridad magisterial de la Iglesia, es una hipótesis válida para algunos, pero el texto argumentativo de la Carta a los Obispos desautoriza tal interpretación porque esa Carta habla de un “desarrollo” y cita textos que muestran un rechazo progresivo tanto en la sociedad como en los pronunciamientos magisteriales. Decir que ellos estaban errados y ahora sí hemos visto la luz no es hablar de un desarrollo sino de una especie de enmienda, y eso no es lo que dicen los textos. Así que, a menos que queramos interpretar los textos no a partir de lo que dicen sino de lo que creemos que dicen, es pésima hermenéutica decir que el cambio del 2267 es un cambio en la calificación moral de un mismo tipo de acto.

¿Qué decir entonces?

Si el cambio del 2267 no es una afirmación de que se equivocaban las personas de otros tiempos, ni tampoco es afirmación de que lo que antes era bueno ahora es malo, la única posibilidad que queda es que la nueva redacción del 2267 ofrece una argumentación sobre la APLICACIÓN de la pena de muerte para concluir que, en las circunstancias presentes, tal APLICACIÓN es moralmente inadmisible.

Sin violentar las fuentes documentales uno puede ver qué es lo que se está diciendo: Las circunstancias son distintas hoy que ayer, y en las presentes circunstancias se salvaguarda mejor la dignidad de toda persona humana–incluyendo la de quien haya cometido crímenes horrendos–si se elimina toda posibilidad de aplicación de la pena de muerte sin por ello dejar de velar por el orden de la justicia y por la protección de la sociedad en su conjunto.

En efecto, más que simplemente quitándole la vida al criminal, está muy próximo al Evangelio que se vea que el que causó daño reconoce con perpetua humildad su responsabilidad, da testimonio claro de por qué fue errado su camino y muestra con sus obras que quiere restituir de todas las formas posibles algo del daño que causó.

Por citar un caso específico: pensemos en un terrorista que ha arrebatado la vida de muchas personas. Imaginemos a esa persona reconociendo su responsabilidad y hablando a jóvenes, quizás en proceso de radicalización, para decir antes las cámaras: “El camino que yo escogí estaba equivocado y he causado mucho dolor inútil, profundo e irreparable…” ¿No es ese un escenario mucho más provechoso para la sociedad y mucho más cercano al Evangelio, en vez de verle morir maldiciendo a nombre de su religión?

Resumen

El n. 2267, a pesar de una redacción que podría ser mejor, no es una afirmación intrínseca sobre la pena de muerte sino sobre su aplicación hoy. Y puesto que las circunstancias actuales logran de un modo eficaz restringir la capacidad de daño y propiciar la redención del culpable ante la misma sociedad, es inadmisible aplicar hoy la pena de muerte y hay que trabajar por su abolición.

Como una opinión personal, yo diría que el tercer párrafo del mencionado número 2267 hubiera quedado sustancialmente mejor de la siguiente manera:

Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que siempre que se cumplan, como es hoy norma prácticamente en todas partes, las circunstancias de protección de la sociedad y de adecuada restitución del orden de la justicia, «la aplicación de la pena de muerte es inadmisible, porque en dichas circunstancias atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»[1]. Por ello también la Iglesia ha de comprometerse con determinación a su abolición en todo el mundo.

16.04.18

La muerte de un ateo "bueno"

Quería hacerte una pregunta. Cuando una persona atea muere que pasa con su alma? Si esa persona fue buena y nunca hizo daño a nadie, tenía buenas obras.. pero no creía en Dios? Yo estoy haciendo oración por su alma, ayer ofrecimos la sagrada eucaristía por él. –P.F.

* * *

El tema del “ateo bueno” es actual y de gran importancia.

Para mí lo más interesante de la pregunta sobre qué sucede con la eternidad de un ateo “bueno” es que nos obliga a preguntarnos con mayor profundidad qué es ser “bueno,” con lo cual, en el fondo, nos estamos preguntando qué tipo de vida debe uno vivir.

Lo más interesante es comprobar que para mucha gente ser bueno significa simplemente “no ser malo” y esto de “no ser malo” quiere decir: respetar las costumbres de convivencia social y tener de vez en cuando algunos actos de solidaridad, como por ejemplo, dar una donación para las víctimas de un terremoto, o ayudar a algún anciano a pasar la calle, o prestar dinero sin interés a un amigo en necesidad. Eso es lo que quiere decir “bueno” para mucha gente.

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14.02.18

Nota sobre la mundanización de la Iglesia

Ayunar en orden a compartir nuestros bienes con los pobres es bueno y santo pero la razón más plena y bíblica del ayuno no es solucionar un problema social.

El hecho de que tantos se sientan casi obligados a explicar el ayuno en clave de ayuda humanitaria parece ser signo de algo más profundo. Parece que poco a poco nos quieren matricular a todos en la “ICA,” la Iglesia Católica ACOMPLEJADA, que necesita demostrarle a todos, una y otra vez, que los católicos no vamos a ser una cuerda disonante en la “música” que hoy deleita al mundo. Se cumple así lo que dijo San Pablo: “vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oídos, acumularán para sí maestros conforme a sus propios deseos” (2 Timoteo 4,3).

Ya que el Papa Francisco ha advertido numerosas veces sobre la tentación y los peligros de la mundanización, conviene apuntar aquí algunas señales que nos ayudan a despertar a esa realidad nefasta para la fe:

(1) Eliminar las palabras incómodas del Evangelio, empezando por pecado, arrepentimiento, conversión y salvación.

(2) Ocultar sistemáticamente lo que concierne al sacrificio redentor de Cristo. Y por ello: disminuir o hacer desaparecer términos como Cruz, Sangre, sacrificio, sacramentos, abnegación, valor incomparable del martirio.

(3) Presentar la vida cristiana como un conjunto de “ideales” que pueden servir de inspiración, modelo o guía pero que son eso: ideales y por tanto no se le pueden exigir a nadie. Lo cual implica que no hay una diferencia real entre lo bueno y lo malo sino una serie infinita de grados y matices, una escala en la que todos cabemos y que por lo tanto hace aceptables, en cierta medida, todos los comportamientos.

(4) Privilegiar algunos pecados por encima de los demás. Los pecados “privilegiados,” o pecados con corona, tienen un régimen especial. Son tratados con delicadeza, eufemismos, circunloquios, sonrisas de profunda empatía, gestos de comprensión frente a lo inevitable. Ejemplo: la esclavitud de seres humanos en el siglo XVII; las prácticas homosexuales en el siglo XXI. Como lógica consecuencia, otros pecados son presentados en cambio como lo peor de lo peor, por ejemplo, la corrupción política o el daño ecológico. Este tipo de faltas, que pueden ser muy graves, están sobredimensionadas en algunos sermones actuales, que quizás quieren caer bien en los oídos de los que ya piensan de ese modo.

(5) Disculparse una y otra vez de las mismas fallas del pasado, cometidas por cristianos católicos a lo largo de los siglos. Como si cada discurso hubiera que empezarlo SIEMPRE pidiendo perdón por Galileo, la inquisición, la Matanza la Noche de San Bartolomé, el abuso sexual a menores, el daño causado a culturas aborígenes. Sin quitar importancia a las fallas graves allí sucedidas, uno ve que esos reconocimientos por parte nuestra no encuentran una contraparte por parte de los ateos, los protestantes, los comunistas o los que han perseguidos sistemáticamente la religión.

(6) Justificar, tácita o explícitamente, la existencia de la Iglesia solo en la medida en que es una institución humanitaria que resuelve problemas sociales y ayuda a una convivencia pacífica entre todos. por algo el Papa Francisco ha tenido que explicar más de una vez que la Iglesia no es una ONG.

(7) Abandonar en las nieblas del agnosticismo–endulzado con matices generalísimos sobre la misericordia divina–los temas propios de la vida eterna y las postrimerías.

(8) Tener siempre a mano una serie de etiquetas y caricaturas para descalificar a todos los que pretendan hablar del Evangelio con un lenguaje que recuerde la radicalidad, la santidad o aquello de que no vale nada el mundo entero si uno pierde su alma. Las etqietas preferidas serán: fariseos, rigoristas, legalistas, preconciliares, cruzados y sobre todo: “nostálgicos de una Cristiandad ya superada.”

La buena noticia es que hay acciones prácticas que uno puede hacer para quitarle fuerza a la mundanización de la Iglesia.

(1) Si uno compra libros del autor espiritual de moda, que nunca habla de redención ni del valor de la Sangre de Cristo, uno está fortaleciendo la mundanización. Si en cambio uno busca y compra autores clásicos, de probada virtud y doctrina, está haciendo un bien a la Iglesia.

(2) Si uno va a la película que todo el mundo está viendo, y que contiene blasfemias y lenguaje sacrílego, uno es parte de la mundanización de la Iglesia y está fortaleciendo a los enemigos de Cristo.

(3) Si uno sistemáticamente prefiere el arte religioso que disimula el dolor Cristo, por ejemplo con cruces del Resucitado, posiblemente está favoreciendo la idea de la entrega absoluta por la gloria del Padre y por nuestra salvación no es el camino propio de todo cristiano.

(4) Si uno guarda silencio cuando por enésima vez se recuerdan heridas o problemas de la Iglesia, de seguro uno está siendo cómplice del buenismo y la mundanización. Si uno en cambio reconoce con claridad lo que hay que reconocer pero además sabe bien y difunde bien lo que hoy se calla por medicridad y por complejo está haciendo una gran obra.

(5) Pero es sobre todo la vida nuestra, la de cada uno en su vocación y lugar, la que puede hacer la diferencia. Si somos expresión de la profundidad y extensión del reinado de Cristo podremos ser también testigos que con su vida y sus palabras proclamen: ¡Viva Cristo rey!

25.01.18

Combate espiritual

Leyes actuales en muchos países de Occidente apuntan a que admitamos los siguientes cinco enunciados; dos de ellos son clásicos y de gran solidez y los restantes tres son exabruptos de reciente factura:

1. Todos somos iguales delante de la ley.
2. Toda persona es inocente mientras no se demuestre lo contrario.
3. Sin embargo, en casos de agresión, abuso u otros crímenes, se presume culpabilidad por parte del hombre (es decir, del varón).
4. Las discriminaciones deben ser castigadas a menos que se trate de algunas que van específicamente contra los hombres.
5. Pero un hombre puede volverse mujer, o una mujer, hombre, con la sola fuerza de su declaración subjetiva.

Estimo que las evidentes contradicciones entre estos enunciados alcanzan al final un propósito: crear vacíos e inconsistencias legales de facto, que quedan como instrumentos de arbitrariedad para uso de los jueces o para presiones externas sobre los mismos jueces, por ejemplo, por parte de poderosos y bien subsidiados lobbies.

Estamos ante un ejemplo claro y reciente del colapso de la rama judicial, que así sigue de cerca al colapso de la rama legislativa–que ya había caído en el pozo séptico del positivismo jurídico–y al colapso de la rama ejecutiva, que ya se había redefinido a sí misma en términos de pragmatismo social para sostenerse en el poder dando a la gente lo que las encuestas digan que hay que darle.

Presenciamos así, a distintas velocidades y niveles de gravedad, el derrumbe del sistema actual de gobierno, conocido como “democracia” y basado teoricamente en la tripartición de poderes. Ese derrumbre deja en extrema desprotección a todos, empezando por las instancias intermedias, es decir, las formas de asociación que son superiores al individuo pero menores en número frente al Estado.

Lo cual significa que la familia, en primer lugar, y luego los grupos o comunidades nacidos de creencias religiosas o de prácticas académicas, están en situación de creciente vulnerabilidad frente a un sistema que dispone de poderosas herramientas para silenciar a los opositores.

En efecto, he aquí algunas de las mordazas que ya hemos visto entrar en acción: crear leyes ad hoc; utilizar dobles estándares; aplicar multas onerosas pero selectivas; restringir los permisos de existencia jurídica; y sobre todo, reclasificar como “discurso de odio” todo lo que no quepa en el “pensamiento único.”

A este árido panorama deben añadirse algunas herramientas de manipulación masiva como son:

(1) La seducción de la mujer hacia el campo profesional, como si fuera su campo único de verdadera plenitud al margen de la maternidad y la crianza, que quedan redefinidas como explotación. Objetivo: hacer caer la natalidad y destruir la fuerza pedagógica de la familia.

(2) La agresiva intervención en el campo educativo para segurar la docilidad desde los primeros años de vida por medio de un intenso adoctrinamiento del cual quedan excluidos por principio los padres de familia.

(3) La presentación selectiva de la información a través de los canales de noticias u otros medios, de modo que la respuesta emocional de las masas sea controlada dentro de los resultados que se consideran deseables.

(4) La exaltación de estereotipos en los más dversos campos de la cultura y las artes para secuestrar prnta y eficazmente la mente de los jóvenes.

(5) La conquista progresiva de líderes (escritores, sacerdotes, teólogos y algunos obispos) de la Iglesia Católica que van adaptando su discurso de manera que resulte aceptable en el nuevo orden de cosas.

¿Qué experimenta entonces un cristiano que quiere ser fiel a Cristo y a su Iglesia, la que brilla con el rojo escarlata de sus mártires? Experimenta combate espiritual.

¿Cuáles son sus armas? Las mismas de los mártires: oración, penitencia, humildad, paciencia, testimonio coherente, buena formación, sentido de comunidad, evangelización sin cobardía y esperanza sobrenatural centrada en la gloria del Cielo.

17.11.17

El ecumenismo no se puede hacer a las carreras

Una comprensión seria de los sacramentos enseña que el ecumenismo no se puede hacer a las carreras.

Si uno entiende los sacramentos como meras acciones simbólicas, según piensa la mayor parte de los protestantes, entonces es natural la prisa por celebrar tales “símbolos” junto a, y en comunión con otros cristianos no católicos, de manera que se pueda “enviar un mensaje” de reconciliación o de unidad.

Pero los sacramentos no son recursos para “enviar mensajes.” En preciosa expresión de San León Magno, papa y doctor de la Iglesia, “lo que era visible en la carne de Cristo ha pasado a los sacramentos.” Lo cual significa que los sacramentos NUNCA están, por así decirlo, en nuestras manos sino que celebrar los sacramentos es ponernos, como Iglesia, de modo absolutamente único, en las manos y bajo la autoridad de Cristo.

Esa es la razón por la que se ha afirmado con verdad que “la Eucaristía hace a la Iglesia” como lo expuso con elevada elocuencia San Juan Pablo II en su última encíclica, Ecclesia De Eucharistia, sobre todo en el capítulo II. No nos acercamos a la Eucaristía en primer lugar para expresar algo nuestro, ni siquiera la magnitud o claridad de la fe que tenemos: al altar vamos, por el contrario, como Iglesia siempre necesitada, que sabe que nada puede sin el alimento celeste y sin el amor redentor que se hace presente en el “sagrado banquete, en que se recibe al mismo Cristo,” según expresión perfecta de Santo Tomás de Aquino.

El ecumenismo apresurado lastima a la Iglesia porque hace borrosa la realidad sacramental; lo cual no es pequeño daño porque la Iglesia sólo puede tocar la realidad de la redención y la verdad de la Encarnación cuando toca a Cristo en los sacramentos. Quitar, o por lo menos oscurecer, los sacramentos es privar a la Iglesia de su alimento propio y del criterio último de verdad que posee mientras peregrina sobre esta tierra.

Hacer ecumenismo no es lograr que todos coman la hostia consagrada, si es que ha sido de verdad consagrada. La comunión, en efecto, no es asunto sólo de abrir la boca o masticar con los dientes: es primero asunto de abrir el corazón a la fe plena para que sea Cristo, divinamente presente en la Eucaristía, quien disponga qué debe quedar y qué no de cuanto forma nuestra vida. En cierto sentido, es Él quien tiene que masticar y triturar nuestra carne con su carne, que ha sido primero macerada en la Cruz. Sólo así será verdad lo que dijo San Agustín: que al comulgar no lo transformamos a Él en nosotros sino que es Él quien nos transforma en Él mismo.

Hacer ecumenismo no es entonces sentar gente alrededor de un altar y comer juntos materialmente unas mismas hostias consagradas, si es que de verdad han sido consagradas. La comunión externa, corporal, material, ha de ir precedida por el largo camino de la conversión, que implica ciertamente la renuncia al pecado y al error–sobre todo al error en la fe sacramental misma.

Oremos, pues, para que la Iglesia aprecie y adore con todo su ser el sacramento que ha recibido, de modo que no haya engaños ni prisas sino conversión, humildad, camino bien hecho y con paciencia, hasta el día en que comulguemos lo mismo porque de verdad aceptamos y vivimos la misma fe que nos dejaron los apóstoles.