(490) El humanismo "piadoso", ¿adónde nos lleva?
Los emblemistas de nuestro Siglo de Oro, cristianizando a los estoicos con una buena dosis de sabiduria tomista, fundamentaban la virtud de humildad en el autoconocimiento de la propia condición metafísica del hombre, verdadera y propia causa segunda de todo el bien natural y sobrenatural.
El gran Francisco Gómez de la Reguera, por ejemplo, comienza con una significativa cita de Séneca el comentario a su empresa de la pirámide (XII), para Enrique IV de Castilla: «lo mejor es sufrir lo que no puedes enmendar, y seguir a Dios, de Quien proviene todo, por ser su autor.
Al principiar el cuerpo del comentario, Gómez de la Reguera va explicitando la sana metafísica clásica que (sobreentendida en nuestra tradición local hispana), da razones objetivas a la humildad para sustentarse en Dios:
«Si nada se hace sin causa, como dicen los filósofos, ¿cómo podrán obrar las segundas causas sin disposición de la primera, que es Dios? De cuya inmensa sabiduría dependen nuestras humanas acciones y sucesos, siendo árbitro y rector de todo lo criado, cuya divina providencia nos asiste, rige y defiende, y que quiere muchas veces fuera de nuestra opinión, aunque no de la razón, gobernarnos por accidentes y segundas causas, para mostrarnos así cómo su inmenso poder lo gobierna y dispone todo».
Y es que la buena filosofía nos enseña que las causas segundas, en el orden creado, no son meras apariencias. Son verdaderas causas segundas. Dios actúa en ellas, con ellas y a través suya. Y lo mismo en el orden sobrenatural. Dios suscita su acción verdadera, no las suple, no las vuelve ociosas, ni vanas. Por eso, se dice que el auxilio divino, natural o sobrenatural, no es necesitante: es decir, que ni es determinista, ni suprime el acto, ni crea necesidad, ni mueve a las criaturas como si fueran títeres. Antes bien sustenta su vida virtuosa, moviendo al hombre a moverse a sí mismo en el orden del bien.