9.09.18

(294) Confuso concepto de imperfección. -Nuevas apostillas críticas

Continuamos el análisis de Gaudete et exsultate, siempre a la luz de Amoris laetitia, que es su referente conceptual. 

Apostilla III

Queremos incidir en un detalle del punto 1 de Gaudete et exsultate al que no hicimos referencia en los comentarios anteriores. 

Al justificar la importancia de la llamada a la santidad, la razón dada al comienzo de la exhortación apostólica es: «Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada.»

 
—Una oposición que suscita cierta perplejidad

Pero, ¿consiste la santidad una especie de perfección natural de la propia personalidad?  En la expresión utilizada, con sus tres adjetivos, encontramos resonancias naturalistas, como si la naturaleza aspirara a la sobrenaturaleza por una mera tendencia perfectiva, y en ese dinamismo autocompletivo consistiera la llamada a ser santo. Parece más bien una exhortación a la autenticidad personal que a la santidad. En línea, sin duda, con la perspectiva personalista y sus constantes llamadas a la espontaneidad personal y al dinamismo existencial de la propia realización.

La santidad es considerada, bajo esta perspetiva, un necesario desarrollo del potencial humano, y no como lo que verdaderamente es, una elevación absolutamente gratuita por encima del orden creado, por la que se participa, en un grado eminente, de la naturaleza divina. (Elevación que Dios en modo alguno debe al hombre, puesto que, sin menoscabo de sus capacidades naturales, podría haberlo creado sin haberlo elevado). La expresión utilizada, pues, al oponer santidad con no-mediocridad, puede perturbar el carácter gratuito de la perfección cristiana.

La oposición santidad/mediocridad, o mejor aún, la oposición santidad/vida sin sentido, es muy habitual en algunas formas de la nueva evangelización, sin duda influenciadas por el personalismo psicologista de Viktor Frankl y el comunitarismo de Mounier. La conversión, en este contexto, suele ser presentada como el descubrimiento del sentido existencial de la vida, como el acceso a una vida más auténtica, menos egoísta, menos individualista, más integrada en la comunidad. También recuerda al sobrenaturalismo de de Lubac, que no entiende la vida humana sin las exigencias perfectivas de lo sobrenatural.

La realidad, sin embargo, es que la gracia supone un salto inalcanzable para la naturaleza humana, que ni aun desarrollando al máximo sus potencialidades puede alcanzarla. 

Oponer santidad a mediocridad, o vida inauténtica, o sin sentido, es confuso. El opuesto a la santidad es más bien el pecado. Siendo el estado de gracia lo opuesto al estado de pecado, y siendo la santidad el desarrollo eminente de la gracia santificante, hay que oponer, más bien, santidad y pecado, que santidad y mediocridad.

 

Apostilla IV

«[n. 2]No es de esperar aquí un tratado sobre la santidad, con tantas definiciones y distinciones que podrían enriquecer este importante tema»

Definiciones y distinciones no serían de esperar si el texto fuera claro, si no estuviera conceptualmente desenfocado. Sin embargo, dado el estilo vago y ensayístico del documento, es necesario volver a definir y distinguir, para que algunas expresiones utilizadas no muevan a error, y algunas omisiones llamativas no desequilibren la doctrina.

 

Apostilla V

«[n.2] Mi humilde objetivo es hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades. Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió «para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4). »

Que el llamado a la santidad resuene en el mundo contemporáneo es sin duda un objetivo bueno y loable, más aún si se incluye en este resonar un aviso de los peligros contra la santidad, (si es que con la expresión “con sus riesgos” se refiere a eso). También nos parece positivo que, para mitigar el sabor voluntarista del punto 1, aluda a la elección divina.

—Hay que matizar algo, sin embargo. Porque cuando se dice que «a cada uno de nosotros el Señor nos eligió para la santidad», hay que tener cuidado de no confundir la llamada universal a la santidad, es decir, la voluntad antecedente de Dios, que «quiere que todo el mundo se salve y llegue al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4) con la voluntad consecuente de Dios (por la cual Dios decide elegir eficazmente, por pura misericordia, a algunos, y castigar debidamente, por pura justicia, la defección culpable de otros.

Nos referimos al insondable y católico misterio de la predestinación divina, que queda un tanto oscurecido por esta forma de exponer la llamada universal a la santidad (que aquí, por el contexto, y refiriéndolo a Amoris laetitia, parece ser considerada una elección universal —porque, supuestamente, «nadie puede ser condenado para siempre» (A.L. n.297 )

 

Apostilla VI

«[n. 3] En la carta a los Hebreos se mencionan distintos testimonios que nos animan a que “corramos, con constancia, en la carrera que nos toca” (12,1). Allí se habla de Abraham, de Sara, de Moisés, de Gedeón y de varios más (cf. 11,1-12,3) y sobre todo se nos invita a reconocer que tenemos “una nube tan ingente de testigos” (12,1) que nos alientan a no detenernos en el camino, nos estimulan a seguir caminando hacia la meta. Y entre ellos puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas (cf. 2 Tm 1,5). Quizá su vida no fue siempre perfecta, pero aun en medio de imperfecciones y caídas siguieron adelante y agradaron al Señor.»

Animar, invitar a reconocer, estimular, son de nuevo verbos de perfil bajo, que acomodan la terribilitas del Evangelio a los blandos oídos de la sociedad contemporánea. Sustituyen un verbo más católico y más fuerte, como es interceder, por otros más tragaderos para la idiosincrasia fenomenológica. El cambio verbal sintoniza, además, con la decadencia actual del culto de dulía, profundamente dañado por los excesos antropocéntricos del personalismo.

A continuación, se invita a un juicio impropio, por inadecuado: se sitúa entre los santos a “nuestra propia madre", “una abuela", “u otras personas cercanas". Nos parece que esta canonización tiene sesgos de imprudencia. Se dice que la vida de los santos, y de esas personas a las que temerariamente podemos incluir entre ellos, “no fue siempre perfecta". ¿Qué puede significar esto?

 

—Un concepto confuso de imperfección

¿Se refiere con este concepto de imperfección a los pecados mortales? Es lo que parece, puesto que habla de caídas. Parece afirmar que la vida de los santos y de las personas cercanas a nosotros que viven “en medio de imperfecciones y caídas", o sea en estado de pecado, agradan al Señor de la misma manera. Cabe preguntarse si se refiere a que una persona puede estar en pecado habitualmente, y aun así agradar al Señor y estar en gracia santificante, a hechura de los santos canonizados.

Todo parece indicar que sí. Leídas, sobre todo, a la luz del capítulo VIII de Amoris laetitia, el pasaje citado parece incidir en la ambigua idea de la compatibilidad del pecado con la gracia santificante. Así se entiende en el capítulo 8 de Amoris laetitia, en el que se refiere a las situaciones de adulterio habitual como “situaciones de fragilidad o imperfección”. (n.296), afirmando que «(La Iglesia) mira con amor a quienes participan en su vida de modo incompleto, reconociendo que la gracia de Dios también obra en sus vidas» (Amoris laetitia, n. 291)

 

—Concepto tradicional de imperfección en teología espiritual

Tenemos, pues, un nuevo uso del concepto de imperfección, que ya no es referido a aquellos defectos que, aun siendo obstáculos en la vida cristiana, son menos que pecados leves, como enseña la doctrina católica tradicional.

Enseña la teología de la perfección cristiana que el tercer grado de perfección es «la ausencia de imperfecciones voluntarias» (Antonio ROYO MARÍN, Teología de la perfección cristiana, Tercera parte, LI, c.I, a3).

Siguiendo la explicación de Royo Marín, es importante recalcar que las imperfecciones voluntarias, en la teología moral católica, ni siquiera son identificables con el pecado venial, pues éste está en la línea del mal, pero una impefección está en la línea del bien, aunque hubiera podido ser mejor. Estas imperfecciones queridas o negligentemente combatidas son un gran obstáculo en la vida cristiana, como enseña la Tradición hispánica insistentemente, por ejemplo en la obra de San Juan de la Cruz. 

Éste, distingue las imperfecciones voluntarias de las imperfecciones de pura fragilidad, que es imposible evitar del todo. En Subida I, II, 2, n.4, señala algunas de estas imperfecciones voluntarias que impiden el vuelo del alma a Dios:

«Estas imperfecciones habituales son: como una común costumbre de hablar mucho, asimientillo a alguna cosa que nunca acaba de querer vencer, así como a persona, a vestido, a libro, celda, tal manera de comida u otras conversacioncillas y gustillos en querer gustar de las cosas, saber y oir y otras semejantes»

Y más adelante, nos advierte citando el Eclesiástico 11, 34, que «el que desprecia estas cosas pequeñas poco a poco irá cayendo». Es necesario subrayar, por tanto, que lo tradicionalmente se denomina imperfección, o incluso imperfección de fragilidad, no se identifica con el pecado leve, ni, por supuesto, con el pecado mortal.

 

—La imperfección en Gaudete et exsultate, a la luz de Amoris laetitia

En Amoris laetitia, y Gaudete et exsultate, sin embargo, encontramos una inversión de este principio, porque denomina fragilidad e imperfección a pecados gravísimos como el adulterio habitual. Por lo que entendemos que el autor, cuando habla de vivir en medio de imperfecciones y caídas, se refiere al estado de pecado mortal habitual. Con lo cual parece afirmar que se puede ser santo y estar, habitualmente, en estado de pecado. 

Así entendemos Gaudete et exsultate n.3, cuando afirma que se puede agradar a Dios  “aun en medio de imperfecciones y caídas", es decir, en estado de pecado habitual. Repetimos, la idea es congruente con Amoris laetitia:

«ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante.» (A.L.301)

O sea, que ya no se puede decir que los justos son los que están en estado de gracia, ya no se puede decir que el estado de pecado habitual es incompatible con la santidad. Porque, ahora, supuestamente, se puede estar en pecado ("situación de fragilidad o imperfección") y ser santo.

Con este tipo de confusiones, la teología moral católica queda a oscuras, pierde puntos de referencia, y va pareciendo cada vez más una nave sin rumbo. La claridad doctrinal, tan necesaria para salvarse, queda sin brújula, perdida y expuesta a innumerables peligros.

David Glez Alonso Gracián

 

7.09.18

(293) Apostillas a Gaudete et exsultate, n.1

Comenzamos con este post una serie de apostillas (comentarios) a la exhortación apostólica Gaudete et exsultate. La cita del texto va en cursiva, y a continuación la glosa que realizamos de ella.

En esta ocasión nos centramos en el punto 1 de la exhortación apostólica.

 

Apostilla 1

«[1] El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada.»

El texto parece iniciar con tópicos voluntaristas, en sintonía tal vez con ese tipo de predicación semipelagiana que ha sido y es tan frecuente en el posconcilio: «El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es…». Como si la Causa Primera pudiera pedir algo a la causa segunda (el ser humano) que ésta pudiera darle por sí sola.

—Es lugar común de la homilética personalista contemporánea centrar la santificación en una supuesta autonomía de la libertad humana, y no en la soberanía de Dios, como si la libertad humana no dependiera de la moción divina, y Dios se limitara a observar, esperar, invitar, proponer y ofrecer.

El tópico alcanza, incluso, a suponer que el Creador tiene expectativas respecto a lo que la causa segunda puede hacer por sí sola, si se lo propone; como si Dios mismo confiara en una hipotética autarquía humana: «no espera que nos conformemos […]» Por eso es justo preguntarnos si es metafísicamente correcta una pastoral que acostumbra, desde hace decenios, a presentar a Dios como deudor de la libertad humana.

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5.09.18

(292) La doctrina en su esencia, contra la confusión

1.- Es urgente recuperar una visión esencial, sencilla y elemental de lo que es la doctrina, contra la confusión moderna. Para ello, resultará beneficioso volver a la distinción clásica.

 

2.- La profesión de la doctrina cristiana es lo que caracteriza al verdadero cristiano.

 

3.- La doctrina cristiana no es un conjunto de ideas privadas, filosóficas o teológicas, sostenidas personalmente por pontífices, o intelectuales católicos, o miembros relevantes de la jerarquía.

 

4.- Hay que decir, en primer lugar, que la doctrina cristiana es aquella que el católico, en cuanto accipiens, recibe de la Iglesia.

 

5.- La Iglesia, en cuanto tradens, entrega la doctrina. 

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3.09.18

(291) Personalismo y confusión doctrinal

De las acepciones de confusión que aporta la RAE, nos interesan mezcla y desconcierto. Las siguientes las entendemos, sobre todo, en cuanto consecuencias de ellas: perplejidad, turbación, equivocación, error, abatimiento. Su etimología latina, confusio, -ōnis, es asimismo elocuente: desorden.

Alberto Caturelli, en su espléndida obra Libertad y apostasía, explica que:

«Si se piensa en el significado exacto del término “confusión”, se aplica muy propiamente al tema [del liberalismo]; porque, en efecto, “confundir” es mezclar dos o más cosas de naturaleza diversa de modo que las partes de unas se incorporen a las de las otras; nuestra expresión proviene de cum y fundo, y este último verbo (que nada tiene que ver con fundo, as, are = fundar), cuyo infinitivo es fundere, significa derramar, fundir; de modo que “confundir” es juntar en uno, mezclar, o juntar mezclando, desfigurar. Y eso es, exactamente, lo que pasa con el tema “liberalismo”, respecto del cual, a fuerza de agregar, de quitar, añadir o delimitar, se ha logrado mezclar; es decir, confundir.» (Alberto CATURELLI, Liberalismo y apostasía, Gratis date, Pamplona 2008, p. 15)

 

Nosotros relacionamos la confusión, también, con el confuso personalismo, que interpretamos como una metamorfosis del liberalismo de tercer grado. Respecto a la escuela personalista, decimos que a fuerza de agregar y añadir elementos del pensamiento moderno al pensamiento católico, — silenciando al mismo tiempo elementos del pensamiento clásico tradicional—, ha logrado mezclar, perturbar, confundir.

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31.08.18

(290) Magisterio y creatividad

 

1.- Tradición, en sentido genérico, es traditio, es decir, entrega.

—Explica Álvaro d´Ors:

«La tradición, en el sentido ordinario de transmisión de un determinado orden moral, político, cultural, etc., constituido por un largo proceso temporal congruente, de generación en generación y dentro siempre de una comunidad más o menos amplia, incluso en una familia, es una acepción del concepto expresado por la palabra latina traditio, que pertenece al léxico técnico del derecho, y puede traducirse por “entrega"» (Álvaro D´ORS, Cambio y tradición, Verbo 231-232, Madrid 1985, p. 113)

 

2.- La traditio, también, es como una entrega en depósito, porque el que entrega, en cuanto depositante, encarga al que recibe, o depositario, que guarde fielmente lo recibido.

 

3.- El que entrega, o tradens, tiene un papel menos activo que el que recibe, o accipiens. Porque el accipiens, en cuanto depositario, debe custodiar fielmente lo depositado, debe defenderlo, debe resistir en su defensa contra los agresores, debe protegerlo de los peligros que acechan su integridad. 

—Como explica muy bien, de nuevo, Álvaro d´Ors:

«De las dos personas que intervienen en toda entrega hay una, aparentemente activa, que es quien entrega, y otra, aparentemente pasiva, que es quien recibe. Sin embargo, en la estructura real del acto de entrega se invierte la relación: el sujeto realmente activo es el que toma y pasivo el que se deja tomar lo que le pertenece; el protagonista de toda traditio no es el tradens, sino el accipiens.» (Ibíd., p. 113)

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