(464) La conciencia como ídolo
Una grave confusión impregna la revisión doctrinal de la ley natural con que el catolicismo personalista de hoy pretende actualizar la teología moral según los parámetros de la filosofía moderna. Esta confusión consiste, en esencia, en hibridar el orden del ser con el orden caído de la conciencia subjetiva, como si la ley de la naturaleza humana fuera la misma cosa que la ley de la conciencia subjetiva.
Juan Fernando Segovia, en la Revista Verbo [núm. 493-494 (2011), 191-226], analiza este asunto con un excelente examen crítico del texto de 2009 de la Comisión Teológica Internacional, En busca de una ética universal. Nueva perspectiva sobre la ley natural. Allí demuestra sobradamente que «la renovación de la doctrina de la ley natural emprendida por la CTI conduce a confundir la ley de la naturaleza humana con la ley de la conciencia personal» (pág. 197). Que es, precisamente, el error de fondo de esta teología moral modernizada que, desde hace decenios, domina el panorama institucional, y que ahora, con Amoris laetitia, encuentra su glorificación. Porque sí, A.L. es personalista.
Es una confusión de carácter humanista, que no hace ascos a la tergiversación de la doctrina tomista con objeto de amalgamar el pensamiento clásico con los esquemas ideológicos del existencialismo ético. Y es una confusión que viene de tiempo atrás. Porque la falsificación de la doctrina tomista, no nos engañemos, no es exclusiva de Amoris laetitia. Malinterpretar a Santo Tomás hace tiempo que es un vicio del catolicismo actualizado, y no exclusivo de un Rahner o un Maritain; lleva tiempo siendo un mal hábito oficial. Sólo así se entiende el prestigio inmenso de un situacionista como Häring, o la disidencia generalizada contra Humanae vitae, o el rechazo, ya masivo, de la teología moral clásica.
Pero al pensamiento católico tradicional no puede sino repugnar el énfasis que pone el personalismo en la autoposesión, la automoción y la autocualificación moral del yo, que la escuela de Mounier y Maritain, Balthasar y Guardini no duda en glorificar. La maniobra ha sido sutil: se sustituye el bien por el valor, y se hace que la voluntad aspire a él por sí sola, como si se autocreara. Entonces ya no es posible remitirse, para hallar el camino recto del obrar, a la naturaleza de las cosas, sino antes bien hay que dejar a la conciencia subjetiva ponerse a teorizar sobre cómo le gustaría que fueran las cosas, y sin ser coaccionada ¡! Lo esencial es autoposeerse espiritualmente.
En la síntesis escolástica tomista, en cambio, la primacía del ser señala que, como no puede ser de otro modo, el obrar debe seguir al ser. De aquí se desprende que la moralidad del acto consiste en moverse rectamente en el orden ontológico natural y sobrenatural.
Pero ahora se enseña lo contrario, que es el ser el que debe seguir al obrar; porque para el personalismo la ley natural no es un a priori, la moralidad se encuentra subordinada a la estructura sujetiva del yo, que actúa autónomamente, escogiéndose a sí mismo, en realidad, cada vez que escoge un valor. Cuando se decide rectamente, según la mentalidad personalista, no es que se haya elegido la ley moral, es que se ha elegido al yo eligiendo la ley moral.