La Sagrada Escritura lo advierte claramente: «Vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado» (Jn 15, 3). Nuestro Señor es la Palabra que dice palabras que limpian, esto es, que salvan; palabras que son una doctrina que purifica y eleva el entendimiento.
¿Cómo es, entonces, que el católico neomoderno pretende que, para el cristianismo, no importan tanto las palabras salvíficas de Nuestro Señor Jesucristo, como nuestros sentimientos?
Sin embargo, como dice el P. José María Iraburu:
«El valor de la palabra es máximo en el Cristianismo (cf. Jn 1,1). En la palabra, hablada o escrita, está la verdad o la mentira, está por tanto la salvación o la perdición de los hombres» (24) Lenguaje católico oscuro y débil.
Por contra, el neomodernista no da importancia a las palabras reveladas por Dios, no considera relevante la doctrina. Y es así porque el catolicismo modernizado, haciendo suyos los presupuestos de la Nueva Teología y del personalismo, desconfía de la eficacia de las palabras: es kantiano, es escéptico, es humanista, es filoluterano.
Sí, el humanismo católico es escéptico, le parece poco respetuoso con la libertad de conciencia del hombre moderno proclamar a los cuatro vientos que hay una verdad, una doctrina que obliga, porque inequívocamente la expresa; un sólo sentido en que ésta puede interpretarse. Y de este escepticismo, del que bebemos desde hace décadas, manan muchas toxinas emotivas y surgen muchas experiencias efímeras, pocas verdades y muchos errores.
¿Cómo pretende el católico de hoy, embriagado de fenómenos, limpiarse por la palabra que Cristo ha comunicado, esto es por la doctrina revelada, si no cree en la eficacia de la doctrina? Pretende salvarse por emociones, por la voluntad, por la autodeterminación, pero no por la doctrina. Prefiere, con Hans Urs von Balthasar, un pluralismo doctrinal moderado, donde quepan diversas expresiones de la verdad, pero no formulaciones incontestables, precisas. Importa el hecho religioso, dicen con cara fenomenológica, pero no la verdad religiosa.
Es un grave fenómeno que remite a Kant, y aun más, a Ockham, a Escoto, a Pico de la Mirandola, al antropocentrismo de los renacentistas, a los modernos… Creen que la realidad en sí misma es incognoscible, que la doctrina no sirve para conocerla. Desconocen, o no quieren saber, que nuestra razón, y nuestra fe, pueden penetrar natural y sobrenaturalmente esa realidad misteriosa que nos supera, y mediante una serie de proposiciones salvíficas purificarnos, iluminarnos, restaurarnos.
Es conformados a las palabras divinas que dice el Verbo, dador de gracia y de verdad (Cf. Jn1, 17), que remontamos las tinieblas y superamos al hombre viejo, sobrevolando el Mundo Caído hacia la Jerusalén Celestial. Pues, como enseña insistentemente la escuela española, como San Juan de la Cruz, aunque la doctrina no es proporcionada respecto de lo misterioso en sí mismo, sí es proporcionada a nuestro numen, se ajusta a la estructura de nuestro conocer, según la medida del don divino. Por eso la fe, que consiste en creer, sí es modo proporcionado de unión con Dios.
Nuestros ancestros lo tenían muy claro. El entendimiento, la doctrina, ha de tener la primacía sobre la voluntad, y sobre el afecto, y esto no impide la excelencia de la caridad, antes bien la amplifica, porque la orienta.
Bien lo explica nuestra tradición hispánica, por don Francisco de Quevedo, que en su Política de Dios precisa:
«El entendimiento bien informado guía a la voluntad, si le sigue. La voluntad, ciega e imperiosa, arrastra al entendimiento cuando sin razón le precede. Es la razón, que el entendimiento es la vista de la voluntad; y si no preceden sus ajustados decretos en toda obra, a tiento y a oscuras caminan las potencias del alma. Ásperamente reprende Cristo este modo de hablar.»
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