(1) De varios aspectos de la primacía de la gracia
I. Parece que Dios espera a que le abramos la puerta, y se disponga por sí sola nuestra voluntad a recibirle.
Por el contrario, el Señor, cuando quiere, no sólo no espera, sino que prepara nuestra voluntad y la cambia de mala en buena, y le da la fuerza para oírle llamar y le queramos abrir y de hecho le abramos libremente.
“Si alguno porfía que Dios espera nuestra voluntad para limpiarnos del pecado, y no confiesa que aun el querer ser limpios se hace en nosotros por infusión y operación sobre nosotros del Espíritu Santo, resiste al mismo Espíritu Santo que por Salomón dice: Es preparada la voluntad por el Señor [Prov. 8, 35: LXX], y al Apóstol que saludablemente predica: Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar, según su beneplácito [Phil. 2, 13].” (Denz 177)
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II. Parece que la ayuda de Dios no ha de ser implorada siempre, porque supuestamente hay acciones saludables que podemos realizar por nosotros mismos, con nuestras solas fuerzas ya sanadas.
Por el contrario, sin Él nada podemos hacer (Jn 15, 5). Absolutamente ninguna obra salvífica podemos realizar sin el auxilio de la gracia.
“La ayuda de Dios ha de ser implorada siempre, aun por los renacidos y sanados, para que puedan llegar a buen fin o perseverar en la buena obra.” (Denz 183)
«Que el hombre no puede nada bueno sin Dios. Muchos bienes hace Dios en el hombre, que no hace el hombre; ningún bien, empero, hace el hombre que no otorgue Dios que lo haga el hombre» (Denz 193)
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III. Parece que la gracia puede ser buscada y hallada por iniciativa del ser humano, y que por ello es el ser humano quien primero busca y halla y luego viene la gracia.
Por el contrario, es la gracia misma la que mueve al ser humano a buscarla libremente y hallarla.
“Si alguno dice que la gracia de Dios puede conferirse por invocación humana, y no que la misma gracia hace que sea invocado por nosotros, contradice al profeta Isaías o al Apóstol, que dice lo mismo: He sido encontrado por los que no me buscaban; manifiestamente aparecí a quienes por mí no preguntaban [Rom. 10, 20; cf. Is. 65, l].” (Denz 176)
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