Cada día que pasa, signos aciagos cobran voz potente y atronadora. En su elocuencia dramática, nos hablan del sentido de estos tiempos de crisis religiosa, suscitando en nuestra mente algunas conclusiones poderosas.
La primera de ellas puede formularse así: los antiguos bastiones han caído. El católico parece no tener doctrina inquívoca a la que aferrarse. Se ha sembrado sospecha sobre las viejas seguridades. La antigua sabiduría tradicional está descartada, la nueva ortodoxia está pendiente de reinterpretación continuadora. El deseo de Hans Urs Von Balthasar ha triunfado. El pluralismo doctrinal es un hecho.
La Ciudadela doctrinal abrió la puerta, derribó sus muros defensivos (el tomismo), y lo hizo queriendo, por mero pacifismo. Se utilizó de ariete el pluralismo, no ese radical que quieren los progres, sino el moderado, que tanto aprecian los conservadores. Los textos docentes se fueron desdibujando a la sombra de mil y una ambigüedad, hasta tal punto que el católico se ve forzado a elegir entre una doctrina antigua, que ahora se tacha de gnóstica, por ser segura; y otra novedosa, radiante de misericordia, cuya cerradura secreta se abre a discreción, con sólo usar, como palabra mágica, el título de una fatídica exhortación apostólica postsinodal: Amoris laetitia, la llave nigromántica que da acceso libre y gratuito al nuevo mundo moral de 1789.
La segunda de ellas puede explicitarse de esta manera: el catolicismo tradicional parece formar parte, ya, de una religión antigua, que la inmensa mayoría de los católicos nuevos desconocen y no aprecian. Venerar textos de PÏo XI, Pío XII, León XIII, o el mismo San Pío X, te hace sospechoso de ser un “positivo” en integrismo. E integrista es, ya, quien aprecia en algo el catolicismo antiguo. Gustar doctrinas precisas, inequívocamente antimodernas, es indicio de inadaptación, para muchos, incluso, de no haber tenido un encuentro personal con Jesús.
La tercera de ellas tiene un corolario político: o navegas en las aguas territoriales del Leviatán, o no hay espacio para ti en este nuevo orden. No hay voces, apenas, muy pocas, entre la jerarquía y el pueblo de Dios, que se oponga de manera manifiesta, íntegra y pugnaz al nuevo credo globalista, que no haya asentido a la revolución democrática, que no reconozca la soberanía del pueblo caído, y no consienta la descristianización total de las instituciones. No hay apenas quien disienta de esta nueva cristianidad maritainiana que quiere ser teocéntrica siendo persona-céntrica; que quiere círculos cuadrados y la Torre de Babel en las conciencias.
Y así, esta triple tesis queda corroborada por los hechos: apenas hay católicos que perciban el carácter antimoderno del catolicismo, apenas hay católicos que admitan su necesidad, hoy día; y apenas hay católicos que reclamen, siguiendo el ejemplo de nuestros antepasados, la subordinación de toda ley a la sabiduría eterna de Dios.
Existe un sentir con la Iglesia que, mayoritariamente, ha sido inducido, durante los últimos decenios, a la conformación con el mundo de 1789. Es un sentir cuyo afecto está contra la tradición, y que, si bien en muchos adopta un rasgo moderado y continuador, en muchos más adquiere tintes de revolución. Y esto es, sin duda, lo que estamos viviendo, y que resume las tres tesis anteriores.
Existe, de hecho, una revolución contra el antiguo orden católico. Sus antecedentes remotos son Ockham, Lutero, Pico de la Mirandola, y los reformadores y humanistas católicos; su obra fue continuada, discreta y sibilinamente, por los sempelagianos encubiertos, que postularon ese humanismo que luego, tras estallar en ilustraciones y revoluciones, dio forma al liberalismo.
Se declaran, sin embargo, estos revolucionarios moderados, antiliberales, pero siéndolos, no de primer y segundo grado, sino del tercero. Precisamente ese que reclama fecha de caducidad para el catolicismo de Cristiandad, el antiguo; ese que reclama las maravillas conceptuales del pensamiento moderno, kantiano, hegeliano, husserliano y heideggeriano, bajo forma de personalismo y Nueva Teología. Precisamente ese que pretende que la Iglesia ya no es columna y fundamento de la verdad (1 Tim 3, 15), sino columna y fundamento de los derechos humanos.
Es patente el evolucionismo infiltrado. No hay más que comparar lo que se enseña hoy en los púlpitos, de un perfil lo suficientemente bajo como para no molestar al Leviatán, con lo que se enseñaba antes, cuando el catolicismo bíblico-tradicional no era, aún, una antigualla.
Sin embargo, sabemos que la Iglesia nunca desaparecerá. Y esto nos proporciona cierta esperanza, contra toda evidencia, y a contracorriente. Nunca, como ahora, ha sido tan necesario el catolicismo. No el que viste sus conceptos con las ropas de la Ilustración, para lucir figura postrevolucionaria. No el que el numen liberal polarizó, definitivamente, entre conservadores y progresistas, desactivando así la identidad tradicional, que es contrarrevolucionaria.
No. El catolicismo que ahora es necesario no es el modernizante, kantiano, antisacrificial, festivo, globalizado. Sino el antimoderno, antikantiano, sacrificial, crucificado. Que entiende que sin Nuestro Jesucristo no podemos hacer nada (Cf. Jn 15, 5), porque de Él es nuestro obrar según su beneplácito (Cf Fil 2, 13), tanto a nivel personal como social e institucional. Que sabe que ser cristiano es una cosa muy seria y muy importante, y que no es un juego salvarse o condenarse.
Vivimos el crepúsculo del catolicismo, y hay que actuar en consecuencia. Pero lo nuestro no es darnos por vencidos, sino abrir los ojos, y luchar por la sana doctrina, darla a conocer, reclamarla. Porque la Escritura y la Tradición siguen siendo fuentes de la Revelación divina, y Cristo sigue teniendo un Magisterio. Que la Iglesia siga iluminando al mundo no es imposible. Y saber que Cristo sigue teniendo el control, ha de servirnos para esperar, con temor y temblor, la aurora.