(286) Más sobre la dignidad ontológica y la dignidad moral
1.- Hemos visto en los dos artículos anteriores (284) y (285), que el ser humano tiene una dignidad ontológica. La tradición hispánica, concretamente Fray Luis de Granada, la define así: «La dignidad del hombre, en cuanto hombre, consiste en dos cosas, razón y libre albedrío» (Guía de Pecadores, lib. I, c. 18).
2.- También hemos visto que mediante el buen uso de la razón y del libre albedrío el ser humano orienta su dignidad ontológica a su fin último (Dios), perfeccionándose. Y que en este perfeccionamiento consiste su dignidad moral, por así decir: la ordenación racional y libre de la dignidad ontológica a su fin último, que es Dios.
3.- Pero cuando abusa de su razón y de su libre albedrío, la persona se imperfecciona y se vuelve moralmente indigna: de vivir dignamente (hacia su fin último) pasa a vivir indignamente (contra su fin último). Crea, de esta manera, un grave desorden en sí mismo y en la sociedad en que vive, un desorden que debe corregirse con una pena proporcionada.
El castigo, esto es la pena, entra en el plan de Dios y es conforme a su sabiduría y a su Evangelio, porque pretende la restauración de la dignidad moral vulnerada y el orden social afrentado. Pretende, en definitiva, que con la permisión del abuso se obtengan bienes. Tal es el sentido de su Providencia. Por esto, toda pena impuesta por la autoridad legítima responde a la necesidad concreta de volver a ordenar lo que se desordenó, tanto en el reo como en la víctima, tanto en orden al bien particular como en orden al bien común.
5.- La pena, por tanto, no se impone a un sujeto por el simple hecho de tener razón y libre albedrío, es decir, la pena no atañe a su dignidad ontológica. La pena se le impone por haber abusado de ambos, es decir, la pena atañe a su (in)dignidad moral.
Por eso no cabe apelar a la dignidad ontológica para declarar inadmisible una pena. Porque la pena, como el delito que debe castigar, entran en otro ámbito, un ámbito que no es inviolable, sino vulnerable. Es el ámbito del bien, particular o común; es el ámbito de la justicia; es el ámbito de la teología moral y del derecho penal. Un ámbito que, en este caso, no es el ontológico, sino el jurídico -moral.
La grave crisis de fe que padece el catolicismo podrá comenzar a superarse cuando se rechace este lenguaje confuso y se opte por la claridad tradicional. Cuando se opte, tanto en la vida cristiana como en filosofía y teología, por un clásico sentir, por un clásico pensar. Sensibilidad bíblico-tradicional para la voluntad, inteligencia aristotélico-tomista para el entendimiento.
Es necesario desandar estos caminos desnortados por la Modernidad, desechar estos conceptos oscurecidos por el mundo. Es urgente la luz, porque hay oscuridad. Porque no se alcanza Rivendel caminando hacia Mordor.
David Glez- Alonso Gracián
18 comentarios
Las facultades operativas, jurídico-morales, nunca pueden sustraerse al hecho entitativo. Pueden perfeccionarlo si se ordenan al bien e, incluso, destruirlo si se ordenan al mal pero nunca por mano de un tercero de igual dignidad ontológica. El criminal, ciertamente, merece una pena justa, y por justa, proporcionada. Esa pena se hace inasumible con una sentencia de muerte porque una vez ejecutada ya no hay pena que padecer.
La muerte se convertiría, así, en un liberación de la pesada carga que la pena impone sobre los hombros del culpable de un delito de homicidio o de genocidio. El dolor por la muerte del inocente (éste ya no puede padecer) recae sobre sus allegados vivos por lo que una pena equivalente sobre el reo sólo sería plausible sólo mientras éste permaneciese vivo.
La contemplación de las últimas horas del reo condenado a muerte responden a una pasión desordenada denominada venganza. No puede haber satisfacción porque esa nueva muerte "justa" afectará a los familiares del reo del mismo modo en que lo hizo con quienes perdieron a su ser querido. La pena, en definitiva, recaería sobre nuevos inocentes.
Es lícito matar a otro en legítima defensa, propia o ajena. Para eso, el otro debe ser agresor y no estar indefenso no siendo necesario un juicio ante un tribunal para obrar de este modo. Resultaría inadmisible la pena de muerte, con tribunal o sin él, porque la pena se fija en orden a la redención del culpable y no a su destrucción.
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A.G:
En los casos extremos en que sea necesaria la aplicación de la pena de muerte por la autoridad legítima, ésta no impide la redención del reo, porque la pena de muerte asumida voluntariamente tiene valor expiatorio, como enseña la Iglesia. La vida corporal no es ni el valor supremo ni un fin en sí mismo. Antes bien, la salvación de la persona es un valor superior, porque el fin último es Dios.
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A.G.:
Eso parece, que no hay intención de cambiar el rumbo. Pero nunca se sabe, Juan Andrés. Oremos.
Como bien enseño Jesucristo ,Dios es solo de vivos no de muertos ,para Él todos estamos vivos y esto es lo absolutamente increíble por ser nuestro Dios maravilla hermosa.
Por El-Santisima Trinidad- no perdemos la dignidad ontológica, pero nosotros por nuestros pecados y delitos entramos en la oscuridad y la muerte.
Queda enseñar continuamente cómo salir de la muerte espiritual.
Gracias por sus artículos y siga instruyéndonos.
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A.G.:
Gracias María de las Nieves.
La muerte espiritual, es decir, no estar en gracia, es lo que peor que puede pasar. Por eso los santos decían: antes morir que pecar (perder la gracia, muerte de la vida sobrenatural).
Es asombroso el daño que ha causado y causa la ideología en las mentes, aún las católicas.
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A.G.:
Ricardo, muchos, sobre todo teólogos y docentes, llevan años enseñando que la persona es un fin en sí mismo, que la vida es un fin en sí mismo, y que el horizonte de la redención no va más allá de esta vida. Es normal que la gente crea que la vida es un absoluto.
Ningún acto humano es capaz de redimir al hombre cuando se trata de materia grave (homicidio, adulterio, perjurio, falsedad, robo, deshonra, idolatría...). El hombre podrá arrepentirse pero no redimirse a sí mismo. Sólo el sacrificio de un inocente podría redimir la muerte de otro inocente y expiar el pecado de un criminal.
Que la vida en este mundo no es un fin en sí misma lo demuestra la consideración de la muerte como una liberación. Sin embargo, no debe menoscabarse su importancia porque la resurrección es la resurrección del cuerpo. El mismo cardenal Ratzinger, redactor del Catecismo, dio las indicaciones de cómo debía ser enjuiciados aquellos puntos no dogmáticos contenidos en él.
Quien predique que la vida es un fin en sí misma predica otro Evangelio y debe ser anatema.
La muerte inminente es ocasión para el reo de asumirla como penitencia por su pecado, lo cual implica un paso previo y necesario: arrepentirse. Y si tiene la ocasión de hacerlo sacramentalmente, no rechazarla. San Dimas es la figura de esta clase de salvación posible: él se arrepintió de sus pecados, aceptó su castigo y confesó a Cristo. Menú completo y salvación asegurada, y en su caso particular un privilegio exclusivo: zafó del purgatorio.
Asumir que la muerte de un criminal tiene valor expiatorio por sí misma es abrir las puertas al suicidio, prohibido taxativamente por la Iglesia.
LF:
Oiga, esto es un blog serio...
AG:
La grave crisis de fe que padece el catolicismo podrá comenzar a superarse cuando se rechace este lenguaje confuso y se opte por la claridad tradicional.
LF:
Precisamente usan ese lenguaje confuso para poder introducir el error por la puerta de atrás. Es la táctica de los modernistas, tal como denunció San Pío X.
Cuando esa terminología tenebrosa es puesta bajo la luz del lenguaje de la Tradición, queda aniquilada. Y claro, no les interesa.
¿Se sumará a la apostasía colectiva que menciona el P. Bonnin?
La pena de muerte podría tener valor expiatorio si el reo se hubiese arrepentido y recobrado el estado de gracia como ocurre con el resto de pecados penados con una penitencia. Pero si se pena con la muerte para inducir al arrepentimiento sería el miedo y no el reconocimiento del delito y la súplica de perdón el móvil de tal disposición.
Pero eso es hablar a toro pasado, es decir, cuando la sentencia es firme. Independientemente de su buena disposición moral ningún tribunal puede arrebatar la vida a un ser humano indefenso. No valoramos el acto moral del reo, su arrepentimiento y asunción de la pena, sino de quien le condena. Y no veo más licitud en esa pena que en caso de legítima defensa.
Hablando de confusión, de las distintas versiones aparecidas en el blog de las palabras de Inocencio III sobre el tema en ningún caso se separa la licitud de matar de la legítima defensa. Esto último es la cuestión que debería resolver el tribunal. Pena de reclusión mayor, incomunicación de los mismos familiares a los que el negó, con su delito, de la presencia de la víctima durante el tiempo que estos determinen y la posibilidad de ser abatido en caso de fuga (legítima defensa) constituyen una pena justa.
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A.G.:
Pablo, la doctrina de la Iglesia reconoce la pena de muerte como recurso legítimo en casos extremos, cuando no hay más remedio. Cuando la pena es asumida tiene valor expiatorio. Es lo que siempre ha defendido la tradición cristiana.
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A.G.:
“Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo” (Juan Pablo II, Encíclica Evangelium Vitae, n. 56, 25 de marzo de 1995)
Si por robar una gallina te dan un mes de cárcel, si por robar un banco 10 años, si por un asesinato por venganza ligas perpetua, pues bueno, hay cosas muchísimo más graves que se pagan con la vida, el bien más preciado, porque la justicia exige proporcionalidad en las penas.
Ya,ya, esta sociedad masonizada y sodomizada quiere bajar el listón, al punto que ya ni la perpetua acepta. Pero creo que a los católicos debe quedarnos bien en claro que nuestro patrón de medida no es la infame corrección política imperante sino el Evangelio, que fue, es y será "locura para el mundo".
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A.G.:
Cierto, Ricardo, falta la razón de justicia.
La muerte no procede de Dios porque creó al hombre inmortal y no es causa eficiente de la misma. Es más, ni el mismo demonio puede causar la muerte. El siempre homicida podrá incitar al hombre a matar excitando sus pasiones (la lujuria, la codicia, la venganza, la desesperación,...) pero no cometer un asesinato. La muerte se hace presente en el mundo por el pecado del hombre. Ése es su origen.
El acto de matar es intrínsecamente malo pero como todo acto moral está sujeto a circunstancias atenuantes o eximentes. Un animal puede ser sacrificado en aras de un bien superior (racionalización de la muerte de un animal) pero no un ser humano por otro sin mediar su voluntad.
La cuestión es si existen o han existido los medios, hoy y siempre, para defenderse del criminal sin acabar con su vida. Si no los hay, o no los hubo, ya no hablaríamos de pena de muerte si no de legítima defensa. Lo que la pena castiga no es la muerte de otro, por cierto impagable, sino la libre disposición de sus actos, el libre albedrío, privándole de su uso para hacer el mal.
Si no es posible esa privación, el criminal no estaría indefenso y su muerte respondería a legítima defensa. No se puede juzgar a una persona, y menos condenarla a muerte, por los crímenes que todavía no ha cometido.
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A.G.:
No lo está Ud. analizando correctamente.
Hay sociedad que no tienen otra forma de defenderse de grandes criminales si no es mediante la aplicaciones de la pena capital por los crímenes cometidos, en razón de justicia y reparación del orden transgredido, y como defensa necesaria contra ese criminal, si los medios penales y judiciales disponibles no la garantizan. Piense que hay países en que las redes criminales que protegen a los delincuentes son más poderosas que el estado y sus medios coercitivos y penales.
Romano Amerio lo explica con precisión en Iota unum:
"Hasta tiempos recientes, la pena de muerte era justificada teóricamente y practicada en todas las naciones como la sanción extrema con que la sociedad castiga al delincuente con el triple fin de reparar el orden de la justicia, defenderse, y disuadir a otros del delito. La legitimidad de la pena capital se basa en dos proposiciones. Primera: la sociedad tiene derecho a defenderse; segunda: la defensa supone todos los medios necesarios para ella. La pena capital está contenida en la segunda proposición, a condición de que quitarle la vida a un miembro del organismo social resulte necesario para la conservación de la totalidad."
Si los tribunales no pueden garantizar la "defensa necesaria contra ese criminal" ya no hablamos de tribunales competentes ni de sujeto indefenso. Y esto está en plena sintonía con lo afirmado por Santo Tomás de Aquino sobre el tiranicidio.
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A.G.:
Pablo no le dé más vueltas, está complicando en exceso una cosa que está muy clara. Dejemos ya el asunto.
Al tratarse esta de una enseñanza magisterial no irreformable, "exige un religioso asentimiento de la voluntad y de la inteligencia. Este último no puede ser puramente exterior y disciplinar, sino que debe colocarse en la lógica y bajo el impulso de la obediencia de la fe." (Donum veritatis, 23)
La argumentación sobre la que se basa esta enseñanza del Magisterio descansa en los siguientes elementos:
-.Aún cuando la privación de la libertad no garantiza la enmienda del reo, esta no le quita definitivamente la posibilidad de redimirse.
- En la medida de lo posible, se debe intentar que el reo tenga todas las ayudas necesarias para enmendarse, la primera de las cuales evidentemente es el tiempo.
- Por muy desfavorables que sean las condiciones en prisión, el reo nunca está totalmente desprovisto de la ayuda de otros y nunca pierde aquella libertad fundamental que caracteriza a la persona humana y le confiere su particular dignidad. Como en toda conversión del mal, gracias a esta libertad, el esfuerzo humano, iluminado y sostenido por la gracia de Dios, que nunca le faltará al reo, podrá permitirle enmendarse. Por otra parte, hay que reconocer que incluso los hombres que gozan de libertad en la sociedad civil no siempre disponen de las mejores condiciones para su propias conversión.
"Una de las tareas del teólogo es ciertamente la de interpretar correctamente los textos del Magisterio, y para ello dispone de reglas hermenéuticas, entre las que figura el principio según el cual la enseñanza del Magisterio —gracias a la asistencia divina— vale más que la argumentación de la que se sirve, en ocasiones deducida de una teología particular." (Ibíd., 34)
Dice: "Al tratarse esta de una enseñanza magisterial no irreformable..."
Debe decir: "Al tratarse esta de una enseñanza magisterial irreformable..."
La enseñanza del Magisterio sobre la pena de muerte contiene elementos irreformables, propios de los juicios definitivos y no definitivos, y elementos no irreformables, propios de los juicios prudenciales. Es materia irreformable tanto la legítima defensa de las personas y de las sociedades mediante el recurso a la pena de muerte, como el hecho de que esta no sea del todo conforme a la dignidad de la persona humana. En cambio, es materia de por si no irreformable la dificultad para justificar la pena de muerte en el contexto actual.
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