Lo que le debemos a Pedro y Pablo, santos
Hace apenas dos días celebrábamos la festividad de San Pedro y San Pablo, las denominadas columnas de la Iglesia pues fueron ellos los que, ocupándose de los judíos el primero y de los gentiles el segundo cumplieron la misión que les había sido encomendada.
Cada cual, por decirlo así, fueron artífices de dos realidades que ahora debemos agradecer en suma: el ser unos bajo la misma fe y la universalidad de la creencia en Dios
El padre Cantalamessa (Predicador del Papa), en el comentario al evangelio de la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo (2008) dejó dicho algo que, en cuanto a la unidad, resulta de todo punto importante: “Algo que podemos hacer desde ahora y todos es allanar el camino a la reconciliación entre las Iglesias, comenzando por reconciliarnos con nuestra Iglesia”
El caso es que existen, entre nosotros, hermanos en Cristo, determinadas actitudes que no concuerdan mucho con el Magisterio de la Iglesia ni con la Tradición y que están, como poco, algo alejadas, de verdad, de la Esposa de Cristo porque, en realidad, no les gusta ni lo que hace ni lo que dice ni lo que siente la Iglesia en la que nacen, crecen y aman.
Aquí, pues, no hay unidad que valga y, efectivamente, como dice Raniero Cantalamessa, resulta conveniente empezar, el tema de la unidad, no separándonos de nuestra propia Iglesia, la que nos corresponde por cercanía nacional y local.
Y para alcanzar tal fin se necesita, es obligación grave, la oración porque sin ella el cristiano se encuentra vacío de espíritu y escaso de voluntad fraterna.
A este respecto, cuando en la homilía de las Primeras Vísperas de la Solemnidad de Pedro y San Pablo de 2007 Benedicto XVI se expresó en tal sentido, sobre la oración, citado arriba no hizo sino manifestar la necesidad de unidad. Así “Esta Basílica, que ha visto eventos de profundo significado ecuménico, nos recuerda que es importante rezar juntos para implorar al don de la unidad, aquella unidad por la que San Pedro y San Pablo han dedicado su existencia hasta el supremo sacrificio de la Sangre”.
Es claro que a nosotros no se nos pide un sacrificio tan extremo (el de dar la vida física), al menos por ahora. Sin embargo, sí que hemos de poner de nuestra parte un poco de comprensión hacia la otra parte porque, de no hacerlo así, se nos debería recordar eso del “llanto y el rechinar de dientes” que será el estado en el que nos encontraremos de seguir por el camino contrario al expresado por quien corresponde sobre la unidad de los cristianos llevada a nuestra Iglesia más cercana. Pero también se pide, de la misma forma y con la misma exigencia, que aquellos que se sienten alejados de la que llaman “Iglesia jerarquía” muestren, al menos, síntomas de no alejamiento, hechuras de ser hermanos en Cristo.
Por tanto a San Pedro le debemos la llamada a ser una misma realidad religiosa sin atención a pareceres particulares.
Pero, en determinadas ocasiones, puede que nos coja por sorpresa la necesaria unidad que, bajo el Santo Padre, los obispos y los sacerdotes, estamos llamados a seguir: unidad que no es sentirse parte una Iglesia pero, en realidad, estar muy alejados de ella; unidad que no puede consistir en mantener una actitud constantemente crítica con cuanto se haga desde, por ejemplo, la Conferencia Episcopal Española y algunos, sobre todo, de sus organismos (ahí tenemos, sin ir más lejos, la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe zaherida tantas veces porque se la considera la sucesora de la Inquisición); unidad, al fin, que no obedece a criterios particularistas sobre las cuestiones de moral y ética cristianas sino que ha de seguir, digámoslo así, lo establecido por quienes tienen legitimidad para hacerlo.
Pero es que, además, y no siendo poco importante lo dicho, se trata de universalidad.
Es universal la fe cuando no se constriñe la misma bajo capas particulares, sentimentales o de escasa visión; universal cuando tiene la certeza de que va mira más allá de lo propio.
Sobre esto, Benedicto XVI, cuando era conocido como Joseph Ratzinger, en la conferencia titulada “¿Por qué permanezco en la Iglesia?” dijo que “Por eso una iglesia, una comunidad que se
hiciese a si misma, que estuviese fundada sólo sobre la propia gracia, sería una contrasentido. La fe exige una comunidad que tenga poder y sea superior a mí y no una creación mía ni el instrumento de mis propios deseos”.
O sea, que lo sea universal, católica.
Por eso, en la Misa por la Solemnidad de San Pedro y San Pablo, de hace, apenas, aquellos dos días a los que hacíamos referencia arriba, manifestó el Santo Padre que el sentido de universalidad quiere decir “Hacer que la Iglesia no se identifique jamás con una sola nación, con una sola cultura o con un solo estado. Que sea siempre la Iglesia de todos. Que reúna a la humanidad más allá de las fronteras y que, en medio a las divisiones de este mundo, siempre haga presente la paz de Dios, la fuerza reconciliadora de su amor”,
Y eso se lo debemos, sobre todo, a San Pablo, que en sus continuas idas y venidas por parte del mundo conocido entonces, supo hacer efectivo aquel sentimiento de universalidad de la fe en Dios Creador y Padre nuestro.
Lo otro, el sentirse referencia de la Iglesia pero teniendo la exclusiva de cristiandad no deja de ser un sueño, una ilusión, una forma de no haber entendido nada.
1 comentario
Es muy fuerte, pero ahí está.
Saludos.
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