Juan Pablo II Magno - Sacerdocio

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El Sacerdocio es, en Juan Pablo II Magno, lógicamente, algo consustancial con su vida personal, dándole un sentido claro y bien definido: “El sacerdote de mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo” (Exhortación apostólica Pastores dabo vobis, PDV, 5, de 1992)

Pero, más que nada, ser sacerdote es una vocación que emana, directamente de Dios y tiene tres características que la definen a la perfección:

1.-En su “Carta a los sacerdotes, del Jueves Santo de 1979 ” dejó dicho que “Sois portadores de la gracia de Cristo, Eterno Sacerdote, y del carisma del Buen Pastor. No lo olvidéis jamás; no renunciéis nunca a esto; debéis actuar conforme a ello en todo tiempo, lugar y modo

2.-Además, en PDV 8 dice que “La vocación al sacerdocio es un testimonio específico de la primacía del ser sobre el tener; es un reconocimiento del significado de la vida como don libre y responsable de sí mismo a los demás, como disponibilidad para ponerse enteramente al servicio del Evangelio y del Reino de Dios bajo la particular forma del sacerdocio”.

3.-Pero, sobre todo, “La vocación sacerdotal es un misterio. Es el misterio de un maravilloso intercambio entre Dios y el hombre. Éste ofrece a Cristo su humanidad, para que Él pueda servirse de ella como instrumento de salvación, casi haciendo de este hombre otro sí mismo” (Don y misterio, 1996

Habría que decir que, antes que nada, el sacerdote es un hombre (quizá no común por el reto personal que acepta ofrecido por Dios) pero, al fin y al cabo, un hombre. Por eso “Al elegir a hombres como los Doce, Cristo no se hacía ilusiones: en esta debilidad humana fue donde puso el sello sacramental de su presencia. La razón nos la enseña Pablo: ‘Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros’” (2Co 4,7) (Carta a los sacerdotes, Jueves Santo 2000)

Por tanto, también pueden equivocarse, aunque no por eso dejarán de ser lo que son y de desempeñar la especial labor que desempañan.

Entonces, ¿Cuál es la principal misión que los sacerdotes tienen asignada?

1.- Celebrar la Eucaristía es la misión más sublime y más sagrada de todo presbítero. Y para mí, desde los primeros años de sacerdocio, la celebración de la Eucaristía ha sido no sólo el deber más sagrado, sino, sobre todo, la necesidad más profunda del alma” (Don y misterio)

Es, por tanto, algo que va más allá, quizá, de la humana comprensión ya que se trata de algo que viene, directamente, de Dios. El sacrificio de Cristo, verdadero origen de la Eucaristía es, por eso, una pura necesidad a la que servir.

2.-Además, “Los cristianos esperan encontrar en el sacerdote no sólo un hombre que los acoja, que los escuche con gusto y les muestre una sincera amistad, sino también y sobre todo un hombre que les ayude a mirar a Dios, a subir hacia Él. Es preciso, pues, que le sacerdote esté formado en una profundad intimidad con Dios” (PDV 47)

Y ante estas dos misiones tan especiales que el sacerdote realiza con diligencia algo hay que tener en cuenta.

Como hemos dicho antes, el sacerdote es un hombre. Por eso es posible que puedan darse casos de infidelidad a la Iglesia por incumplimiento de los deberes de aquel. Al contrario, “La fidelidad a la vocación edifica la Iglesia; cada infidelidad, por el contrario, es una dolorosa herida al Cuerpo místico de Cristo” (Carta a los sacerdotes, Jueves Santo 1994)

Además, “A pesar de las diversas dificultades que encuentra, el sacerdote ha de ser fiel –incluso en las condiciones más adversas o de comprensible cansancio-, poniendo en ello todas las energías disponibles; fiel hasta el final de su vida “(PDV 75)

Por otra parte, hay un aspecto en la vida del sacerdote que ha llevado, quizá desde siempre, a cierta polémica: el celibato. No se entiende, en algunos ambientes alejados, seguramente, del Espíritu, que una persona pueda adoptar tal elección en su vida particular.

Por eso “Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la voluntad de la Iglesia antes aún que la voluntad que el sujeto manifiesta con su disponibilidad, pero esta voluntad de la Iglesia encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con su ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo, como Jesucristo Cabeza y Esposo la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor“(PDV 29)

Creemos, por tanto, que este texto, quizá pueda pensarse que excesivamente extenso, clarifica de forma acertada la cuestión.

No quedaría el tema del celibato enteramente presentado sin dejar por escrito lo que Juan Pablo II Magno entendía como importante para poder vivirlo con gozo y alegría: “Para vivir en el celibato de modo maduro y sereno, parece ser particularmente importante que el sacerdote desarrolle profundamente en sí mismo la imagen de la mujer como hermana. En Cristo, hombres y mujeres son hermanos y hermanas, independientemente de los vínculos familiares “(Carta a los sacerdotes, Jueves Santo 1995)

Y es que, al fin y al cabo, el sacerdote es un hombre de Dios para los hijos de Dios, hermanos, todos, en Cristo.

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