Juan Pablo II Magno- Oración
Resulta fácil comprender que si, para un cristiano ordinario, la oración es una forma directa de relacionarse con Dios, para un Papa ha de suponer algo más.
Comprender tal realidad espiritual fue una de las labores más destacadas de las llevadas a cabo por Juan Pablo II Magno.
Así, podía dejar escrito (en la Carta apostólica Dies Domini, DD, de 1998) que “En realidad toda la vida del hombre y todo su tiempo deben ser vividos como alabanza y agradecimiento al Creador”.
Pero, con ser esto importante, continuaba diciendo que, en realidad, “La relación del hombre con Dios necesita también momentos de oración explícita, en los que dicha relación se convierte en diálogo intenso, que implica todas las dimensiones de la persona” (DD 15)
De aquí que no sea suficiente, digamos, el mantener un estado de oración simple, sino que “Se equivoca quien piense que el común de los cristianos se puede conformar con una oración superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba su fe, no sólo serían cristianos mediocres, sino cristianos con riesgo” (Carta apostólica Novo millennio ineunte, NMI, de 2001) (34)
Por tanto, la oración ha de tener la suficiente “creencia”, tener la suficiente fe como para que pueda tenerse por amada y querida pues no ha de servir la mera repetición memorística de frases sino el verdadero sentir hacia Dios.
En nuestra existencia, por mucho que a veces no comprendamos esto, también la oración nos es útil y necesaria. Por eso dice el Papa polaco “!No tengáis miedo de dar vuestro tiempo a Cristo¡ para que Él lo pueda iluminar y dirigir (…) El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida” (DD 7)
Y esto porque, si así lo hiciéramos, “Nuestro testimonio sería enormemente deficiente si nosotros no fuésemos los primeros contempladores del rostro de Cristo” (NMI 15)
Pero, en realidad, ¿Sobre qué aspectos espirituales se asienta la oración?
Resulta importante, para comprender tan trascendental tema, lo siguiente: “Aprender la lógica trinitaria de la oración cristiana, viviéndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial, pero también de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas” (NMI 13)
Y, sin embargo, muy al contrario de lo que muchas veces se pretende, orar no ha de ser, exclusivamente, una puesta en práctica individual de lo que creemos. No. Muy al contrario, “Nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas ‘escuelas de oración’, donde el encuentro con Cristo no se expresa únicamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, de alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el arrebato del corazón. Una oración intensa que, sin embargo, no aparta del compromiso en la Historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abra también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la Historia según el designio de Dios” (NMI 33)
Porque, además, es muy importante no olvidar la relación que hemos de mantener con nuestro prójimo porque “La oración, mientras impulsa al encuentro con el Altísimo, dispone también al encuentro con nuestro prójimo, ayudando a establecer con todos, sin discriminación alguna, relaciones de respeto, de comprensión, de estima y de amor” (Jornada Mundial de la Paz, 1992)
Por tanto, orar no es, o, mejor, no tiene consecuencias sólo para nosotros mismos, para nuestro corazón y nuestra especial relación con Dios sino que, además, supone una vía de comunicación con el otro, que espera de nosotros que se haga efectivo lo que, en la oración, pedimos y demandamos al Padre.
Y la mejor forma de orar es, sin duda alguna, dejarse llevar por el Espíritu Santo porque “Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la oración brota del corazón del hombre, no obstante las prohibiciones y persecuciones e incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter irreligioso o incluso ateo de la vida pública” (Encíclica Dominum et vivificantem, de 1996) (65)
Porque, por muchas prohibiciones que se puedan hacer, siempre ha de prevalecer el amor a Dios que, como fue el caso de Juan Pablo II Magno, brilló.
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