Juan Pablo II Magno - Iglesia
Las llaves que Jesús entregó a Pedro llegaron a manos de Juan Pablo II Magno en unas circunstancias, es cierto, bastante desgraciadas. La muerte de Juan Pablo I precipitaron los acontecimientos que el Espíritu Santo tenía preparados para la vida de la Esposa de Cristo.
Bien podemos preguntarnos el sentido que tenía, y tiene en sus escritos, la Iglesia para el Papa polaco ya que, de conocer tal pensamiento, sabremos cómo condujo a la misma a lo largo de su papado.
Así, cuando dice que “La Iglesia es una comunión (…) la Iglesia quiere decir comunión de los santos. Y comunión de los santos quiere decir una doble participación vital: la incorporación de los cristianos a la vida de Cristo, y la circulación de una idéntica caridad en todos los fieles, en este y en el otro mundo. Unión con Cristo y en Cristo; y unión entre los cristianos dentro de la Iglesia” (Exhortación apostólica Christifideles laici, CL, 19)
Por lo tanto, el seguimiento de Cristo, para Juan Pablo II Magno, era fundamental, pues al haber nacido la Iglesia misma en el Cenáculo “el día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el Cenáculo, que lleve en su corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían, en Jerusalén, el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban, en oración, la venida del Espíritu Santo” (Encíclica Dominum et vivificantem 66)
Por lo tanto, la Iglesia, como institución y los fieles que la constituyen, como piedras vivas de la misma, no ha de olvidar que, como su presencia inicial en el Cenáculo ha de permanecer en estado de oración porque, sobre todo, no sabemos cuándo llegará, de nuevo, Cristo y nos ha de encontrar preparados para tal momento.
Y también la Esposa de Cristo ha de cumplir una misión; es decir, nació para llevar a cabo “la tarea-central para ella- de la reconciliación del hombre con Dios, consigo mismo, con los hermanos, con todo lo creado; y esto de modo permanente, porque la Iglesia es por su misma naturaleza siempre reconciliadora” (Carta Apostólica Novo millennio ineunte 8)
¿Cómo hacer tal cosa?
Para ello, “El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la Humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la Redención, que se realiza en Cristo Jesús” (Carta Encíclica Redemptor hominis, RH, 10)
Para llevar a cabo tal misión no está, la Iglesia, sola ni se encuentra desasistida del Espíritu Santo. Al contrario, “Cristo mismo, para garantizar la fidelidad de la verdad divina, prometió a la Iglesia la asistencia especial del Espíritu de verdad, dio el don de la infalibilidad a aquellos a quienes ha confiado el mandado de transmitir esta verdad y de enseñarla –como había definido ya claramente el Concilio Vaticano I y después repitió el Concilio Vaticano II-, y dotó además a todo el pueblo de Dios de un especial sentido de la fe” (RH 19)
Por tanto, la Iglesia está, por decirlo así, gobernada, dirigida, por personas a las cuales el mismo Cristo, fundador de la misma, otorgó, donó (como don de Dios) esa especial característica de no errar, de hacer según lo cierto, seguro e indefectible.
Y dentro de la Iglesia, como hemos dicho antes, los fieles, jugamos un papel fundamental que no podemos olvidar ni dejar de lado. Dice Juan Pablo II que “Los fieles, y más concretamente los laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos, ellos especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser la Iglesia; es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del Jefe común, el Papa, y de los obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia” (CL 9)
Por otra parte, no vaya a pensarse que Juan Pablo II Magno no tenía claro el sentido de la relación entre la Iglesia y el Estado. Muy al contrario, ya que “La defensa de la libertad de la Iglesia frente a indebidas injerencias del Estado es, al mismo tiempo, defensa, en nombre de la primacía de la conciencia, de la Libertad de la persona frente al poder político. En esto reside el principio fundamental de todo orden civil de acuerdo con la naturaleza del hombre” (Motu proprio Santo Tomás Moro, Patrono de los políticos)
Así, además, sabía Juan Pablo II Magno que “La Iglesia ha enseñado siempre el deber de actuar por el bien común y, al hacer esto, ha educado también buenos ciudadanos para cada Estado” (RH18)
Por tanto, la Iglesia, bajo la dirección del Papa (Juan Pablo II Magno en este caso) ha cumplido, y cumple, una noble misión encargada especialmente por Cristo a Pedro y a sus primeros discípulos, los Apóstoles: hacer de los creyentes hombres y mujeres que, dentro de la sociedad en la que viven, vivimos, tengan conciencia de lo que somos, hijos de Dios y hermanos en la fe en Jesucristo, y por eso mismo, luminarias de la Esposa de Cristo.
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