Juan Pablo II Magno - Esperanza

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En un discurso en Jasna Gora, Polonia, en 1987, Juan Pablo II
Magno
, como preguntándose, dijo “¿Qué es la esperanza? ¿Qué significa?” Y se respondía que “significa: ‘No te dejes vencer del mal, ante vece el mal con el bien’ (Rom 12:21). Se puede vencer el mal. Ésta es la fuerza de la esperanza”.

Dejaba escrito el sentido básico de la virtud teologal de la que se dice que es lo último que se pierde.

Por eso, porque resulta esencial para nuestras vidas de cristianos “No podemos vivir sin esperanza. Hay que tener una finalidad en la vida, un sentido para nuestra existencia. Tenemos que aspirar a algo. Sin esperanza, comenzamos a morir” (Discurso en su visita a Los Ángeles en 1987)

Por tanto, la esperanza nos ayuda en nuestro camino hacia el definitivo Reino de Dios dándonos la fuerza que, necesariamente, nos ha de empujar hacia delante, ayudándonos a soportar los momentos de tribulación por los que pasemos.

Bien podemos preguntarnos, entonces, de quién viene la esperanza, cuál es el origen de la misma.

A esta pregunta, respondió Juan Pablo II Magno en la visita citada a Los Ángeles, en 1987, de la siguiente manera: “La esperanza viene de Dios, de nuestra fe. Sin fe en Dios no puede haber una esperanza duradera, auténtica. Dejar de creer en Dios es empezar a deslizarse por un sendero que sólo puede llevar al vacío y a la desesperación”.

Podemos ver, por lo tanto, que en nuestra creencia, en la que es en Dios, Creador, Padre Nuestro, reside la misma esperanza. Por eso no podemos dejar que se pierda tal creencia, tal esperanza, porque, en tal caso, la relación que nos unía a Quién nos creó, se rompería y el resultado de tal caso sería, seguramente, lo que bien dice Juan Pablo II Magno, “el vacío y la desesperación”.

Y todo esto; es decir, lo que la esperanza supone para nosotros, los que nos consideramos hijos de Dios; al fin y al cabo “la actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad, para hacerla conforme el proyecto de Dios “ (Carta Apostólica Tertio millennio adveniente, 1994, 46)

Así, lo que nos “facilita” la esperanza es, nada más y nada menos, que no dejemos de ver qué es lo que, en realidad queremos: la salvación eterna, el definitivo Reino de Dios. Además, nos ayuda a encontrar lo que nos ayude en la persecución de tal fin porque no nos deja de lado, ni nos olvida, ni hace como si no existiéramos.

Por otra parte, el cristiano, la persona que es consciente de lo que supone tal cosa, cuenta con una espiritualidad que le da vida. Tal “espiritualidad no es una espiritualidad de huida o rechazo del mundo; tampoco se reduce a una simple actividad de orden temporal. Impregnada por el Espíritu de vida, derramado por el Resucitado, es una espiritualidad de transfiguración del mundo y de esperanza en la venida del reino de Dios” (Audiencia General, Roma, 2 de diciembre de 1998)

Y es el Espíritu Santo, que “no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre” la “esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que ‘poseen las primicias del Espíritu’ y ‘esperan la redención de su cuerpo’ (ref. Rom 8: 23) (Encíclica Dominum et vivificantem 67)

Así como el mismo San Pablo dijera aquello de que todas las criaturas tienen la ley de Dios en sus corazones, también aquí refiere Juan Pablo II Magno a la posibilidad de que el Espíritu Santo, esperanza en sí mismo, lo es de todas las criaturas y no sólo de aquellas que, digamos, profesamos la fe en Dios y la estimamos como fundamental para nuestra vidas. Es, digamos, un derecho divino que no puede negarse a toda criatura creada por Dios aunque, claro, es lógico entender que las personas que “poseen las primicias del Espíritu” sientan de una forma más directa al mismo y, consecuentemente, la esperanza que lo conforma.

Por todo lo dicho, “Al don de la esperanza ‘hay que prestarle una atención particular, sobre todo en nuestro tiempo, en el que muchos hombres, y no pocos cristianos, se debaten entre la ilusión y el mito de una capacidad infinita de autorredención y de realización de sí mismo, y la tentación del pesimismo al sufrir frecuentes decepciones y derrotas” (Audiencia General, Roma 2 de julio de 1991)

De todo lo, hasta aquí, fijado por escrito, resalta una característica de la fe cristiana que no podemos olvidar: “La fe cristiana y la esperanza cristiana miran más allá de la muerte. Pero ni la fe ni la esperanza son mero consuelo en el más allá. Transforman ya ahora nuestra vida terrena” (Discurso en Salzburgo, Austria, 1988)

Esto dicho en el exacto sentido según el cual el Reino de Dios ya podemos vivirlo aquí, ahora, entre nosotros, porque Cristo vino a traerlo (Él mismo era el Reino de Dios) y no podemos desechar la posibilidad de tener la esperanza de encontrarlo y de, entonces, gozar con tal realidad.

Sin embargo, “Hoy no basta despertar la esperanza en la interioridad de las conciencias; es preciso cruzar juntos el umbral de la esperanza” (Audiencia General, Roma, 11 de noviembre de 1998)

Y es que Juan Pablo II Magno, reconoció, a lo largo de su vida, la huella del paso de la esperanza por el mundo porque descubrió a Dios en su existencia.

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