15.10.16

San José Sánchez del Río

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Hace un tiempo, el que esto escribe trajo a esta casa una pequeña biografía que había escrito sobre el Beato José Sánchez del Río, martirizado en la Guerra Cristera acaecida en México entre los años 1926 y 1929.

Pues bien, siendo mañana domingo, 16 de octubre, su canonización (junto con otros seis beatos más, a saber, el Obispo Manuel González, Salomón Leclerq, Ludovico Pavoni, Alfonso María Fusco, José Gabriel del Rosario Brochero e Isabel de la Santísima Trinidad Catez) traemos aquí la reproducción de tal libro porque vale pena recordar a los mejores de entre nosotros.

 

SUMARIO

 

En Sahuayo, Michoacán (México)                                  

Una guerra justa                                                        

El niño cristero                                                                 

La fe de un pequeño gigante                                        

Muerte de José                                                           

En el libro de los Santos                          

(Beatificación-Canonización)

Para rezar                                                                                       

 

Su festividad se celebra el 10 de febrero.

En Sahuayo, Michoacán (México)

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El 28 de marzo 1913 nace en Sahuayo, Michoacán (México), un niño a quien ponen el nombre de José Luis. Sus padres, Macario Sánchez y María del Río, eran fervientes católicos con una fe bien asentada en el corazón.  Fue bautizado el 3 de abril de aquel mismo año en la Iglesia parroquial de su pueblo. Años después, recibiría los Sacramentos de la Eucaristía y la Confirmación en el mismo Templo. 

En cuanto a su naturaleza infantil, nuestro santo no era un niño en exceso diferente al resto: corría con sus amigos por las calles empedradas de su pueblo, jugaba a las canicas y, como diversión, gustaba cazar palomas con sus amigos. 

Ya desde pequeño, como al resto de los niños del pueblo, mostró una predilección notable por la vida campestre y por los caballos. No era, de todas formas, nada extraño, por según en qué lugar había nacido.

José Luis nació en un tiempo convulso para la fe católica. Y es que en aquel tiempo se estaba desarrollando la Revolución mexicana y en la lucha entre los diversos bandos no era extraño que los creyentes católicos resultasen perjudicados por unos o/y por otros. 

El caso es que en sus escasos años de vida conoció la pobreza y el trabajo que desempeñó desde pequeño. Era, pues, un niño como otros.

Sin embargo, no en todo era como el resto de sus amigos. 

Al respecto de su vida familiar, José Luis vivió rodeado de una unidad que le marcó en sus años de vida, gozó aprendiendo acerca de los valores cristianos que iban dando sentido a su existencia y, por fin, la fe y la caridad hacia su prójimo (o extraños) consolidaron un corazón firme y franco en cuanto a sus creencias católicas. Por eso, desde que hiciera su Primera Comunión, José Luis tomó la decisión de mantener con Jesús una amistad profunda y fiel que lo llevó a formar parte de las vanguardias locales de la Acción Católica de la Juventud Mexicana.

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14.10.16

Serie “De Jerusalén al Gólgota” – XI- Y murió Cristo

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

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13.10.16

El rincón del hermano Rafael – “Saber esperar”- Sólo en Dios

“Rafael Arnáiz Barón nació el 9 de abril de 1911 en Burgos (España), donde también fue bautizado y recibió la confirmación. Allí mismo inició los estudios en el colegio de los PP. Jesuitas, recibiendo por primera vez la Eucaristía en 1919.”

Esta parte de una biografía que sobre nuestro santo la podemos encontrar en multitud de sitios de la red de redes o en los libros que sobre él se han escrito.

Hasta hace bien poco hemos dedicado este espacio a escribir sobre lo que el hermano Rafael había dejado dicho en su diario “Dios y mi alma”. Sin embargo, como es normal, terminó en su momento nuestro santo de dar forma a su pensamiento espiritual.

Sin embargo, San Rafael Arnáiz Barón había escrito mucho antes de dejar sus impresiones personales en aquel diario. Y algo de aquello es lo que vamos a traer aquí a partir de ahora.

             

Bajo el título “Saber esperar” se han recogido muchos pensamientos, divididos por temas, que manifestó el hermano Rafael. Y a los mismos vamos a tratar de referirnos en lo sucesivo.

 

“Saber Esperar”.- Sólo en Dios 

“¿De qué te quejas, Hermano Rafael? Ámame a Mí, sufre conmigo, soy Jesús. ¡Ah! Virgen María… he aquí la gran misericordia de Dios…, he aquí cómo Dios va obrando en mi alma, a veces en la desolación, a veces en el consuelo; pero siempre para enseñarme que sólo en él tengo que poner mi corazón, que sólo en Él he de vivir, que sólo en él he de amar, de querer, de esperar…, en pura fe, sin consuelo ni ayuda de humana criatura”.

Este punto de “Saber esperar” es el último del primer capítulo del libro de tal título del hermano Rafael. Es, por eso mismo, un buen resumen de todo lo dicho hasta aquí. Y, además, nos muestra a un hijo de Dios consciente de que lo es. 

Aunque muchas veces no queramos darnos cuenta, en la Cruz de Cristo está la solución a muchas situaciones espirituales que consideramos difíciles. 

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12.10.16

La Virgen de la Hispanidad: Guadalupe y Pilar

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Como suele pasar en las cosas de los hombres, tampoco iba a evitar cierta polémica si se trata de la Virgen de Guadalupe (Cáceres, España) o la Virgen del Pilar (Zaragoza, España) sobre la que debe recaer, digamos, el patronazgo de ser la Virgen de la Hispanidad. 

Digamos que, según está establecido, corresponde a la segunda, que tiene su sede, como decimos arriba, en Zaragoza (España). Sin embargo eso, a nosotros, debe importarnos bien poco porque se trata de la Madre Dios y, sea como sea y lo que sea, es lo que es: Madre nuestra. Importa, sí, el echo de la evangelización de  América, lo que ha supuesto para la humanidad que un territorio hermano tan vasto recibiera la imagen de María y se acogiera a ella con todo gozo y amor. 

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11.10.16

Un amigo de Lolo – Dios, Padre

Presentación

Lolo

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infligían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

 

Libro de oración

 

En el libro “Rezar con el Beato Manuel Lozano, Lolo” (Publicado por Editorial Cobel, www.cobelediciones.com ) se hace referencia a una serie de textos del Beato de Linares (Jaén-España) en el que refleja la fe de nuestro amigo. Vamos a traer una selección de los mismos.

 

Dios, Padre

 

“Tu padre, el de aquél y el del otro, todos juntos en Uno que nunca ni envejece ni muere, el que no necesita retratos que se han de colgar de las paredes, porque es y se ve en la ternura que orienta a diario y la sabiduría que prodiga a cada instante. Padre de todos, del listo y el menos despierto, el desvalido y el dichoso, el que yerra y el que acierta; vuestro, como la sangre que nadie arranca, corazón a la par de todos, latiendo con golpes que parecen los de un yunque: vuestro y mío también, unidos en la providencia y la creación, la redención de la vida y la salvación; proveedor del pan y las ilusiones, el amor y el destino; Padre, Tú, caliente sobre nosotros, como una inmensa clueca de alas azules que le diese la vuelta al Universo, Vida nuestra, que estás en el cielo de las estrellas y haciendo estrellas en el cielo de nuestro barro y nuestra piedra. Allí donde te hagas presente, en siete círculos hay, como los de Dante, y el hombre en el séptimo, por tu generosidad. Cielo, el amor y el dolor, la vida y la muetre, la tristeza y la alegría, porque todo lo purifica tu deslumbrante cariño de Padre.” (Mesa redonda con Dios, pp. 211-212)

 

En efecto, Dios no necesita retratos. Es más, ni los necesita ni nadie podría, en tal caso, hacerlos porque nadie, salvo el Hijo, que viva o haya vivido entre los hombres, lo ha visto. Y, que sepamos, Jesucristo ni retrató de ninguna manera al Padre salvo con decir qué era y cómo amaba.

El Beato Manuel Lozano Garrido, en este texto de su “Mesa redonda con Dios”, nos muestra cómo no nos es necesaria representación alguna del Todopoderoso. Y no es que no podamos hacerla (como creamos que es) sino que en otras cosas podemos apreciar a Dios, podemos encontrarlo sin necesidad de lo que se puede tocar en materia.

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9.10.16

La Palabra del Domingo - 9 de octubre de 2016

 

 

 Lc 17, 11-19

 “11 Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y Galilea, 12 y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia 13     y, levantando la voz, dijeron: ‘¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!’     14 Al  verlos, les dijo: ‘Id y presentaos a los sacerdotes.’ Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.15 Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; 16 y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. 17 Tomó la palabra Jesús y dijo: ‘¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? 18 ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?’ 19    Y le dijo: ‘Levántate y vete; tu fe te ha salvado.’”

        

COMENTARIO

Dar, siempre, gracias a Dios

 

Es más que cierto que muchas veces tomamos las gracias que Dios nos entrega y luego nos olvidamos, precisamente, de Quién nos la entregado. Y eso es lo que pasa con muchos de los leprosos que curó el Hijo de Dios en la ocasión que nos trae el Evangelio de San Lucas. 

Todo, sin embargo, no puede ser objeto de crítica. 

Decimos esto porque aquellas personas, que tenían una enfermedad gravísima y que no tenía cura, tenían fe. Y es que sabían que Jesús, el Maestro, podía curarles de su grave dolencia. 

Aquellos hombres, que eran leprosos, sabían que médicamente nada se podía hacer por ellos. Debían, pues, vivir fuera de los pueblos y, además, vestir de una forma determinada con el objeto de que se supiera que eran leprosos y nadie se les acercara por miedo al contagio. 

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8.10.16

Serie “Al hilo de la Biblia- Y Jesús dijo…” – Advertencia para la predicación

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia? “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, en muchas ocasiones Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo.

Advertencia para la predicación

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Y Jesús dijo… (Lc 19, 39-40)

“Algunos de los fariseos, que estaban entre la gente, le dijeron: ‘Maestro, reprende a tus discípulos.’    Respondió: ‘Os digo que si éstos callan gritarán las piedras.’”

           

¡Qué vergüenza para nosotros tener que escuchar esto de parte de Cristo!

El caso es que, en el tiempo, poco antes había pasado esto que sigue (Lc 19, 36-38):

“Mientras él avanzaba, extendían sus mantos por el camino. Cerca ya de la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llenos de alegría, se pusieron  a alabar a Dios a grandes voces, por todos los milagros que habían visto. Decían: ‘Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas.’”

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7.10.16

Serie “De Jerusalén al Gólgota” – X- El soldado convertido

                                                 

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el final de la vida de Cristo o, mejor, el camino que lo llevó desde su injusta condena a muerte hasta la muerte misma estuvo repleto de momentos cruciales para la vida de la humanidad. Y es que no era, sólo, un hombre quien iba cargando con la cruz (fuera un madero o los dos) sino que era Dios mismo Quien, en un último y soberano esfuerzo físico y espiritual, entregaba lo poco que le quedaba de su ser hombre.

Todo, aquí y en esto, es grande. Lo es, incluso, que el Procurador Pilato, vencido por sus propios miedos, entregara a Jesús a sus perseguidores. Y, desde ahí hasta el momento mismo de su muerte, todo anuncia; todo es alborada de salvación; todo es, en fin, muestra de lo que significa ser consciente de Quién se es.

Aquel camino, ciertamente, no suponía una distancia exagerada. Situado fuera de Jerusalén, el llamado Monte de la Calavera (véase Gólgota) era, eso sí, un montículo de unos cinco metros de alto muy propio para ejecutar a los que consideraban merecedores de una muerte tan infamante como era la crucifixión. Y a ella lo habían condenado a Jesús:

“Toda la muchedumbre se puso a gritar a una: ¡Fuera ése, suéltanos a Barrabás! Este había sido encarcelado por un motín que hubo en la ciudad y por asesinato. Pilato les habló de nuevo, intentando librar a Jesús, pero ellos seguían gritando: ‘¡Crucifícale, crucifícale!’” (Lc 23, 18-21)

Aquella muerte, sin embargo, iba precedida de una agonía que bien puede pasar a la historia como el camino más sangriento jamás recorrido por mortal alguno. Y es que el espacio que mediaba entre la Ciudad Santa y aquel Calvario fue regado abundantemente con la sangre santa del Hijo de Dios.

Jerusalén había sido el destino anhelado por Cristo. Allí había ido para ser glorificado por el pueblo que lo amaba según mostraba con alegría y gozo. Pero Jerusalén también había sido el lugar donde el hombre, tomado por el Mal, lo había acusado y procurado que su sentencia fuera lo más dura posible.

El caso es que muchos de los protagonistas que intervienen en este drama (porque lo es) lo hacen conscientemente de lo que buscan; otros, sin embargo, son meros seres manipulados. Y es que en aquellos momentos los primeros querían quitar de en medio a Quien estimaban perjudicial para sus intereses (demasiado mundanos) y los segundos tan sólo se dejaban llevar porque era lo que siempre habían hecho.

Jesús, por su parte, cumplía con la misión que le había sido encomendada por su Padre. Y la misma llevaba aparejada, pegada a sangre y fuego, una terrible muerte.

Podemos imaginar lo que supuso para el Hijo de Dios escuchar aquella expresión de odio tan incomprensible: ¡Crucifícale! Y es que Él, que tanto amaba a sus hermanos los hombres, miraba con tristeza el devenir que le habían preparado los que, por la gran mayoría de los suyos, eran tenidos por sabios y entendidos de la Ley de Dios.

De todas formas, era bien conocido por todos que Jesús los había zaherido muchas veces. Cuando llamó hipócritas a los fariseos se estaba labrando un final como aquel hacia el que se encaminaba; cuando sacó del Templo de Jerusalén a los cambistas y vendedores de animales para el sacrificio nada bueno estaba haciendo a su favor.

Por otra parte, es cierto que entre la sede del Procurador hasta el monte de la Calavera, apenas había un kilómetro de separación. Es decir, humanamente hablando apenas unos diez minutos podría haber invertido cualquier ser humano en llegar de un lado a otro. Sin embargo, para quien tanto había sido maltratado (ya se había producido la flagelación y la colocación de la corona de espinas) aquellos escasos mil metros supondrían, valga la expresión, un Calvario anticipado.

Ciertamente, la muerte de Jesús se estaba preparando desde hacía algunas horas. Todo apuntaba a ella pero, no podemos negarlo, sus perseguidores se habían asegurado de que otra cosa no pudiese suceder. Y es que lo habían atado todo bien atado y que el Procurador romano decidiera entregárselo era sólo cuestión de tiempo.

Otra cosa era que todo aquello estuviera previsto en las Sagradas Escrituras. Seguramente no se escribía con nombres y apellidos las personas que iban a intervenir pero ya el profeta Isaías escribiría que el Cordero de Dios sería entregado para ser llevado al matadero sin siquiera protestar. Y eso era lo que iba a suceder cuando el Procurador entregara a Jesús a los que querían terminar con su vida. Y es que cada paso que dio desde que se echara el madero al hombro hasta que llegó al Gólgota constituyó un ejercicio de perdón hacia aquellos que le estaban infligiendo un mal no fácil de soportar. No obstante, se estaba escribiendo, con letras de sangre, el camino de la salvación del género humano.

X - El soldado convertido 

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Se sentía incómodo.

Desde que el Gobernador le ordenó que comandara aquel grupo que iba a llevar al nazareno al Gólgota no sabía bien cuál era la razón por la que no estaba a gusto.

En realidad, Cayo Casio, que tal era su nombre, era un soldado. Como tal sabía que debía obedecer a sus superiores pero no por eso iba a dejar de pensar que todo aquello había sido muy irregular: desde el mismo proceso al llamado Rey de los judíos hasta el momento en el que ahora se encontraba, todo le parecía muy extraño.

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6.10.16

El rincón del hermano Rafael – “Saber esperar”- Sólo Dios importa

“Rafael Arnáiz Barón nació el 9 de abril de 1911 en Burgos (España), donde también fue bautizado y recibió la confirmación. Allí mismo inició los estudios en el colegio de los PP. Jesuitas, recibiendo por primera vez la Eucaristía en 1919.”

Esta parte de una biografía que sobre nuestro santo la podemos encontrar en multitud de sitios de la red de redes o en los libros que sobre él se han escrito.

Hasta hace bien poco hemos dedicado este espacio a escribir sobre lo que el hermano Rafael había dejado dicho en su diario “Dios y mi alma”. Sin embargo, como es normal, terminó en su momento nuestro santo de dar forma a su pensamiento espiritual.

Sin embargo, San Rafael Arnáiz Barón había escrito mucho antes de dejar sus impresiones personales en aquel diario. Y algo de aquello es lo que vamos a traer aquí a partir de ahora.

             

Bajo el título “Saber esperar” se han recogido muchos pensamientos, divididos por temas, que manifestó el hermano Rafael. Y a los mismos vamos a tratar de referirnos en lo sucesivo.

 

“Saber Esperar”.- Sólo Dios importa

“¿Qué me importa lo que hagan y digan los hombres? Para mí no debe haber en el mundo más que una cosa… Dios… 

Dios que va ordenando todo para mi bien. 

Dios que hace salir cada mañana el sol, que deshace la escarcha, que hace cantar a los pájaros, y ya cambiando en mil suaves colores las nueves del cielo… 

Dios que me ofrece un rincón en la tierra para orar, que me da un rincón donde poder esperar, lo que espero… 

Dios tan bueno conmigo que en el silencio me habla al corazón, y me va enseñando poco a poco, quizá con lágrimas, siempre con Cruz, a desprenderlo de las criaturas, a no buscar la perfección más que en él… a mostrarme a María, y decirme: He aquí la única Criatura Perfecta…, en Ella encontrarás el amor y la caridad que no encuentras en los hombres”.

 

Para escribir francamente, tengo que decir que mi intención era traer aquí sólo la parte que termina en “…Dios…”. Sin embargo, es tan importante lo que sigue en este punto 27 del libro “Saber esperar” del hermano Rafael, que no me resisto a traerlo para que nadie se pierda lo que se puede llegar a conocer a uno mismo y, así, a Dios que nos ha creado.

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5.10.16

Serie "Su Cruz y nuestras cruces" - 5- La cruz del odio (Habla Jesús)

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.”

 (Mt 16,24).

  

Siempre que un discípulo de Cristo se pone ante un papel y quiere referirse a su vida como tal no puede evitar, ni quiere, saber que en determinado momento tiene que enfrentarse a su relación directa con el Maestro.

Así, muchos han sido los que han escrito vidas de Jesucristo: Giovanni Papini (“Historia de Cristo”), el P. Romano Guardini (“El Señor), el P. José Luis Martín Descalzo (“Vida y misterio de Jesús de Nazaret“), el P. José Antonio Sayés (“Señor y Cristo”) e incluso Joseph Ratzinger (“Jesús de Nazaret“). Todos ellos han sabido dejar bien sentado que un Dios hecho hombre como fue Aquel que naciera de una virgen de Nazaret, la Virgen por excelencia, había causado una honda huella en sus corazones de discípulos.

Arriba decimos que el discípulo deberá, alguna vez, ponerse frente a Cristo. Y es que no tenemos por verdad que el Maestro suponga un problema para quien se considera discípulo. Por eso entendemos que tal enfrentamiento lo tenemos por expresión de expresar lo que le une y, al fin y al cabo, lo que determina que sea, en profundidad, su discípulo. Sería como la reedición de lo que dice San Juan justo en el comienzo de su Evangelio (1,1): 

“En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios”.

El caso es que podemos entender que la Palabra estaba con Dios en el sentido de estar en diálogo con el Creador. Por eso decimos que la relación que mantiene quien quiere referirse a Cristo como su referencia, un discípulo atento a lo que eso supone, ha de querer manifestar que se sea, precisamente, discípulo. Entonces surge la intrínseca (nace de bien dentro del corazón) necesidad de querer expresar en qué se sustenta tal relación y, sobre todo, cómo puede apreciarse la misma. O, por decirlo de otra forma, hasta dónde puede verse influenciado el corazón de quien aprende de parte de Quien enseña. 

Y si hablamos de Cristo no podemos dejar de mencionar aquello que hace esencial nuestra creencia católica y que tiene que ver con un momento muy concreto de su vida como hombre. Y nos referimos a cuando, tras una Pasión terrible (por sangrante y decepcionante según el hombre que veía a Jesucristo) fue llevado al monte llamado Calvario para ser colgado en dos maderos que se entrecruzaban. 

Nos referimos, sin duda alguna, a la Cruz. 

Como es lógico, siendo este el tema de esta serie, de la Cruz de Cristo vamos a hablar enseguida o, mejor, hablará el protagonista principal de la misma dentro de muy poco. Es esencial para nosotros, sus discípulos. Sin ella no se entiende nada ni de lo que somos ni de lo que podemos llegar a ser de perseverar en su realidad. Sin ella, además, nuestra fe no sería lo que es y devendría simplemente buenista y una más entre las que hay en el mundo. Pero con la Cruz las cosas de nuestra espiritualidad saben a mucho más porque nos facilitan gozar de lo que supone sufrir hasta el máximo extremo pero saber sobreponerse al sufrimiento de una manera natural. Y es natural porque deviene del origen mismo de nuestra existencia como seres humanos: Dios nos crea y sabe que pasaremos por malos momentos. Pero pone en nuestro camino un remedio que tiene nombre de hombre y apellido de sangre y luz. 

Pero la Cruz tiene otras cruces. Son las que cada cual cargamos y que nos asimilan, al menos en su esencia y sustancia espiritual, al hermano que supo dar su vida para que quien creyese en Él se salvase. Nuestras cruces, eso sí, vienen puestas sobre nuestras espaldas con la letra minúscula de no ser nada ni ante Dios mismo ni ante su Hijo Jesucristo. Minúscula, más pequeña que la original y buena Cruz donde Jesús perdonó a quienes lo estaban matando y pidió, además pidió, a Dios para que no tuviera en cuenta el mal que le estaban infiriendo aquellos que ignoraban a Quien se lo estaban haciendo.

Hablamos, por tanto, de Cruz y de cruces o, lo que es lo mismo, de aquella sobre la que Cristo murió y que es símbolo supremo de nuestra fe y sobre el que nos apoyamos para ser lo que somos y, también, de las que son, propiamente, nuestras, la de sus discípulos. Y, como veremos, las hay de toda clase y condición. Casi, podríamos decir, y sin casi, adaptadas a nuestro propio ser de criaturas de Dios. Y es que, al fin y al cabo, cada cual carga con la suya o, a veces, con las suyas.

 

4- La cruz del odio (Habla Cristo)

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Estimado hermano: 

De verdad que comprendo lo que, a veces, puede pasar por tu corazón. De todas formas, no es la forma mejor la de guardarlo todo ahí, bien recogido, para sacarlo hacia fuera cuando te convenga o seas dirigido por el Maligno. 

¿El Maligno?

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