Revista “Fe y Obras” - Número 3 - Semana Santa y Pentecostés
“Así también la fe, si no tiene obras,
está realmente muerta” (St 2, 17)
Dando gracias a Dios por la inspiración y por la posibilidad de poder llevar a cabo un proyecto largamente acariciado por este que escribe, traemos hoy a esta casa el tercer número de una Revista católica de título “Fe y Obras”.
ÍNDICE
Carta del Director
Magisterio
Desde la fe
Nuestros mayores en la fe dicen
Habla el Catecismo de la Iglesia Católica
Camino, Verdad y Vida
El libro del cuatrimestre. En este número, los libros.
Oremos
Hasta que Dios quiera
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Carta del Director
Estimados lectores:
Una vez ha pasado el tiempo de Cuaresma y, es de suponer, hemos limpiado nuestro corazón lo mejor que hayamos sido capaces de limpiar, llega un tiempo espiritual que es crucial.
Cuando decimos eso, que es crucial, nos referimos que tiene relación perfecta con la cruz o, mejor, con la Cruz., Y nos referimos, claro está, a la de Cristo.
Este tiempo es más que especial. Y es que una semana de gloria como fue aquella en la que el Hijo de Dios entró en la Ciudad Santa, el pasado Domingo, de Ramos, y allí manifestó que era, en efecto, el Mesías y Enviado de parte del Todopoderoso, culminó con un tiempo terrible: el de la muerte de Jesucristo en la Cruz.
Había, sin embargo, esperanza. Y era la que había sembrado Jesucristo cuando dijo que sí, que iba a ser entregado y que iba a morir. Sin embargo, también dijo que iba a resucitar.
Es más que cierto que muchos de aquellos que escucharon eso de la resurrección no acabaron de entender lo que quería decir. Y no es que el pueblo judío no supiera nada sobre tal tema, que sí sabía y había partidarios y contrarios al mismo, sino que no era un tema demasiado fácil siendo, además, muy misterioso.
Pero sí, Jesucristo sería entregado en manos de sus matarifes, moriría y, luego, resucitaría. Y estaría con sus discípulos, aún, algunas semanas más hasta que en un momento concreto y bien determinado, en Pentecostés, enviaría a los suyos a transmitir la Buena Noticia. La Iglesia, luego llamada católica, inició su camino que llega hasta hoy mismo.
Este tiempo, por tanto, es demasiado importante como para que lo olvidemos. Y no lo vamos a hacer, por supuesto.
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Magisterio
En la Homilía del Domingo de Ramos, San Juan Pablo II, en aquel 30 de marzo de 1980, dijo esto (extracto) que sigue:
“Cristo, junto con sus discípulos, se acerca a Jerusalén. Lo hace como los demás peregrinos, hijos e hijas de Israel; que en esta semana precedente a la Pascual, van a Jerusalén. Jesús es uno de ellos.
El Domingo de Ramos abre la Semana Santa de la Pasión del Señor, de la que ya lleva en sí la dimensión más profunda. Por este motivo, leemos toda la descripción de la Pasión del Señor.
Jesús, al subir en ese momento hacia Jerusalén, se revela a Sí mismo completamente ante aquellos que preparan el atentado contra su vida. Por lo demás, se había revelado desde ya hacía tiempo, al confirmar con los milagros todo lo que proclamaba y el enseñar, como doctrina de su Padre, todo lo que enseñaba.
El Maestro es plenamente consciente de esto. Todo cuanto hace, lo hace con esta conciencia, siguiendo las palabras de la Escritura, que ha previsto cada uno de los momentos de su Pascua. La entrada en Jerusalén fue el cumplimiento de la Escritura.”
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Desde la fe
Si entendemos que en el Domingo de Ramos, en el nuestro, en el de ahora mismo, acudimos jubilosos a adorar a Cristo que entra en nuestra vida para dejar una huella perenne y hemos gozado con su Palabra y con su llegada a nosotros… entonces el fruto de la Semana Santa habrá sido provechoso y podremos decir, con verdad, que Cristo vive y lo hace para siempre y para volver cuando Dios quiera que vuelva.
Si creemos que con la Última Cena Cristo hizo algo más que comer la Pascua con sus más allegados y estamos en la seguridad de que se mostró servicial para que todos lo seamos e instauró la Santa Misa para que, como Eucaristía o acción de gracias, lo recordáramos todo en memoria suya y que, por eso mismo, se quedó para siempre con nosotros hasta que vuelva cuando sea el momento oportuno… entonces el fruto de la Semana Santa habrá sido grande y, con el mismo, podremos caminar hacia el definitivo Reino de Dios con la seguridad de hacer su voluntad.
Si estamos en la seguridad de que la entrega voluntaria y consciente de Cristo a una muerte fuerte, de cruz, fue hecha porque suponía cumplir con la voluntad de Dios y que era, precisamente, que entregara su vida perdonando y mostrando misericordia e intercesión por aquellos que le estaban matando y que, por eso mismo, la sangre vertida por Jesús no fue en vano sino, precisamente, para ganarnos la vida eterna… entonces el fruto de la Semana Santa habrá sido dulce y lleno del amor que Dios quiere para nosotros y por el cual entregó a su único Hijo, engendrado y no creado, para que diera la vida por sus hermanos, creados y no engendrados.
Si cuando el sábado fue de Gloria porque teníamos la esperanza de que Jesús iba a cumplir con lo que había prometido que iba a suceder y que, por eso mismo, en pocas horas volvería a la vida, resucitado, para enviarnos en misión al mundo a proclamar que estaba vivo y que nos convenía creer en Él, entonces, el fruto de la Semana Santa habrá sigo gozoso porque nos ha procurado saber que lo que tiene que pasar, según lo dicho por el Hijo de Dios, pasará.
Si, por último, con el Domingo de Resurrección, hemos considerado que es el más importante para los hijos de Dios y, en especial, discípulos de Cristo, porque el Maestro volvió para quedarse para siempre con nosotros y que, desde tal momento, se nos ofrece la posibilidad de salvarnos si mostramos aquiescencia a su voluntad y amor hacia su Palabra, entonces, el fruto de la Semana Santa habrá sido ciertamente palpable por nuestro corazón y con el mismo podremos demostrar, una vez más, que ¡Cristo vive! y que, por lo tanto, nuestra fe no es vana sino más que cierta y nuestra esperanza tiene una razón de ser y un nombre: Emmanuel, Yeshua, Cristo.
Hay muchas formas, por lo tanto, de vivir la Semana Santa pero, seguramente, también hay muchas de aprovecharla y de obtener un fruto dulce para nuestro corazón. A cada cual nos corresponde decidir si vale la pena recordar, año tras año, que Cristo murió por nosotros y que la vida eterna nos ha abierto una puerta por la que se entra creyendo en Jesucristo y confesando que creemos en Dios Todopoderoso. Tal es el requisito y, claro, ser consecuentes con la fe que decimos profesar.
Los frutos de la Semana Santa, por otra parte, no pueden ser amargos porque la muerte de Cristo fue la que fue porque estaba escrito que así fuera. Lo reconoció el profeta Isaías y, tras él, los acontecimientos que le dieron la razón a tantos siglos de distancia prueban, una vez más, que la voluntad de Dios ha de ser cumplida y que hacerlo es, sin duda alguna, el fruto más dulce y el sabor más cercano a la eternidad del que podemos disponer. Y está puesto ahí por el Creador.
Por otra parte, renovamos, hemos de renovar, la misión para que Jesucristo encomendó a sus primeros discípulos.
Puede parecer una rutina o, por mejor decirlo, algo que, año a año se produce, indefectiblemente, 50 días después de la resurrección de Nuestro Señor.
Es, nos referimos, con claridad, a Pentecostés.
Dijo Jesús, en el apogeo de la misión que le encomendó Dios, que no había venido a ser servido. Quería, diciendo eso, que no se le tomara por un rey terreno que necesita de servidumbre que le asista desde el momento más insignificante del día hasta los momentos más importantes de gobierno.
No. Jesús no había venido a eso y por eso, precisamente, muchos le rechazaron porque la promesa mesiánica (la llega del Mesías) la entendían de una forma muy humana, muy distinta y más llevada por la espada y la venganza que por el corazón y la misericordia.
Por eso dijo que, al contrario de lo que muchos de sus contemporáneos querían, había venido a servir. Y servir era hacerlo de muchas formas.
Una de las formas de cumplir con tal misión era la de transmitir la Palabra de Dios para que se comprendiese que, hasta en aquel momento, se había hecho un uso torticero de la misma creando multitud de normas que impedían, tras el follaje de la ley, ver la realidad espiritual de la voluntad de Dios.
Y aquí que Jesucristo, resucitado y dados los mensajes oportunos a aquellos que, en aquel momento, le seguía, los envía, por el ancho mundo de entonces a, en resumidas cuentas predicar.
Eso es, en esencia, Pentecostés: no quedarse parados en el camino hacia el definitivo reino de Dios sino decir, toque no toque decirlo, que la Verdad es, ciertamente, Verdad.
Nos corresponde, pues, servir. Sobre todo servir sin el miramiento del respeto humano ni el cálculo del relativismo
Quizá nos ayude, por si acaso se nos ocurre poner como excusa que, en realidad, no sabemos en qué sentido tenemos que servir, el texto en el que los Hechos de los apóstoles (2, 42-47) nos dice cuál era el comportamiento de los primeros cristianos porque, seguramente, muchas de nuestras dudas queden despejadas.
Y dice lo siguiente:
“Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado por los muchos prodigios y signos que los apóstoles hacían en Jerusalén. Los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. A diario acudían al templo todos unidos, celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos, alabando a Dios con alegría y de todo corazón; eran bien vistos de todo el pueblo, y día tras día el Señor iba agregando al grupo los que se iban salvando”.
Aquí está, perfectamente explicitada, la doctrina que, en cuando misión, se nos encomienda a los discípulos de Cristo:
-No renunciar a escuchar la Palabra de Dios.
-Hacer vida en común y, en general, formar comunidad de cristianos y no sucumbir al individualismo espiritual que se nos pretende imponer.
-Vivir unidos en la fe.
-Dar a quien lo necesita.
-No olvidar la asistencia a la Casa de Dios.
-No olvidar la merecida alabanza que debemos a Dios.
-No perder la alegría y hacer nuestras obligaciones espirituales con alegría y sin fingimiento.
No parece, esto, poco para cumplir la voluntad de Dios sino que, al contrario, nos marca un camino bastante exacto por el que caminar y por el que llegar al definitivo reino donde Jesucristo está preparándonos las estancias donde morar eternamente.
Y tal cosa, ni más ni menos, ha de ser Pentecostés: estar en misión, siempre, y saber que es obligación nuestra, personas que nos reconocemos hijos de Dios y que cumplimos, por eso mismo, con lo que tiene previsto para nosotros.
Otra cosa es alejarse, mucho, del tiempo espiritual en el que vivimos.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Nuestros mayores en la fe católica dicen
S. León Magno, en el número 77 de sus Sermones, nos habla, precisamente, de Pentecostés. Y nos dice que:
“La festividad de hoy, amadísimos, venerable en todo el orbe de la tierra, ha sido consagrada por la venida del Espíritu Santo, que, cincuenta días después de la resurrección del Señor, descendió sobre los apóstoles y la multitud de los fieles, como se esperaba, pues el Señor lo había prometido.
No que debía empezar ahora por primera vez a habitar en los santos, sino que iba a abrasar con más ardor y a inundar más abundantemente los corazones a él consagrados. Iba a colmar sus dones, no a iniciarlos; a ser más pródigo de sus bienes, no a comenzar su obra.
Nunca la majestad del Espíritu Santo ha estado separada de la omnipotencia del Padre y del Hijo. Todo lo que hace el gobierno divino en la dirección del universo procede de la providencia de toda la Trinidad. Una sola es allí la benignidad de la misericordia, una sola la corrección de la justicia. Ninguna es la división de la acción allí donde no hay ninguna distinción en la voluntad.
Lo que ilumina el Padre, lo ilumina también el Hijo y también el Espíritu Santo. Siendo una la persona del enviado, otra la del que envía y otra la del que promete, se nos manifiesta en conjunto la Unidad y la Trinidad, y comprendemos que la esencia divina posee sin admitir la soledad y que es de una misma sustancia sin ser de una persona.”
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Habla el Catecismo de la Iglesia Católica
Como no puede ser menos, el instrumento fundamental de nuestra fe, aquel que contiene lo esencial y sobre el cual debe discurrir nuestra vida de hijos de Dios que forman parte de la Esposa de Cristo, contempla el tiempo litúrgico de la Semana Santa como algo crucial en nuestra fe católica. Así, por ejemplo, en los números 559 y 560 nos dice esto que sigue:
“¿Cómo va a acoger Jerusalén a su Mesías? Jesús rehuyó siempre las tentativas populares de hacerle rey (cf. Jn 6,15) pero elige el momento y prepara lo detalles de su entrada mesiánica en la ciudad de “David, su padre’ (Lc 1, 32; cf Mt 21, 1-11) Es aclamado como hijo de David, el que trae la salvación (’Hosanna’ quiere decir ‘¡sálvanos!’, ‘Danos la salvación!’) Pues bien, el “Rey de la gloria’ (Sal 24, 7-10) entra en la ciudad ‘montado en un asno’ (Za 9,9): no conquista a la hija de Sión, figura de su Iglesia, ni por la astucia ni por la violencia, sino por la humildad que da testimonio de la Verdad (cf. Jn 18, 37) Por eso los súbditos de su Reino, aquel día fueron los niños (cf. Mt 21, 15-16; al 8, 3) y los ‘pobres de Dios’, que le aclamaban como los ángeles lo anunciaron a los pastores (cf. Lc 19, 38; 2, 14) Su aclamación ‘Benito el que viene en el nombre del Señor’ (Sal 118, 26), ha ido recogida por la Iglesia en el Sanctus de la liturgia eucarística para introducir al memorial de la Pascua del Señor.
La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la gran Semana Santa.”
El Catecismo de la Iglesia Católica, como no puede ser de otra forma, recoge lo que supone la Semana Santa como el momento crucial de la historia de la salvación de la humanidad. Y, en eso, el momento en el que el Hijo de Dios entra en la Ciudad Santa. Y lo hacer porque, sin duda, antes de su Resurrección debían pasar muchas cosas que empezaron a pasar cuando Jesucristo montó en aquel asno para entrar en Jerusalén.
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Camino, Verdad y Vida
Podemos imaginar, imaginemos, al Hijo de Dios, en meditación espiritual acerca de aquello que va a pasar pero, sobre todo, acerca de lo que sus discípulos, van a creer de todo aquello.
“Estoy más que seguro que allí, en la Jerusalén que veo desde Gethsemaní, hay muchos que esperan que vaya a predicar. Pero también los hay que quieren que vaya para atraparme y entregarme a las autoridades. ¡Ay, Ciudad Santa, si supieras a qué te enfrentas!
Estos que ahora duermen no acaban de comprender del todo qué significa eso que les he dicho bastantes veces: que voy a ir a Jerusalén y que voy a ser entregado a las autoridades. También que voy a morir de una forma no muy agradable y que luego voy a resucitar.
Eso último, lo de mi resurrección, yo sé que es materia de discusión entre ellos. Y sí, es fácil que así lo sea porque entre el pueblo elegido por mi Padre hay quien no cree que eso sea posible. Otros, sin embargo, sí creen que se pueda resucitar después de haber muerto…
Todos, sin embargo, saben que algo va a pasar. Y yo, que sé perfectamente lo que va a pasar no puedo estar más de acuerdo con todo. Y es que la Voluntad de mi Padre… y del suyo.
Queda, como siempre, una esperanza. Y cincuenta días después de que yo vuelva de entre los muertos, todos verán, se abrirán sus ojos; todos la verán”.
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El libro del cuatrimestre. En este número, los libros.
Está claro que no ha pasado un cuatrimestre desde que salió el anterior número de esta revista Fe y Obras, el 2. Sin embargo, aún sabiendo eso, ponemos aquí el siguiente libro que es lo que trata este apartado de la misma.
No podemos negar que el que esto escribe tiene, para este concreto apartado, dos libros publicados que vienen la mar de bien para el caso. Estos son, a saber:
De Ramos a Resurrección
De Resurrección a Pentecostés.
Podemos ver que estos dos libros abarcan todo el periodo que va desde el Domingo de Ramos hasta el día de Pentecostés. Digamos, por tanto, algo sobre ellos.
En el Plan de Dios existía un tiempo en el que su más perfecta creación iba a pasar por un mal momento. Y no es que el Creador dispusiera que así sucediera sino que el don de la libertad podría conllevar la toma de decisiones en un sentido equivocado. Y, ciertamente, así aconteció.
La buena voluntad de Dios se había manifestado con un hombre como Abrám. Entre ídolos paganos vivía aquel que iba a ser amigo del Creador. Y no vivió en malas condiciones: ni era pobre ni estaba en vías de serlo. Al contrario: disponía de muchos bienes y bien podemos decir que era un hombre de ciertos poderes económicos.
Decimos que era buena la voluntad de Dios porque cuando le propuso a Abrám que lo dejase todo (incluso su propio nombre) y fuese allí donde le dijera, quería que el ser humano (con aquel pequeño grupo) iniciase el camino de salvación.
Es fácil imaginar que muchos de los que vivían con Abrahám (ya Abrahám) no estaban de acuerdo con aquello de seguir lo dicho por un Dios al que no conocían, del que no tenían noticia y, por último, del que no sabían siquiera el nombre. Por eso algunos de ellos prefirieron seguir en aquel mundo de seguridad personal (con sus bienes a buen recaudo) y no andar por el desierto hacia no sabían dónde. Tal hizo, en aquel momento, su hermano Nacor.
Otros, sin embargo, aceptaron el reto que no era otro que iniciar una existencia tan nueva como suponía dejarlo todo a cambio de una promesa.
Aquellos hombres, mujeres y niños, de más o menos edad, fueron los primeros que siguieron, conscientemente, la voluntad de Dios. Quisieron hacer lo propio con Abrahám, en quien confiaron para ser su pastor por aquellos lugares ciertamente inhóspitos. Y se propusieron ser fieles a la palabra de Quien, con él, había hablado como si de un amigo se tratase.
Tendrían, sin embargo, que pasar muchos siglos para que aquella historia de salvación llegara a su culminación. Y es que hubo un tiempo en el que Dios quiso enmendar los muchos errores en los que los hombres habíamos incurrido y optó por enviar a su Hijo al mundo. Y entonces, conforme estaba escrito, el Cordero de Dios iba a ser llevado al matadero.
Jesús era consciente de que los últimos días de su vida, de su primera venida al mundo, no iban a ser muy agradables. Es decir, humanamente hablando lo iba a pasar muy mal: iba a ver, los demás también, cómo culminaba la persecución que había recaído sobre su persona desde que empezara a predicar tras su venida del desierto y haber vencido las tentaciones del Maligno; se iba a comprobar cómo era posible torcer las cosas de tal forma que se le inculpara de lo que no tenía culpa y se le acusara, con falsedad, sobre lo que no era cierto.
Muy a pesar de lo que cualquiera podría haber hecho en tales circunstancias (conocimiento de todo lo que tenía que pasar) el Hijo de Dios no se arredró ni quiso que pasara aquel cáliz que debía beber. Al contrario fue lo que hizo: entró en Jerusalén en olor de multitudes. Y aquella semana, que empezó el domingo que entrara en gloria en la Ciudad Santa, iba a tener un recorrido que culminaría con un humano fracaso pero con un espiritual triunfo.
De todas formas, la mayor victoria estaba aún por llegar. Vendría de su voluntad de cumplir la de Dios. Y sería como un espejo donde, en lo sucesivo, todo discípulo suyo debería mirarse para no errar en la forma de caminar hacia el definitivo Reino de Dios.
El caso es que todo el recorrido espiritual que se había iniciado con su bautismo en el Jordán por parte de Juan el Bautista, debía tener un final. Los últimos tiempos, inaugurados con su nacimiento en Belén, iban a tener una rúbrica, un final, ciertamente glorioso. E iban a ser recordados como unos que lo serían de sangre y luz: de sangre por la que vertería el Hijo engendrado de Dios y con la que regaría, abundantemente, la tierra desde entonces santa; de luz porque iluminaría la vida del ser humano hasta la segunda venida de Aquel que, en aquel escaso tiempo, iba a demostrar hasta dónde puede llegar alguien que ama a Dios Padre.
En un modo más que cierto, si miramos con atención aquellos días nos daremos cuenta de que fueron muy pocos. En apenas una semana lo malo culminó su malicia y lo bueno, su bondad. Todo sucedió, digamos, de domingo a domingo, de Ramos a Resurrección.
Por otra parte cuando Jesucristo murió, a sus discípulos más allegados se les cayó el mundo encima. Todo lo que se habían propuesto llevar a cabo se les vino abajo en el mismo momento en el que Judas besó al Maestro.
Nadie podía negar que pudieran tener miedo. Y es que conocían las costumbres de aquellos sus mayores espirituales y a la situación a la que habían llevado al pueblo. Por eso son consecuentes con sus creencias y, por decirlo así, dar la cara en ese momento era la forma más directa para que se la rompieran. Y Jesús les había dicho en alguna ocasión que había que ser astutos como serpientes. Es más, había tratado de librarlos de ser apresados cuando, en Getsemaní, se identificó como Jesús y dijo a sus perseguidores que dejaran al resto marcharse.
Por eso, en tal sentido, lo que hicieron entonces sus apóstoles era lo mejor.
Aquella Pascua había sido muy especial para todos. Jesús se había entregado para hacerse cordero, el Cordero Pascual que iba a ser sacrificado para la salvación del mundo. Pero aquel sacrificio les iba a servir para mucho porque el mismo había sido precedido por la instauración de la Santa Misa (“haced esto en memoria mía”, les dijo el Maestro) y, también, la del sacerdocio a través del Sacramento del Orden. Jesús, pues, el Maestro y el Señor, les había hecho mucho bien tan sólo con arremangarse y lavarles los pies antes de empezar a celebrar la Pascua judía. Luego, todo cambió y cuando salieron Pedro, Santiago y Juan de aquella sala, en la que se había preparado la cena, acompañando a Jesús hacia el Huerto de los Olivos algo así como un gran cambio se había producido en sus corazones.
Pero ahora tenían miedo. Y estaban escondidos porque apenas unas horas después del entierro de Jesús los discípulos a los que había confiado lo más íntimo de su doctrina no podían hacer otra cosa que lo que hacían.
De todas formas, muchas sorpresas les tenía preparadas el Maestro. Si ellos creían que todo había terminado, muy pronto se iban a dar cuenta de que lo que pasaba era que todo comenzaba.
En realidad, aquel comienzo se estaba cimentando en el Amor de Dios y en la voluntad del Todopoderoso de querer que su nuevo pueblo, el ahora elegido, construyera su vida espiritual sobre el sacrificio de su Hijo y limpiara sus pecados en la sangre de aquel santo Cordero.
Decimos, pues, que todo iba a empezar. Y es que desde el momento en el que María de Magdala acudiera corriendo a decirles que el cuerpo del Maestro no estaba donde lo habían dejado el viernes tras el bajarlo de la cruz, todo lo que hasta entonces habían llevado a sus corazones devino algo distinto.
El caso es que los apóstoles y María, la Madre, habían visto cómo se abría ante sí una puerta grande. Era lo que Jesús les mostró cuando, estando escondidos por miedo a los judíos, se apareció aquel primer domingo de la nueva era, la cristiana. Entonces, los presentes (no estaba con ellos Tomás, llamado el Mellizo) se asustaron. En un primer momento no estaban seguros de lo que veían pudiese ser verdad. Aún no se les habían abierto los ojos y su corazón era reacio en admitir que su Maestro estaba allí, ante ellos y, además, les daba la paz y les hablaba. Todos, en un principio, actuaron como luego haría Tomás.
Todo, pues, empezaba. Y para ellos una gran luz los iluminaba en las tinieblas en las que creían estar. Por eso lo que pasó desde aquel momento hasta que llegó el día de Pentecostés fue como una oportunidad de acabar de comprender (en realidad, empezar a comprender) lo que tantas veces les había dicho Jesús en aquellos momentos en los que se retiraba con ellos para que la multitud no le impidiese enseñar lo que era muy importante que comprendieran. Pues bien, entonces no habían sido capaces de entender mucho porque su corazón no lo tenían preparado. Ahora, sin embargo, las cosas iban a ser muy distintas. Y lo iban a ser porque Jesús había confirmado con hechos lo que les había anunciado con sus palabras y cuando le dijo a Tomás que metiera su mano en las heridas de su Pasión supieron que no era un fantasma lo que estaban viendo sino al Maestro… en cuerpo y alma.
Sería mucho, pues, lo que pasaría en un tiempo no demasiado extenso desde que el Hijo de Dios volvió de los infiernos hasta que el Espíritu Santo iluminara los corazones y las almas de los allí reunidos. Era, pues, aquello que sucedió entre Resurrección y Pentecostés.
***
Oremos
Todo estaba escrito,
desde Isaías, al menos,
Dios, en su amor total,
buscó el bien del hombre
y envió a su Hijo
al suplicio.
Todo estaba escrito,
y lo estaba por la salvación
de la semejanza del Padre,
aquel que en el abismo
había caído.
Todo estaba escrito,
la Semana de Pasión,
la muerte inmerecida,
la gloria que precedía,
el final ensangrentado
el Cristo más que ultrajado.
Todo estaba escrito,
y hasta un final anhelado,
día de envío, de misión,
Pentecostés, de aquel año,
quiso Dios que su pueblo
caminase hacia el Cielo
y que lo hiciera, con su Hijo,
llevado de su mano.
Todo estaba escrito
y bien pensado
por un Padre enamorado
de Su Hijo y sus hermanos.
***
Hasta que Dios quiera
Y nos despedimos hasta que Dios quiera porque es posible alguien pueda creer que no es hasta que Dios quiera pero nosotros bien sabemos que es, exactamente, hasta que la Voluntad de Dios así lo exprese y nosotros seamos capaces de poner, por obra, nuestra fe.
Eleuterio Fernández Guzmán
Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Una Semana como la de la Pasión de Cristo y un tiempo de salida como Pentecostés sólo puede ser regalo de Dios.
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Para leer Fe y Obras.
Para leer Apostolado de la Cruz y la Vida Eterna.
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