El reloj de Dios
El mes de noviembre, casi llegado el final de año y muy cercano el tiempo de Adviento, es un tiempo muy especial reservado para meditar acerca de nuestra realidad espiritual y, por eso mismo, material pues cuerpo y alma, alma y cuerpo, forman una realidad no separable aunque lo sea al final de esta vida de peregrinos.
Quien diga que nunca se ha preguntado cuándo será el momento en el que será llamado por Dios y qué supondrá eso, seguramente, se está engañando a sí mismo o, lo que es peor, querrá escapar de tan trascendente y trascendental pregunta cuya respuesta encierra el misterio más grande que un ser humano puede plantearse.
Así, morir, dejar de ser, olvidar el mundo por el que una vez caminamos es una realidad insoslayable o, lo que es lo mismo, todos los hijos de Dios debemos pasar por el momento en el que demos el testigo a nuestra alma para que lo lleve a los pies del Creador y se defienda, Ángel custodio mediando, ante el Tribunal más justo que jamás haya podido soñar un ser humano y que tiene como Juez Supremo al Todopoderoso.
Y es que, en realidad, por mucho que intentemos obviar tal realidad, Dios tiene un poder sobre nuestra existencia que no es que sea menguado, medio o grande sino que es total y absoluto: Él nos creó, él nos llamará. Así de sencillo y así de difícil de soportar por determinados espíritus en exceso liberados de la potestad y autoridad que tiene el Creador sobre toda su Creación. Por eso hay que estar preparados, como muy bien nos dice el Hijo, engendrado y no creado, que, como hombre, se llamó Jesús y que, como Dios, es Perfecto como lo era al encarnarse y vivir como uno de nosotros, en todo igual menos en el pecado.
Estar preparados para el momento exacto en el que Dios haga sonar su gloriosa trompeta y ponga sobre nosotros la señal inequívoca de ser llamados. Preparada el alma, limpia tanto como hayamos sido capaces de limpiar y listo el corazón para dar el paso último hacia su definitivo Reino. Y saber que habremos cumplido con la misión que se nos encargó y que tantas veces se nos hizo difícil de comprender y, sobre todo, de llevar a cabo pues somos seres humanos y privados, muchas veces, de tesón y perseverancia o, mejor, escondidas tales virtudes bajo cualquier celemín de egoísmo y falta de amor hacia Dios.
Sonará para nosotros, individual e íntimamente, la llamada de Dios. No sabemos cómo será pero estamos casi seguros de que, de alguna manera, se nos pondrá sobre aviso. Quizá nuestro Ángel Custodio, quizá alguna moción del Espíritu Santo o, en fin, como sea que quiera Dios hacer eso. Y, entonces, esperemos que no demasiado tarde para nuestra corrección espiritual, podremos decir, bien seguros de lo que hacemos, que nuestra intención ha sido la de salvarnos y no la de perdernos, que por eso hemos abandonado las tentaciones del Maligno y que las asechanzas del mundo y de la carne las hemos sabido (¡Ay!) evitar con fe y seguridad en la salvación eterna.
En realidad, el tiempo para Dios es muy distinto que para nosotros. Para el Señor, que todo lo ve y todo lo contempla, somos sus criaturas y, como tales, espera de nosotros comprendamos que ser llamados no es un acto de venganza por su parte sino uno de su santa voluntad que quiere que gocemos de las praderas de su definitivo Reino y por eso nos prefiere junto a Sí. Y es que Dios, que nos ama como nunca nosotros podremos amar, comprende que podamos sentir ver alejarse de nuestra realidad a nuestros seres queridos y, en fin, a nuestra circunstancias pero sabe que nos creó desde la eternidad, precisamente, para tal momento y no puede dejar pasar la oportunidad de volver a demostrar que todo lo ha hecho para y por nuestro bien aunque eso, a nosotros, como somos, a veces no nos sirva de mucho.
A una hora, a otra hora, con sus minutos y segundos (tiempo terrestre pero no eterno) seremos llamados. Entonces, quizá entonces, comprendamos todo el bien que se nos ha hecho y que muchas veces hemos rechazado cuando no olvidado. Y entonces, que para el mundo será tal día de tal mes será, para nosotros, el primer instante de nuestra vida eterna que, como diría Santa Teresa, durará para siempre, siempre, siempre.
Alejemos de nosotros, pues, el pecado. Con él nos olvidamos de que Dios es Padre aunque no de que es Misericordioso. Eso nos salva, al fin y al cabo, del total aniquilamiento de nuestro ser. Y es que Dios, que tiene el tiempo en sus manos, sabe que somos difíciles de convencer de una verdad, sin embargo, insoslayable y que consiste en tener en cuenta que el Creador, que hace del barro hombres estando en su aliento la misma vida ansía abrazarnos y que, para eso, antes hemos de morir al mundo y en el mundo.
No nos cause eso desazón ni tristeza: es para lo que estamos destinados.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Volver a Dios del que salimos…
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