Serie oraciones-invocaciones A Jesucristo, de San Agustín

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Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Dirigirse a Dios es un privilegio que sólo tienen aquellos que creen en el Todopoderoso. Debemos hacer, por tanto, uso de tal instrumento espiritual siempre que seamos capaces de darnos cuenta de lo que supone.

Y, ahora, el artículo de hoy.

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones –A Jesucristo, de San Agustín

San Agustín

“Señor Jesús, que me conozca a mi

y que te conozca a Ti,

Que no desee otra cosa sino a Ti.

Que me odie a mí y te ame a Ti.

Y que todo lo haga siempre por Ti.

Que me humille y que te exalte a Ti.

Que no piense nada más que en Ti.

Que me mortifique, para vivir en Ti.

Y que acepte todo como venido de Ti.

Que renuncie a lo mío y te siga sólo a Ti.

Que siempre escoja seguirte a Ti.

Que huya de mí y me refugie en Ti.

Y que merezca ser protegido por Ti.

Que me tema a mí y tema ofenderte a Ti.

Que sea contado entre los elegidos por Ti.

Que desconfíe de mí

y ponga toda mi confianza en Ti.

Y que obedezca a otros por amor a Ti.

Que a nada dé importancia sino tan sólo a Ti.

Que quiera ser pobre por amor a Ti.

Mírame, para que sólo te ame a Ti.

Llámame, para que sólo te busque a Ti.

Y concédeme la gracia

de gozar para siempre de Ti. Amén”

Como hermano nuestro pero, también, como Dios mismo hecho hombre, Jesucristo es a Quien podemos dirigirnos de una forma más que especial. Su corazón, de carne, misericordioso y bondadoso, siempre espera ser buscado para alcanzar, con su encuentro, el verdadero gozo espiritual que todo lo llena.

San Agustín, que tanto anduvo por el mundo en busca de encontrar a Dios y que, mediando las oraciones de su madre Mónica, también santa, halló la fuente e toda gracia y bebió en abundancia en ella, sabía que Jesucristo era a quien tenía que dirigirse para implorar mucho de lo que en esta oración dice.

Agustín quiere reconocer a Cristo en su corazón. Por eso pone en el mismo plano el hecho de conocer a Jesús y a él mismo. Quiere, pues, encontrarlo para que su dicha sea completa. Por eso le pide porque, a lo mejor, él no se siente capaz de alcanzar lo que pide por él mismo (sabe que sin Cristo nada puede hacer), no querer nadie más que a Cristo, odiarse a sí mismo (conoce lo que había sido en otras circunstancias de su vida) para amar a Jesucristo, humillarse (hacer humilde como Jesús siempre recomendó) para que brille para siempre y más que nadie, el Hijo de Dios.

Pero San Agustín sabe que en su vida tiene que haber mortificación y que la misma ha de tener como objetivo vivir en Cristo, aceptar todo lo que venga del Mesías y, sobre todo, dejar de ansiar y renunciar a lo que, como hombre, tenía porque sólo vale la pena seguir a Quien todo lo había entregado por él mismo y por toda la humanidad.

Escoger, entre el mundo y Cristo… siempre a Cristo. Y bien sabía aquel hombre, que tantas veces había hecho prevalecer en su vida al mundo sobre Cristo lo que eso quería decir.

También Agustín sabía que, como hombre, no valía nada y que debía buscar refugio en Jesucristo. Pero un refugio donde la protección de Cristo fuera la única que necesitara en su vida, llevada ya por las alas de Dios hacia su definitivo Reino.

Para Agustín, por otra parte, poner la confianza en Jesucristo no era una fórmula de sometimiento a Dios mismo sino un verdadero ejemplo de pasar de una forma de vida mundana a una de fe donde la obediencia misma a sus superiores tuviera asiento en el cumplimiento de la voluntad de Dios. Y ama, por eso, a Cristo; y sigue buscando, a sus semejantes, a Cristo.

San Agustín, aquel hombre que tanto había deambulado por el mundo en busca del placer simplemente mundano se dio cuenta de que el verdadero gozo no era de bienes del mundo sino de bienes de Dios. Por eso le pide a Jesucristo lo mejor que el Hijo de Dios puede darle y que se resume, sencillamente, en el encuentro eterno con Quien es hermano pero, también, es Padre y Espíritu Santo.

strong>Eleuterio Fernández Guzmán

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