Serie Humanae vitae - 2.- Lo básico, por elemental
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Panecillos de meditación
Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.
Panecillo de hoy:
Y, ahora, el artículo de hoy.
Presentación de la serie
Hace tiempo cayó en mis manos un ejemplar de la publicación original (año 1969) de la Carta Encíclica de Pablo VI Humanae vitae (Hv) Iba, y va, referida a la regulación de la natalidad. Y era de esperar que produjera polémica y que hiciera sufrir mucho a su autor.
Lo que no era de esperar, o sí, era que la contestación a la Hv se produjera, además de con la puesta en práctica de políticas contrarias a lo que indica la misma, dentro de la misma Iglesia por aquellos que parecen que ven un ejemplo de virtud oponerse a cualquier cosa que pueda emanar de la Santa Sede.
Pero es de pensar que los sectores sociales, políticos e, incluso, eclesiales, que se mantienen en contra (con hechos y palabras) no están muy de acuerdo con tal Encíclica, ni por lo que dice ni por la verdad que muestra.
Había razones para que se diera a la luz una Encíclica como la Hv: “La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida“ (Hv 11).
Por lo tanto, no se trata de la plasmación de ideas retrógradas ni pasadas de moda sino, al contrario, la fijación, una vez más, de lo que la Iglesia entiende que se tiene que hacer y llevar a cabo en un tema tan importante como el de la vida humana y el de la natalidad que, evidentemente, lleva aparejado.
Ante eso, ¿Qué es lo que se ha hecho desde los sectores sociales y políticos que se podían haber limitado a aplicar tal norma eclesial por sus benéficos postulados para la humanidad?
Pues, exactamente, todo lo contrario:
1.-Anticonceptivos
En materia de anticonceptivos está claro que los poderes públicos se han encargado de difundir el uso de los mismos. Sobre esto, el punto 17 de la Hv dice que “Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoístico y no como a compañera, respetada y amada”. ¿No es eso cierto?
2.-Píldora del día después
El uso de la píldora del día después, como método anticonceptivo digamos, distinto al ordinario que es el preservativo, supone una aplicación perversa de la anticoncepción y una clara manipulación de determinados sectores sociales.
Sobre esto, la Conferencia Episcopal Española, en nota de fecha 27 de abril de 2001 titulada “La píldora del día siguiente. Nueva amenaza contra la vida” dice (apartado 1) que “Se trata de un fármaco que no sirve para curar ninguna enfermedad, sino para acabar con la vida incipiente de un ser humano”.
3.-Aborto
El aborto ha sido política habitual de las sociedades que se dicen “avanzadas” cuando nada hay más retrógrado que acabar con la vida de un ser vivo humano y nada peor que llevar a cabo la implantación legal de tan aberrante práctica. Y en España tenemos ejemplos más que suficientes y recientes (véase legislación sobre el aborto) como para avergonzar a cualquiera.
Sobre esto dice la Hv (14) que “En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas”.
Y es que parece que, aunque hayan pasado más de 40 años desde que publicara, Pablo VI, la Encíclica Humanae vitae, las cosas siguen en su sitio o mejor dicho, en peor sitio porque suponía, tal documento, un “aviso” ante la situación que la natalidad estaba sufriendo en el mundo o, al menos, una indicación sobre lo que no se debía hacer.
En realidad, lo único que ha cambiado ha sido, por un lado, el lenguaje políticamente correcto de llamar a las cosas por nombres que no son y, por otro lado, la técnica que procura, de forma, digamos, más disimulada, el atentado contra la vida humana.
Y así, mucho más podemos decir al respecto porque los temas que el documento salido del corazón de Pablo VI refiere no son, precisamente, de poca importancia para la consideración cabal y con criterio católico de los mismos.
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2.- Lo básico, por elemental.
En materia de regulación de la natalidad y en todo lo que ello implica es de pensar que existen unos principios que todo católico tiene que respetar y llevarlos adelante aunque a veces eso pueda suponer algún tipo de dificultad relativa a la vida que lleva el ser humano en este valle de lágrimas.
La Hv no es escrita sin tener unos sólidos principios doctrinales que fundamentan la realidad que sostiene y que hacen incomprensible las críticas que desde dentro de la Iglesia católica se le han hecho y se le hacen. Por eso, a lo básico que, por elemental, es necesario conocer y defender, llama este documento “principios doctrinales” que estudia y, aquí, contempla, según la Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II (entonces, 1969, muy reciente) Gaudium et Spes (GS desde ahora).
El ser humano hay que tenerlo en cuenta en su totalidad o, lo que es lo mismo, no se puede disociar, separar y tener como elementos distintos, lo material de lo espiritual o, lo que es lo mismo “su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna” (Hv, 7). Es entonces cuando lo que podría parecer no tener cabida en el análisis de la natalidad humana, cabe y tiene derecho a ser tenido en cuenta.
¿Por qué entra la Hv a considerar estos aspectos?
Pues lo hace porque
En el tentativo de justificar los métodos artificiales del control de los nacimientos, muchos han apelado a las exigencias del amor conyugal y de una “paternidad responsable", conviene precisar bien el verdadero concepto de estas dos grandes realidades de la vida matrimonial”
No se puede decir, por tanto, que no haya una doctrina netamente católica al respeto de tales conceptos. La hay y es, además, sólidamente fundamentada.
Al respecto de la “paternidad responsable” dice el P. Iraburu (en su libro “El matrimonio en Cristo”) lo siguiente:
”Ninguna decisión conyugal es tan grave como la de aceptar o no que una nueva persona humana venga a este mundo. Por eso -dice el Vaticano II-, los esposos, ‘con responsabilidad humana y cristiana, cumplirán su obligación [de transmitir la vida humana] con dócil reverencia a Dios; de común acuerdo, se formarán un juicio recto, atendiendo tanto al bien propio como al bien de los hijos ya nacidos o por venir, discerniendo las circunstancias del momento y del estado de vida, tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de su propia familia, de la sociedad y de la Iglesia’” (GS 50).
En realidad, esto no es nada nuevo porque nada del otro mundo se dice si se sostiene que una persona que ha de nacer, que es traída por así decirlo, por sus padres, ha de venir bajo la responsabilidad inicial de sus progenitores. Por eso abunda la Constitución Pastoral traída por el P. Iraburu en unos aspectos tan importantes como son la reverencia a Dios, el común acuerdo, etc.
No debe extrañar, por lo tanto, que la Hv diga que
“En relación con los procesos biológicos, paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman parte de la persona humana.
En relación con las tendencias del instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad.
En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido.
La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores.”
Pero lo “peor”, para quien tenga en libre albedrío como único elemento recto en su vida, viene ahora cuando dice (en el mismo punto) que
“En la misión de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia”.
En realidad, decir que la voluntad de Dios al respecto de los padres es que continúen la labor de desarrollo de la especie humana no es nada raro ni debería producir pensamientos oscurantistas en según qué mentes porque no es nada que se pueda contradecir tener en cuenta, en la vida de un hijo de Dios la voluntad de su Padre.
¿Y qué decir al respecto del amor conyugal sin el cual resulta difícil sostener nada en este particular aspecto de la vida humana)
En el número 9 de la Hv, se sostienen, digamos, las características del mismo. Son éstas:
Es, ante todo, un amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo. No es por tanto una simple efusión del instinto y del sentimiento sino que es también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y a crecer mediante las alegrías y los dolores de la vida cotidiana, de forma que los esposos se conviertan en un solo corazón y en una sola alma y juntos alcancen su perfección humana.
Es un amor total, esto es, una forma singular de amistad personal, con la cual los esposos comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas. Quien ama de verdad a su propio consorte, no lo ama sólo por lo que de él recibe sino por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí.
Es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día en que asumen libremente y con plena conciencia el empeño del vínculo matrimonial. Fidelidad que a veces puede resultar difícil pero que siempre es posible, noble y meritoria; nadie puede negarlo. El ejemplo de numerosos esposos a través de los siglos demuestra que la fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera.
Es, por fin, un amor fecundo, que no se agota en la comunión entre los esposos sino que está destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas. “El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y contribuyen sobremanera al bien de los propios padres".
Vemos, pues, que el amor entre los cónyuges ha de ser total, fiel (exclusivo) y, por fin, fecundo, además de puramente humano (por material y espiritual). Y entonces, a lo mejor, se va entendiendo algo de las críticas que se han vertido y se vierten sobre este documento emanado del corazón de Pablo VI.
Sin ir demasiado lejos, el caso es que se trata, simplemente y sin más complicaciones, de algo tan elemental como es el respeto hacia lo que es la propia naturaleza y la finalidad del acto matrimonial. Y así lo establece, exactamente, la Hv.
Como, en este aspecto, el de la relación sexual, existe una concepción acerca de la que tiene la Esposa de Cristo al respecto de la misma bastante equivocada (creer, por ejemplo, que es algo pecaminoso o cosas por el estilo) está más que bien que hable quien de la misma tiene el siguiente sentido (Hv 11)
“Estos actos, con los cuales los esposos se unen en casta intimidad, y a través de los cuales se transmite la vida humana, son, como ha recordado el Concilio, “honestos y dignos” (11), y no cesan de ser legítimos si, por causas independientes de la voluntad de los cónyuges, se prevén infecundos, porque continúan ordenados a expresar y consolidar su unión. De hecho, como atestigua la experiencia, no se sigue una nueva vida de cada uno de los actos conyugales. Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por sí mismos distancian los nacimientos. La Iglesia, sin embargo, al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida”.
En realidad, resulta ocioso (aunque a lo mejor no tanto según están las cosas) decir que el Creador, que no hace nada mal, tampoco lo hizo en este caso. Es bien cierto que nada, aquí, es casualidad sino que la Providencia de Dios lo establece todo en beneficio de su criatura. Por eso mismo, todo el proceso de la aparición de una nueva vida humana tiene sus ciclos y está más que bien establecido que haya un tiempo dilatado en el que no se puede concebir otro ser humano y que, por ejemplo, también hay un tiempo al partir del cual una mujer no puede quedar embarazada. No será casualidad que este último tiempo lo sea a partir de cuando el ser humano, por su edad, está, lógicamente, menos preparado (aunque sea físicamente) para ayudar a crecer a un hijo. No hay, aquí, tampoco, casualidad alguna sino pura inteligencia e intervención exacta de Quien lo todo puede hacer y lo hace.
Pues bien, por muy raro que pueda sonar en el oído del hombre moderno, postmoderno y el de ahora mismo, se espera que cada función del ser humano cumpla con lo que tiene establecido que cumpla. También, claro, la que se refiere a la procreación. De aquí que en el número 12 de la Hv se diga esto tan evidente pero, ¡ay! tan poco comprendido y entendido:
“Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad.”
Parece, pues, que entre la unión sexual de hombre y mujer se espera que cumpla la finalidad que tiene establecida por Dios y que no es otra que perpetuar la especie humana en la tierra que el Creador le entregó para que dominara.
Podemos decir que lo que debe pasar en este aspecto y que no es debidamente comprendido por muchas personas. A esto lo llama la Hv “Fidelidad al plan de Dios” que supone, por parte de los hijos de Dios, mostrar una fe propia de quien es fiel a lo que el Creador ha establecido para cada uno de nosotros y, en particular, para el matrimonio entre hombre y mujer que es, además, el único posible a tenor de lo establecido en el Génesiscuando en 1, 28 dice Dios
“Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra.”
Y lo dice con toda claridad: “sed fecundos”. Y contra tal fecundidad van muchas de las técnicas hoy existentes, también aunque menos en tiempos de Pablo VI. Por lo tanto, contra la expresa voluntad de Dios.
Todo esto, además, lo dice muy bien el Beato Juan XXIII cuando, en su encíclica Mater et Magistra dice, en el punto 194, lo siguiente:
“La vida del hombre, en efecto, ha de considerarse por todos como algo sagrado, ya que desde su mismo origen exige la acción creadora de Dios. Por tanto, quien se aparta de lo establecido por El, no sólo ofende a la majestad divina y se degrada a sí mismo y a la humanidad entera, sino que, además, debilita las energías íntimas de su propio país.”
Y, ante esto sólo se pude decir Amén; o sea, así es.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Con el tiempo hemos visto que el Papa Pablo VI tenía razón, y Juan Pablo II y Benedicto XVI.
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