Nuevo libro: De Santos y Vírgenes

Por la libertad de Asia Bibi y Youcef Nadarkhani.

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De Santos y Vírgenes

Título: De Santos y Vírgenes
Autor: Eleuterio Fernández Guzmán
Editorial: Lulu.com
Páginas: 187 (Tapa dura)
Dimensiones: 20,96 cm de ancho x 27,31 cm de alto
Precio aprox.: 12 € en formato libro; 1€ formato pdf.
ISBN: 580083131135
Año edición: 2012
Lo puedes adquirir en Lulu.com

De Santos y de Vírgenes (Eleuterio Fernández Guzmán)

Podríamos decir que Imitar a Cristo es el camino hacia la santidad porque el Hijo de Dios nos marca la senda, comportamiento, hechos y doctrina del Mesías, por la que tenemos que caminar para llegar al definitivo Reino de Dios.

Por eso, la vida de aquellas personas que, dentro de la Iglesia católica, han subido a los altares y han sido declarados santos, no deja de tener interés porque bien es sabido que del ejemplo de las mismas pueden sacarse conclusiones que muy bien nos pueden ir a los demás miembros de la Iglesia católica.

De muchas maneras se puede definir la palabra “Santo”. Por ejemplo, es santa aquella persona que ha amado a Dios sobre todas las cosas, cumpliendo, así, su voluntad.

Por tanto, por la forma del amor, a nadie le está vedado ser santo sino, al contrario, favorecida tal posibilidad porque depende de nuestra voluntad cumplir tal mandamiento divino. Y hay muchos creyentes católicos a los que se les ha reconocido tal manifestación del amor.

Es bien cierto que ante la situación de la fe por la que pasa nuestra sociedad, bien podemos exclamar, con San Josemaría, lo que éste dice en el nº 301 de su libro “Camino”: “Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres “suyos” en cada actividad humana. —Después… “pax Christi in regno Christi” —la paz de Cristo en el reino de Cristo”.

Por su parte, Benedicto XVI, al referirse al día de Todos los Santos, en 2007, dice que el cristiano “ya es santo, pues el Bautismo le une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo tiene que llegar a ser santo, conformándose con Él cada vez más íntimamente”. Entonces “A veces se piensa que la santidad es un privilegio reservado a unos pocos elegidos. En realidad, ¡llegar a ser santo es la tarea de cada cristiano, es más podríamos decir, de cada hombre!”.

Realidad de Cristo es que los hijos de Dios formamos parte del Cuerpo de Aquel (imagen, ésta, dotada de mucha fuerza, porque representa todo el depósito de la fe en la que vivimos y existimos)

Por otra parte, dice el evangelista Mateo, o recoge, una expresión de Jesucristo que centra, muy bien, la cuestión de la santidad porque supone, en realidad, un buen punto de partida para la consideración por la cual a determinados creyentes se les acaba elevando a los altares: “sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48) que es, más exactamente, una parte de lo que sigue al Sermón del Monte en el que predicó acerca de las Bienaventuranzas. Y es buscando tal perfección como, con errores incluidos, los santos han acabado siendo santos.

Tenían que ser, pues, perfectos, aunque sabemos que no es, tal realidad espiritual, nada fácil de conseguir. Por eso, vale la pena recordar lo que en el Génesis (17,1) dice Dios: “Anda en mi presencia y sé perfecto” porque, al menos, nos dice que tenían que tener presente, siempre, a Dios en sus vidas y tal presencia la transformaron en fruto y así poder decirse de tales creyentes lo que San Josemaría dice y que no es otra cosa que “Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación que todos pudieran decir al verte o al oírte hablar: éste lee la vida de Jesucristo” (número 2 de “Camino”). Y, así, tal aceptación de lo que fue la existencia del Hijo de Dios se vio reflejada en las circunstancias de los que, con el tiempo, serían santos.

Pero, para que tengamos conciencia de lo que la santidad supone, el Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen Gentium (11) dejó dicho que “Todos los fieles, cualesquiera que sean su estado y condición, están llamados por Dios, cada uno en su camino, a la perfección de la santidad, para lo que el mismo Padre es perfecto”. Entonces, “A todos los cristianos nos pertenece, por propia vocación, buscar el reino de Dios, tratado y ordenado según Dios los asuntos temporales” (Ibídem, 31). Y eso es lo que hicieron los santos aunque bien sabían que, como dejó escrito san Pablo en la Segunda Epístola a los Corintios (4,7) “Llevamos este tesoro en vasos de barro para que aparezca que la extraordinaria grandeza del poder es de Dios y que no viene de nosotros“. Perseveraron y, en cierto sentido y ya en vida, vencieron a la tendencia muy humana de huir de lo que nos cuesta esfuerzo, entrega o trabajo.

Ordenar la vida según Dios es lo que, fundamentalmente, les acercó a la santidad, lo que les procuró el Amor del Padre y lo que, al fin y al cabo, les hizo ser santos.

Bien sabemos, sin embargo, que todos los santos que en el cielo están no son todos los que, en verdad, existe porque muchos a ellos, seguramente, nunca les será reconocida tal situación. Sin embargo, los que aquí se van a traer son algunos de los que están y, también, son.
Y, sin embargo, todo responde a la voluntad de Dios, como bien recogen las Sagradas Escrituras:

“Sed santos para mí, porque yo, Dios, soy santo, y os he separado de las gentes para que seáis míos”, en Lev 20,26.

“Pero el que guarda sus palabras, en ese la caridad de Dios es verdaderamente perfecto. En esto conocemos que estamos en Él”, en 1Jn 2,5.

“Por cuanto que en Él nos eligió antes de la constitución del mundo para que fuésemos santos e inmaculados ante Él en caridad”
, en Ef 1,4.

Por eso, porque fueron elegidos desde la misma eternidad, merecieron la santidad.

Y, también, gracias deben ser dadas a Dios por tanta manifestación de su gracia que nos va a permitir, en las medidas de nuestras posibilidades, traer aquí algunos de los frutos de su alma.

Por otra parte, los cristianos reconocemos que María, Madre de Dios y Madre nuestra, tiene un lugar muy importante en nuestra vida. Además, los católicos sabemos que tal lugar lo ocupa también por ser intercesora nuestra y porque el Amor de Dios nos la ha entregado dotada de unas virtudes y cualidades que enriquecen su persona.

Por tanto, aunque la naturaleza humana de María, esencialmente igual a la nuestra (pues todo ser humano es semejanza de Dios) no es menos cierto que las cualidades que la adornan le conceden una situación espiritual privilegiada.

A este respecto, C.S. Lewis, en su “Mero cristianismo” apunta hacia algo que es muy importante cuando dice que “Las creencias católicas sobre este tema se sostienen no sólo con el fervor inherente a toda creencia religiosa sincera sino (muy naturalmente) con la peculiar y, por así decirlo, caballerosa sensibilidad que un hombre experimente cuando el honor de su madre o de su amada están en cuestión”.

Por eso mismo bien sabemos que María siempre nos cuida, que siempre nos ayuda en nuestras necesidades, que nos echa una mano para vencer las tentaciones, que es nuestro socorro, que es un don que Dios, graciosamente, entregó al mundo, que es, sobre todo, Madre de Dios y Madre nuestra. Y cuando Jesús, en su cruz colgado, encomendó a Juan, el discípulo amado, que cuidara de Su Madre hizo algo más: nos la entregó para que fuera, también, Madre nuestra.

En la encíclica Redemptoris mater, el Beato Juan Pablo II Magno dice sobre el hecho citado que “Sin lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la particular atención del Hijo por la Madre, que dejaba con tan grande dolor. Sin embargo, sobre el significado de esta atención el ‘testamento de la Cruz’ de Cristo dice aún más. Jesús ponía en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo, del que confirma solemnemente toda la verdad y realidad. Se puede decir que, si la maternidad de María respecto de los hombres ya había sido delineada precedentemente, ahora es precisada y establecida claramente; ella emerge de la definitiva maduración del misterio pascual del Redentor” (Rm 23).

Por tanto, “esta ‘nueva maternidad de María’, engendrada por la fe, es fruto del ‘nuevo’ amor, que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo” (Rm 23). Por eso no puede quedar, en los que nos consideramos hijos de Dios, la maternidad de María como una gracia de Dios pero que no afecte a nuestro corazón.

Muy al contrario, como dice San Josemaría en “Es Cristo que pasa” (143) “Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí hace ya muchos años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde entonces he vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy a hacer aquí muchos razonamiento, con el fin de glosar esa idea: os invito más bien a que hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos, tratando amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras alegrías y vuestra penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a Jesús”.

No extrañe, por lo tanto, que en tantos lugares del mundo hayan tomado a María como Madre suya y se la ame como en cada lugar entienden tal amor.

Y este libro se refiere, por lo tanto, a algunos fieles católicos que han subido a los altares (es de imaginar que de todos sería imposible) como a algunas de las advocaciones que la Santísima Virgen María tiene a lo largo del mundo.

Eleuterio Fernández Guzmán

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