Frutos eucarísticos en San Josemaría
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“La Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo
hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios
por cada hombre”
Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis (1)
Sumario
1. Introducción: alimento para el alma. 2. Reparación de fuerzas. 3. Acción de gracias. 4. Ofrecimiento de sí. 5. Perfección de sí.
1. Introducción: alimento para el alma
“Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal
la unión íntima con Cristo Jesús” (Catecismo de la Iglesia Católica 1391)
Con apenas cuatro años de diferencia, el beato Juan Pablo II y Benedicto XVI dedicaron su esfuerzo intelectual y de fe a analizar un tema tan esencial como es de de la Eucarística. Si bien el primero de ellos dedicó una Carta Encíclica y el Papa alemán lo ha hecho con una Exhortación Apostólica Postsinodal (2), el caso es que, sustancialmente, ambos documentos (salvadas las distancias sistemáticas y orgánicas) tienen un sentido único: precisar que la Eucaristía es alimento para el alma y, por eso, para la persona, pues es “verdadero banquete, en el cual Cristo se ofrece como alimento” (3).
Aquí no se trata de analizarlos sino, más bien, de hacer un acompañamiento a los mismos centrado en, sobre todo, lo que supone la Eucaristía, esa acción de gracias a la que dio forma Jesucristo en aquella última cena y primer recuerdo de su sacrificio, para nosotros, sus hermanos y, por eso, hijos de Dios.
Como era lógico pensar, para que el recuerdo de lo hecho por Jesucristo perviviera eternamente en la memoria de sus discípulos hacía falta que algo de carácter simbólico y, a la vez, real, nos sirviera de apoyo para aquello. Así, nos proporcionó lo que nutre nuestro espíritu, el momento idóneo en el que podemos dar fuerza a nuestra estructura humana, el instante en el que, asumiendo su naturaleza divina, aceptamos la esencia de Dios en nosotros. Y ese no es otro que la Eucaristía.
Así, como nutrición, nos servimos de la Palabra de Dios que se proclama en esta acción de gracias, y, como sabemos por experiencia, se produce una vivificación de las entrañas espirituales porque están constituidas, sílaba a sílaba, por la boca creadora de Dios, de donde sale toda palabra buena. Nutrición que suple nuestras deficiencias y tibiezas y nos proporciona esa savia con la que podemos sentir revivir nuestro mismo ser; apreciamos, en el sacrificio eucarístico, la entrega salvífica de Jesucristo y, por eso, agradecemos tal esfuerzo por cumplir la voluntad de su Padre.
Con ella, y en ella, encaminamos, al alma, a un fin claro y determinado, ya, por Dios: dar vida inmortal a la parte espiritual de la que nos componemos como personas. Y, por eso, sucede, en nosotros, como si nos atravesara el corazón una daga muy parecida a la que atravesó a María y que profetizara Simeón ya sabemos cuándo pero no por sentir la muerte de Jesús en el sentido que la sintió su Madre, realidad inalcanzable para nosotros, sino por vernos reflejados en los ojos de Dios a vista de la sangre de su Hijo.
Por eso, nos sentimos con el alma en vilo cuando vemos lo que se hace con Dios, cuando se le abandona en el desván del recuerdo apartándolo del mundo como si no lo hubiese creado Él, pretendiendo, así, con su olvido, erigirse, su criatura, en el poder omnipotente de su vida, que no tiene y en el director de su existencia, que no es. Y se nos va el alma por amor a Cristo, porque nos la da en su acción de gracias, y nos sentimos “locos por el amor de Cristo”, como dijo San Josemaría en animada tertulia, por querer imitar, aunque sea, sus comportamientos aunque nos podamos sentir tan alejados, a veces, de tan digno hacer y nos llega al alma, nutrida con sus palabras, la entrega a los demás sin preocuparse del tiempo, el amor mostrado en cada gesto que de sí salía, la lucha por difundir que el Reino de Dios ya había llegado, el perdón a los que le ofendían (y no sólo en su Pasión), la misericordia, entrañas, al fin y al cabo, de Dios, que Él, por eso, tenía.
También, gracias a la Eucaristía llevamos en el alma, prendido, el espíritu de Dios, renovando nuestro bautismo con el aliento del Creador, que nos acompaña, en nuestro vivir, y por eso, por esa gratitud que le debemos, afeamos el alma cuando pecamos, cuando nos sumimos en la tristeza de la ofensa a Dios y, entonces, nos pesa, sentimos como si lo escuchado en los textos sagrados que han sido proclamados (los antiguos y los nuevos, ambos inspiración divina) nos atrajera hacia la fosa que tanto canta el salmista, como inspirándonos una súplica de perdón por tal cosa hecha, y se nos parte el alma cuando, ataviados con equipaje de sentimiento, acaparado en la transustanciación, vemos como pierde el desvalido; como el menos deja de ser hasta eso, menos; cuando el que es predilecto de Dios es manipulado por los que se creen sus defensores pero son ajenos a la defensa misma, y sabemos que su teología es, quizá, más logía, más tratado, más ciencia, que teo, menos Dios para ser más hombre.
Y gracias a la Eucaristía, nosotros queremos tener el alma bien puesta, y vivir de ella, como la Iglesia, al igual que dice el beato Juan Pablo II, y hacer de ella ese sacramento de caridad del que habla Benedicto XVI para ser herederos, verdaderos y concernidos por ello, de la gracia de Dios, transmisores de su luz, hacedores de los bienes inmortales del Sacramento. Y por eso, nos alimentamos de las especies, y esas especies no son sólo pan y vino, como sabemos, y eso nos conforma con Jesucristo como hermanos y, por eso mismo, como hijos de Dios-Creador.
Y de la Eucaristía se obtiene, se asimila, se alcanzan, una serie de frutos para nuestra vida de hijos de Dios.
2. La reparación de fuerzas
Como si acudiéramos a la fuente en la que la samaritana se socorría del líquido elemento para ella y para su familia (4) con ánimo de saciar la sed del cuerpo, del acudir a la Eucaristía se obtiene un, a modo, de beneficio. Pero éste no lo es para el cuerpo (5), aunque también, sino para el Espíritu que, morando en nosotros, necesita del alimento que podemos gustar en la acción de gracias por antonomasia. Mediante la liturgia, con ella, como “culto religioso público de la Asamblea de los creyentes convocada y reunida expresamente para el Divino servicio” (6) podemos vernos afectados en una medida buena, rebosante, de eso que se da en llamar reparación de fuerzas, algo sin lo cual no es posible entender un aprovechamiento cabal de la Santa Misa porque, como muy bien dejó dicho el beato Juan Pablo II (7), refiriéndose a la Eucaristía, “así prepara la renovación de las personas y, poco a poco, la renovación del mundo” y para que, después del Ite Missa Est podamos reconocernos, mejor, en nuestra fe (8).
Pero ¿cómo se reparan muestras fuerzas del Espíritu?; es más, ¿qué hay que renovar en nosotros y por qué?
Tenemos, pues, que responder a las preguntas qué reparar, por qué reparar y cómo se produce la reparación lo cual nos dará, aproximadamente, una idea de lo que es la reparación de fuerzas, ese fruto que la semilla plantada por Cristo en el Cenáculo se obtiene.
Con esa reparación lo pretendido es llevar a cabo “una tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo” (9) ya que, como bien dijo el Mesías (10) “El que como mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. Pero el objetivo, soñado y buscado desde que el pueblo elegido caminara por el desierto es ese “y yo lo resucitaré el último día”. He aquí la razón por la que reparar y la causa reparadora.
Qué, por qué y cómo reparar
“Y el Señor se nos manifiesta cada vez más exigente, nos pide reparación y penitencia…”
Amigos de Dios, 304
Es evidente que acudir a la Eucaristía no es, sólo, deseo de cumplir con la obligación básica que tiene todo católico sino que, por eso mismo, hemos de de sentir necesidad de que, en ella, se nos remiende el alma. Y por eso tenemos algunos aspectos de nuestra vida que debemos traer a colación, a esta colación santa que es la Misa, para que, a ser posible, salgamos de ella mejor que entramos.
En sí misma, la palabra reparar tiene un sentido, primero, relativo al arreglo de algo que está roto. Sin embargo, también, tiene, en un sentido más profundo, el desagravio o satisfacción que hay que dar al ofendido.
Cabe, por lo tanto, hacer, aunque sea someramente, mención de qué es lo que hay que reparar. A grandes rasgos, lo que sigue:
El pecado, así dicho, en general. A sabiendas de que si es venial, queda limpio con la comunión y si es mortal, necesita de confesión.
Nuestras propias caídas personales:
Nuestra forma de ser
Nuestro egoísmo
Nuestra falta de humildad
Nuestra falta de entrega al otro
Nuestra falta, sobre todo, de amor.
Nuestra ansia por el siglo, abandonando, por eso mismo, nuestra
relación con Dios.
Reparar es, así, limpiar nuestro corazón de impurezas que nos retrotraen al tiempo en el que Dios estaba lejos de nuestra existencia.
Además, aquello que tenemos que reparar no es, sino, una manifestación de la cruz, nuestra, que tenemos que cargar para seguir a Jesús. En tal momento “El Señor se nos manifiesta cada vez más exigente, nos pide reparación y penitencia, hasta empujarnos a experimentar el ferviente anhelo de querer vivir para Dios, cavados en la cruz juntamente con Cristo” (11).
Sin embargo, ni siquiera la reparación de fuerzas nos la podemos atribuir como si fuera cosa nuestra a pesar de que sea cosa nuestra por ser responsables de su necesidad y concurrencia en nuestra vida sino que “la grandeza del poder que se advierte en nosotros es de Dios y no nuestra” (12)
Por tanto, hemos de rectificar “la intención”, amar “el dolor en Él, con Él y en Él” (13) porque sólo uniendo nuestra “pobre expiación a los méritos infinitos de Jesús” (14) podemos reparar, por así decirlo, el daño causado y restaurar nuestras heridas del alma.
Siendo, por tanto, la Eucaristía, rememoración del sacrificio del Hijo de Dios, no es de poca importancia reconocer que la reparación de fuerzas resulta fruto gozoso y dulcísimo del Sacramento de reconciliación y cuerpo y sangre de Cristo como instantes infinitos de una eternidad donada por Dios.
3. La acción de gracias
Si hay un fruto que, por eucarístico es, además, muy característico de la Eucaristía misma es, por supuesto, la acción de gracias sin la cual no ofrecemos demostración espiritual de haber comprendido el significado de la Eucaristía.
Dice San Josemaría en “Es Cristo que pasa” (92) lo siguiente:
“No ama a Cristo quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos, delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos, pero que son siempre expresión de un corazón apasionado. De este modo hemos de asistir a la Santa Misa. Por eso he sospechado siempre que, los que quieren oír una Misa corta y atropellada, demuestran con esa actitud poco elegante también, que no han alcanzado a darse cuenta de lo que significa el Sacrificio del altar.
El amor a Cristo, que se ofrece por nosotros, nos impulsa a saber encontrar, acabada la Misa, unos minutos para una acción de gracias personal, íntima, que prolongue en el silencio del corazón esa otra acción de gracias que es la Eucaristía. ¿Cómo dirigirnos a El, cómo hablarle, cómo comportarse?
No se compone de normas rígidas la vida cristiana, porque el Espíritu Santo no guía a las almas en masa, sino que, en cada una, infunde aquellos propósitos, inspiraciones y afectos que le ayudarán a percibir y a cumplir la voluntad del Padre. Pienso, sin embargo, que en muchas ocasiones el nervio de nuestro diálogo con Cristo, de la acción de gracias después de la Santa Misa, puede ser la consideración de que el Señor es, para nosotros, Rey, Médico, Maestro, Amigo”.
Todo, así dicho, es acción de gracias. Y lo es porque:
Acción de gracias es esforzarse en vivir la Eucaristía con devoción y cariño.
Acción de gracias es manifestar que el corazón, nuestro, es apasionado por recibir tal misterio.
Acción de gracias es reconocer en el sacrificio de Cristo causa de nuestra fe.
Acción de gracias es saberse, uno mismo, como creyente y como persona individual que recibe a un Dios personal, objeto de los propósitos del Creador.
Acción de gracias es reconocerse inspirado por el Espíritu Santo en la conducción de nuestra vida.
Por eso, tal acción de gracias proviene de la Eucaristía que nos ofrece, a los creyentes, el amor que tanto necesitamos y que, en nuestras tribulaciones, nos sana y salva.
4. El ofrecimiento de sí
En la Eucaristía recordamos a Quien hizo de su vida un ofrecimiento íntegro. “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (15) dijo y tal amor, radical y extremo, supone la manifestación, al fin y al cabo, de la misericordia de Dios.
Ofrecerse, por tanto, as í mismo fue la forma de cumplir la voluntad del Padre.
Así, en la celebración eucarística traemos al hoy ordinario una forma de ser extraordinaria y llevamos a nuestro corazón de fieles la posibilidad de ofrecernos al igual, en el sentido espiritual, que lo hizo nuestro hermano Jesucristo.
Decimos, por lo tanto, que el ofrecimiento de sí es un fruto de la Eucaristía del que gozamos pero, también, del que podemos recibir no poco sufrimiento. Al fin y al cabo, darse a sí mimos puede tener, en lo humano, su grado de dificultad.
Sin embargo, “En tu vida, si te lo propones, todo puede ser objeto de ofrecimiento al Señor, ocasión de coloquio con tu Padre del cielo, que siempre guarda y concede luces nuevas” (16).
Al respecto de lo aquí apuntado. San Josemaría da varias claves para entender el ofrecimiento de sí: en primer lugar, es algo voluntario (“si te lo propones”, dice); en segundo lugar el qué puede ser objeto de ofrecimiento que es “todo”, sin límites humanos o menoscabos egoístas.
Es más, el ofrecimiento de sí tiene, o puede tener, por parte de Dios, la concesión de “luces nuevas” porque dice la Sagrada Escritura que “El trabajador tiene derecho a su salario” y, en materia espiritual no hablamos de nada que no se a tal nivel de vivencia del alma.
Deducimos, también, de lo dicho por San Josemaría en el punto citado de Forja que el ofrecimiento de sí no es algo que se deba guardar para la vida eterna sino que es para “tu vida”, para nuestra vida y que, por tanto, en nuestra diaria existencia, podemos, debemos, llevarlo a cabo.
Tras el Ite Missa Est nos queda a los discípulos de Cristo, cumplir con nuestra parte de ofrecimiento al Señor y, así, al mundo.
5. La perfección de sí
El sacrificio eucarístico supone, por ser ejemplo de entrega de Cristo, una forma exacta de mostrar hasta donde puede llegar la perfección de sí.
Por eso, cuando en la Eucaristía recordamos lo que el Hijo de Dios hizo por sus hermanos e, incluso, por los que no querían saber nada de Él, hacemos mención de la mejor forma de perfeccionar el espíritu y el corazón en un mundo que persigue, por lo general, lo bueno para acogerse a lo malo y peor.
Es más, podemos llegar a la perfección espiritual que es la que el Hijo de Dios quería (“Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial”, recoge san Mateo en 5, 48) para sus discípulos a partir de la comprensión de lo que significa la Eucaristía y el fruto que podemos gozar con ella.
Así, dice San Josemaría, en “Amigos de Dios” (18) que “Al considerar la entrega de Dios y su anonadamiento —hablo para que lo meditemos, pensando cada uno en sí mismo—, la vanagloria, la presunción del soberbio se revela como un pecado horrendo, precisamente porque coloca a la persona en el extremo opuesto al modelo que Jesucristo nos ha señalado con su conducta”.
Y es que tal modelo lo es en el sentido de reconocer, en el mismo, la perfección de sí llevada a su máximo extremo, el del amor.
También, la perfección de sí tiene una relación natural con el humillarse, con ser humilde, y así expresarlo en la vida ordinaria. Por eso si Jesús “se humilló siendo Dios” (19) falta la humildad por parte del discípulo que “engreído por su propio yo, pretende enaltecerse a toda costa, sin reconocer que está hecho de mal barro de botijo” (20).
A este respecto, ¿Hay una forma más clara de humillarse, de ser humilde e, incluso de dejarse dominar por la mentira de un juicio inicuo y entregarse a las manos de unos acusadores comprados?
Fruto, pues, eucarístico, es la perfección de sí porque mucha relación directa tienen con la misma salvación eterna la cual aguardamos como esencial donación de Dios. Y tal forma de actuar es, sin duda, manifestación de lucha interior porque “hacer con perfección las pequeñas cosas de cada día” (21) es una forma de perfección de sí digna de tener en cuenta.
NOTAS
(1) “Ecclesia de Eucharistia” (EU), fechada el día 17 de abril de 2003, Jueves Santo.
(2) “Sacramentum Caritatis” (SC), fechada el 22 de febrero de 2007, fiesta de la Cátedra del Apóstol san Pedro.
(3) Beato Juan Pablo II, EU (16).
(4) Jn 4, 1-43.
(5) Entiéndase bien esto. No se quiere decir que el cuerpo, como constitutivo físico del ser humano no se beneficie sino que lo hace de forma secundaria, tras la, digamos, reconstrucción del alma rota. Esa restauración impele al hombre a emprender empresas que sin la fuerza espiritual, intacta, no serían posibles. Pero, en primer lugar, corresponde al alma sanar; luego, el resto es beneficio añadido. Es decir, algo que se añade a lo que ya se tiene y mejora la totalidad del ser.
(6) En palabras exactas del Profesor D. Claudio Josemaría Altisen, en su “Liturgia Católica (Curso breve de fundamentación)”, que podemos encontrar en www.librosenred.com.
(7) En el Congreso Eucarístico Internacional (que celebraba el Congreso Centenario) llevado a cabo en Lourdes, en 1981.
(8) Así, Benedicto XVI, en la citada Sacramentum Caritatis habla de la “relación entre la Misa celebrada y la misión cristiana en el mundo” (SC 51). Por eso, tras la reparación de fuerzas somos capaces, si así lo hemos hecho, si así lo hemos sentido y recibido, de transmitir, con nuestra vida, haciendo gala de una unidad de existencia que no dilapide nuestra fe, de aquello que nuestro corazón ha, al menos, rozado en los diversos momentos eucarísticos.
(9) Beato Juan Pablo II, EU (18).
(10) Jn 6,54.
(11) Es Cristo que pasa, 304.
(12) Ídem anterior.
(13) Forja, 604.
(14) Ídem anterior.
(15) Jn 15, 13.
(16) Forja 743.
(17) 1 Tm 5, 18.
(18) Amigos de Dios, 112.
(19) Ídem anterior.
(20) Ídem nota 18.
(21) Forja, 85.
Eleuterio Fernández Guzmán
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6 comentarios
La hora de oración silenciosa de mas de un millón de jóvenes y el hecho de que B XVI suprimiera por la tormenta los diálogos previstos pero no la adoración dice mas de la centralidad de la Eucaristía en la Iglesia que tres encíclicas.
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-Tremenda sentencia para quien no conoce lo que en visión teológica, como celestial boda, es la integración copulativa de lo que siendo luz genera vida.
Y no obstante es verdad, pues, sin metáfora o tropo: "Si no coméis mi carne y no bebéis mi sangre no tendréis vida eterna"
-¿Os imagináis a los doce en la Última Cena, así tal como suena: despedazando y comiéndose y bebiéndoase el cuerpo y sangre de Jesús?
¿Qué transformación psíquica les hubiera acontecido de resultas de esta divina digestión?
- Y de entre el ser despedazado, -que no es ser muerto- de su cuerpo comido y bebido en esta Última Cena. Y el blasfemo Calvario, de la Pasión y muerte; Y ser enterrado:
¿Qué hubiera preferido Jesús: Resucitar dónde y cómo de su sepulcro resucitó. O, sin morir, después de ser comido y bebido, Él, revivir en el espíritu de los doce?
-Yo digo que el Cristo hubiera preferido ser, así tal como Él dice: comido y bebido, que ser humillado, muerto, enterrado y resucitado.
-Buen tema Eleuterio.
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EFG
No nos extrañe, por lo tanto, que aquellos mártires del siglo III no quisieran abandonar la Eucaristía y nos legaran aquel "Sin el Domingo no podemos" ante la insistencia de los paganos romanos de que no recordaran, con la misma, el sacrificio de Cristo. No podían ellos ni tampoco nosotros.
RASTRI
Antes de escribir tu comentario piensa lo que dices
___________________
-Y quién eres tú, María, para decirme a mi del porqué de lo que tengo que pesar o decir.
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