Ad pedem litterae - El Brigante - El cuatrivalor como estrategia
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Al pie de la letra es, digamos, una forma, de seguir lo que alguien dice sin desviarse ni siquiera un ápice.
En “Ad pedem litterae - Hermanos en la red” van a ser reproducidos aquellos artículos de católicos que hacen su labor en la red de redes y que suponen, por eso mismo, un encarar la creencia en un sentido claro y bien definido.
Ad pedem litterae - El Brigante
El día 8 de junio del presente año 2011 publiqué el artículo de El Brigante titulado “Los cuatro problemas de los cuatro valores” donde el autor del mismo desvelaba la verdad acerca de los denominados “cuatro valores innegociables". Ahora, el mismo autor profundiza en el tema.
El cuatrivalor como estrategia
“Los cuatro valores no sólo no pueden conformar el horizonte de una política cristiana sino que, tomados a modo de programa o guía, suponen la negación de los auténticos principios de la filosofía social cristiana. Pero toda vez que no resulta fácil reivindicar con argumentos el programa “de los cuatro valores o principios innegociables” –más allá de un ejercicio de voluntarismo de matriz clerical– se ha ensayado su recuperación mediante una aparente distinción. Dicho distingo viene a formularse así: los cuatro valores ciertamente no son el quicio de la política cristiana, pero legítimamente pueden configurar una estrategia puntual, más en concreto, una estrategia electoral. Examinemos la envergadura de esta reserva.
A la hora de analizar el valor de esa preservativa distinción nos topamos con la dificultad añadida de la falta de claridad en el uso que sus partidarios hacen corrientemente de estos términos.
Para que la distinción tuviera alguna entidad tendría que servir, primero, para salvar los escollos profundos e impedientes que hemos visto presenta “el cuatrivalor-programa” y, por otro lado, debería justificar razonablemente esa decisión coyuntural de establecer los cuatro valores como “mínimo inexcusable” para legitimar, por ejemplo, opciones electorales ante los votantes católicos.
Lo cierto es que no se entiende cómo pueda superarse la incongruencia que he llamado “tercer problema” del cuatrivalor, tampoco cuando se apela a él meramente como “estrategia”: la mezcla de tres principios parciales con un cuarto (el del bien común) sin aportar la razón que ordene interiormente este conjunto. Promiscuidad que tiene como resultado necesario una disyuntiva: o el “bien común” así considerado es un bien también parcial, o la enumeración de los cuatro valores no tiene ningún sentido lógico en cuanto conjunto. Pero parece que para sus defensores estos cuatro puntos sí que tiene un sentido.
Por lo tanto, el problema es que, en sí mismo considerado, con independencia de su tematización como eje o como estrategia, el “cuatrivalor”, si no quiere estar abocado a una incongruencia interna radical conduce a la transmutación del contenido del bien común. Así pues, recurriendo al cuatrivalor como “estrategia” también se opera una reducción que nos resulta ya familiar: la metamorfosis personalista que considera el “bien común” como instancia que tiende a satisfacer los fines particulares de los miembros de la sociedad. Dicha transformación del bien común conlleva lo que al comienzo de este artículo he llamado “cuarto problema” y sustancial de la política de los cuatro valores. Pasar de considerar el bien común como el bien humano más elevado o si se prefiere el más divino de los bienes humanos (un bien en sí mismo perfectivo de la sociedad y de los hombres) a considerar que los bienes más elevados son los particulares de cada persona (en este caso los tres primeros valores del cuatrivalor) y que la esencia del bien común no es sino ser la agencia o instrumento de la satisfacción de esos fines implica una alteración radical de la idea de la política.
Sea como programa, sea como estrategia, apelar a este desafortunado “mínimum” tiene exactamente las mismas consecuencias antipolíticas, por reacios que sus partidarios sean a aceptarlas, conforme aquello que señaló ya Veuillot de los que ponen tronos a las premisas y cadalsos a las conclusiones.
El expediente de acotar el uso del cuatrivalor a una mera estrategia con la intención preservante de dejar a salvo una intangible política cristiana, da la impresión de fundarse en última instancia en una borrosa concepción de la política en su estatuto de saber y de arte prácticos. La verdad práctica –y la de la política lo es–, sin dejar de ser verdad, se diferencia de la verdad especulativa en que mientras que ésta es medida por las cosas mismas, la verdad práctica se mide por el apetito recto. Toda la verdad de la política está en la conformidad con el apetito humano recto, cuya “rectitud” no es meramente “rectificación extrínseca” mediante la razón, ya que la inclinación natural del hombre es originariamente recta y ese fondo de rectitud no se eclipsa del todo por la concupiscencia. Así, pues, en lo que hace a la consideración moral o de verdad práctica, no existe distinción radical que separe lo que serían “programas” de lo que se podrían considerar “estrategias” en política. Los “programas” se concretan en “estrategias”, y tanto unos como otros caen bajo la dirección de la prudencia política y de sus virtudes anexas, como la gnome y la synesis, expresión del apetito recto. Lo que no es aceptable políticamente como programa no lo es como estrategia.
Por último, el recurso a la llamada estrategia “electoral” del cuatrivalor pone de manifiesto la incapacidad de repensar o, si se quiere, de juzgar la acción política en el actual contexto de disociedad desde el interior de los principios de la filosofía política cristiana. La intención de algunos de establecer la distinción entre política (o programa político) y estrategia obedece a un benemérito deseo de preservar incólume un depósito venerable de doctrina que, sin embargo, ya no se sabe cómo actualizar. Para ello se echa mano de expedientes inconsistentes como el de pretender que en política pueda haber “estrategias” o “acciones” que queden al margen de la prudencia política, es decir, que no sean juzgados por la misma verdad práctica que todo el resto de la actividad política.
Lamentablemente, esos piadosos y erráticos deseos no quedan inmunes de graves consecuencias y están fatalmente abocados a consolidar la concepción antropológica más coherente con ellos. Como ya está dicho, se trata del personalismo: la idea de un hombre que rinde pleitesía a sus propias perfecciones sustanciales, primeras; una persona humana que no reconoce ninguna subordinación fuera de Dios (siempre que no conlleve ninguna traducción social concreta) y, si se quiere, la humillante subordinación material del individuo a la colectividad. Un hombre que, “en cuanto persona”, se sitúa por encima de la sociedad en la que se integra de un modo meramente material. Tal hombre no concibe su inserción en un todo que pueda llegar a exigirle hasta el sacrificio último. Un hombre así no se concibe necesitado constitutiva y entrañablemente de la comunidad política, puesto que ésta –fuera del orden material– no tiene otro fin que servirle a él. Tal es el hombre personalista pero, como diría Eliot, “el hombre que es ensombrece al hombre que pretende ser” y por lo mismo sabemos que el bien común existe como exigencia radical e inalterable de nuestra naturaleza, con preeminencia sobre todo bien y fin particular y que cuando se hace imposible el bien común, como hoy, toda la inclinación política del hombre va enderezada a su recuperación –cueste lo que cueste–, a poner los medios de esa recuperación.
Por todo lo anterior es tanto más grave un modo de hacer política que se presenta como conservante de los bienes posibles –lo cual en determinadas circunstancias será materialmente lo único asequible–, pero que, para hacerlo, inocula un principio disolvente de la politicidad radical del hombre”.
El Brigante
El artículo ha sido tomado de las páginas 485 a 488 del número 495-496 de “Verbo” (revista de formación y de acción cultural según el derecho natural y cristiano), correspondiente a los meses de mayo-junio-julio de 2011.
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Para el Evangelio de cada día.
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