Entre la luz y la tiniebla - Ser de este mundo y no serlo
El espacio espiritual que existe entre lo que se ve y lo que no se ve, entre la luz que ilumina nuestro paso y aquello que es oscuro y no nos deja ver el fin del camino, existe un espacio que ora nos conduce a la luz ora a la tiniebla. Según, entonces, manifestemos nuestra querencia a la fe o al mundo, tal espacio se ensanchará hacia uno u otro lado de nuestro ordinario devenir. Por eso en tal espacio, entre la luz y la tiniebla, podemos ser de Dios o del mundo.
Ser de este mundo y no serlo
“Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: ‘¿Eres tú el Rey de los judíos?’ Respondió Jesús: ‘¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?’ Pilato respondió: ‘¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?’ Respondió Jesús: ‘Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí.’ Entonces Pilato le dijo: ‘¿Luego tú eres Rey?’ Respondió Jesús: ‘Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz.’”
Las palabras de Jesús que recoge el evangelista Juan (Jn 18, 33-37) y que pronunció el Mesías ante Pilato muestran hasta dónde el discípulo de Cristo no ha de sentirse de este mundo y, sin embargo, ser de este mundo.
Pero antes, después del episodio de la mujer que iba a ser lapidada (Jn 8, 3-11) y que no lo fue por haber reconocido los justicieros que también ellos tenían pecado, en diálogo con los fariseos, el Maestro les dijo (Jn 8, 23-24) “El les decía: ‘Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba. Vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo. Ya os he dicho que moriréis en vuestros pecados, porque si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados’”.
Y así lo dejó todo dicho: nosotros, los que nos consideramos sus discípulos, somos de este mundo porque en él vivimos y existimos. Sin embargo, si lo aceptamos como Quién es, daremos un importante paso hacia el definitivo reino de Dios.
¿Y Quién es el Cristo?
Todos tenemos a Jesús como el Hijo de Dios y como Dios mismo. Y no es nada extraño que así lo consideremos porque, no por casualidad, el Creador, ante la pregunta de Moisés sobre cuál era el nombre de Quién con él hablaba, le reveló el mismo. Así lo recoge el Éxodo (3,14): “Dijo Dios a Moisés: ‘Yo soy el que soy.’ Y añadió: ‘Así dirás a los israelitas: ‘Yo soy’ me ha enviado a vosotros.”
Entonces, en realidad, aunque seamos de este mundo estamos destinados a serlo de otro, de la eternidad, del que es reino exacto de Dios, lo que no es óbice para que dentro de éste hagamos lo que nos corresponde como hijos del Creador si no en vistas a nuestra salvación (que está ganada) sí a la justa correspondencia, en definitiva, a nuestra filiación divina pues hemos de corresponder al “¡Dichosos los que lavan sus vestiduras en la Sangre del Cordero!” (Apocalipsis 22,14) y, teniendo en cuenta aquel “Dios, que te creó sin ti, no se salvará sin ti” (S. Agustín), ser justos merecedores de tal salvación eterna.
Somos, pues, de este mundo pero, a la vez, no lo somos y como tal debemos llevar a cabo un comportamiento del que se pueda predicar que se corresponde con la voluntad de Dios y con nuestro ser, exactamente, hijos suyos.
Así, como hijos de Dios sabemos que, como tales, no podemos olvidar que “Muy profundamente dentro de su conciencia el hombre descubre una ley que el no se ha impuesto a si mismo, pero que necesita obedecer. Su voz, que siempre lo llama al amor y a hacer lo que es bueno y evitar el mal, le dice por dentro en el momento preciso: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene en su corazón una ley escrita por Dios. Su dignidad yace en observar esta ley, y por ella será juzgado” (Gaudium et spes, Constitución Pastoral sobre la Iglesia del Mundo Moderno, 16) y así debemos actuar porque somos de este mundo aún siendo, también, de otro.
De todas formas, no haríamos nada que se pueda reputar de extraordinario con comportarnos de tal forma sino que el mismo “procede de la relación vital que une a los creyentes con Cristo y con Dios” (Benedicto XVI en el Discurso de 27 de abril de 2006 ante la Comisión Pontifica Bíblica) y, por lo tanto, seríamos agradecidos hijos que mostraríamos fidelidad al Creador.
Y para ser de este mundo, entonces, “Se necesitan sobre todo santos, que vivan la fe en plenitud y con su ejemplo nos ayuden a seguir su camino. Santos que sean intercesores nuestros ante Dios. Santos que nos den ejemplo de alegría y amor a Dios y a los demás. Estamos llamados a la santidad y a no quedar entre el barro de los vicios y placeres. Por eso, no podemos avergonzarnos de ir a misa y rezar el rosario. Más bien, debemos sentirnos felices por conocer y amar a Jesús Eucaristía y a María nuestra madre.” (P. Ángel Peña O.A.R. “El coraje de ser católico”).
Así seríamos hijos de Dios y, estando en este mundo también estaríamos recorriendo el camino hacia el definitivo reino de Dios, la eternidad misma.
Eleuterio Fernández Guzmán
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Para el Evangelio de cada día.
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2 comentarios
A los cristianos se nos presenta constantemente la opción de ser cristianos amundanados o cristianos del Reino.
Lo fácil es amundanarnos y dejarnos llevar por lo que la sociedad estima oportuno y esté bien visto. Lo difícil es dar testimonio contracorriente.
Es cierto que el testimonio contracorriente no debe ser farisaico, es decir, aquel que sólo se fundamenta en las apariencias. Pero también es cierto que sin apariencias no hay testimonio.
La justa proporción entre apariencia e interioridad del testimonio es complicada de obtener. Nunca será posible hacerlo al gusto de todos. Siempre se criticará nuestra actitud farisaica o tibia, según desde donde nos juzguen. Así que nos queda la humildad de dejarnos en manos de la voluntad de Dios. Él si conoce la proporción que transforma el mundo en Reino.
Que Dios le bendiga :)
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