Tras la Resurrección, ¿Qué?: la necesidad de ser santos
Hoy es el día después.
Lunes tras la resurrección del Hijo de Dios que nos debe hacer pensar, exactamente, qué es lo que, a partir de este momento podemos y debemos hacer.
Es bien cierto que esto ha ocurrido muchas otras veces y que, durante muchos siglos, hemos esperado a que llegara Pentecostés para ser enviados por el Maestro a transmitir su doctrina y, sobre todo, a que la Palabra de Dios no quedara confinada bajo el celemín.
Sin embargo, los tiempos que nos han tocado vivir son, seguramente, distintos a los que vivieron otros discípulos de Cristo que, también, tuvieron que enfrentarse a cuitas y problemas.
¿Qué pasa, por lo tanto, tras la Resurrección? y, más en concreto, ¿Qué nos corresponde a los laicos?
“La llamada no se dirige sólo a los Pastores, a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, sino que se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien reciben una misión en favor de la Iglesia y del mundo”.
Tales palabras las dejó escritas Juan Pablo II Magno en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles Laici que, precisamente, está referida a la “vocación y misión de los laicos en a Iglesia y en el mundo” (CL 2)
Y como tal vocación y como tal misión quizá sea un error considerar que los laicos somos, únicamente y también, los obreros que trabajamos en la viña porque, en realidad, también somos la viña misma, porque cuando Jesús dice “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos” (Jn 15, 5) se refiere, hemos de entender, a todos los discípulos, independientemente del papel o función que cada cual desarrollemos en la Esposa de Cristo ya que, como piedras vivas formamos parte de ella.
Pero es que, además, “La Iglesia misma es, por tanto, la viña evangélica. Es misterio porque el amor y la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son el don absolutamente gratuito que se ofrece a cuantos han nacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3, 5), llamados a revivir la misma comunión de Dios y a manifestarla y comunicarla en la historia (misión): -Aquel día —dice Jesús— comprenderéis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros (Jn 14, 20)”- (CL 8, párrafo 5)
Por tanto, aquellas personas que, al ser bautizadas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, hemos estado, por así decirlo, enviadas, desde ese mismo momento (entendiendo, claro, las circunstancias de cada vida particular y de cada momento) y tenemos, por tanto, una misión que cumplir que nuestro estado laical ha de comprender y llevar a cabo.
Sin embargo, no es admisible que valga “cualquier cosa” en aplicación del relativismo tan en uso hoy día. No todas las opciones religiosas son igual de válidas. Es más, bien sabemos que sólo una de ellas es la que, en verdad, es portadora de la Verdad y que la fundó Cristo y que, con el paso del tiempo se la llamó católica (o sea, universal) Por eso “Sólo dentro de la Iglesia como misterio de comunión se revela la identidad- de los fieles laicos, su original dignidad. Y sólo dentro de esta dignidad se pueden definir su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo” (CL 8, párrafo 6)
Y es que, como mantenemos en este discurso sobre la vocación y la misión y sobre lo que una cosa y otra son, los laicos (y por supuesto las personas acogidas al orden sagrado y al estado religioso), como fuerza que está, digamos, en el siglo, que somos, con nuestra secularidad, ejemplo de transmisión de la fe generación tras generación “ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde” (CL 9, párrafo segundo)
En realidad, bien dice el Decreto Apostolicam Actuositatem (sobre el apostolado de los laicos) que “La Iglesia ha nacido con el fin de que, por la propagación del Reino de Cristo en toda la tierra, para gloria de Dios Padre, todos los hombres sean partícipes de la redención salvadora, y por su medio se ordene realmente todo el mundo hacia Cristo” (AA 2)
Y tal es la misión que tenemos asignada los que nos consideramos hijos de Dios y lo somos.
Abundando sobre el tema, si nos referimos a la actuación que hemos de llevar a cabo destaca algo que, quizá visto hoy día como algo extraño (por el sentido que se tiene de tal realidad espiritual) ha de ser común entre los creyentes: la vocación a la santidad.
Se ha dicho arriba que en el día de hoy (nuestro presente siglo XXI) el tema de la santidad se ha podido reservar, en determinadas mentalidades, para aquellos que, tras un proceso más o menos largo y en cumplimiento de una normativa eclesial, alcanza la categoría de “santos”.
Sin embargo, la realidad es muy otra, gracias, también, a Dios.
“Esta consigna”, la vocación universal a la santidad, “no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia. Ella es la Viña elegida, por medio de la cual los sarmientos viven y crecen con la misma linfa santa y santificante de Cristo; es el Cuerpo místico, cuyos miembros participan de la misma vida de santidad de su Cabeza, que es Cristo; es la Esposa amada del Señor Jesús, por quien Él se ha entregado para santificarla (cf. Ef 5, 25 ss.)” (CL 16 párrafo segundo)
Porque, en realidad, no se trata de que ahora, muchos siglos después de que Jesús enviara a sus Apóstoles a predicar y a transmitir la Palabra de Dios, la realidad espiritual sea distinta y, por adaptación a los tiempos que corren, nada valga de lo dicho entonces. Muy al contrario, “El Espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno virginal de María (cf. Lc 1, 35), es el mismo Espíritu que vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de Dios hecho hombre” (CL 16 párrafo segundo)
Por lo tanto, ¿qué debemos hacer los laicos para cumplir nuestra vocación y llevar a cabo nuestra misión?
Dice, a este respecto, la misma Exhortación Apostólica que aquí referimos que “La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas. De nuevo el apóstol nos amonesta diciendo: ‘Todo cuanto hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre’” (Col 3, 17).” (CL 17, 1)
Por lo tanto, no cabe hacer como si aquello que afecta a la Iglesia católica nos fuera ajeno porque no lo es: cada ataque a un obispo, cada zaherimiento al Santo Padre, cada vejación espiritual a una creencia o a parte de la doctrina nos ha de afectar como propia porque lo es.
Pero, además, también hemos de trabajar “los laicos celosamente por conocer más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios el don de la sabiduría” (Lumen Gentium 35)
O lo que es lo mismo, trabajar y orar y con orar, formarnos como cristianos y con trabajar, lo mismo.
Quizá se trate de una vocación y una misión un tanto exigentes para nosotros, simples seres humanos con cierta tendencia al olvido de la Verdad según nos conviene. Sin embargo lo que sí hemos de saber es que tanto con la aceptación de la primera como con el cumplimiento adecuado de la segunda estamos siendo fieles a Dios y apartándonos de tantos dioses baales que hoy pululan por nuestro mundo a la búsqueda de los convertidos a la comodidad y al olvido de la propia fe.
Otra cosa es actuar fuera de la Iglesia católica aún estando dentro.
Es más, en tal caso es mucho peor el comportamiento torticero y sembrador de cizaña al que nos tienen acostumbrados muchos, que diciéndose miembros de la Iglesia católica no son, sino, meros enviados del Mal.
Y, aquí, santidad, más bien poca.
Eleuterio Fernández Guzmán
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2 comentarios
Si nos alejamos de ÉL por cualquier motivo. tenemos que reaccionar con la humildad de comenzar ..y recomenzar, y de la mano de la Virgen ,Madre de DIOS Y Madre nuestra, sembraremos a muestro alrededor esa PAZ que el mundo no puede dar..
Saludos
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EFG
!Qué gran razón tiene Ud¡
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EFG
Exactamente. Y eso lo tenemos que hacer cada día, en nuestra vida ordinaria, no olvidándonos de Quién somos hijos.
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