¿Qué fue de la investigación con células madre?

Al inicio de esta bitácora, allá por el ahora lejano marzo de 2010, uno de los temas estrella de la bioética, y que traté con cierta prolijidad en esta serie de artículos, era el de la investigación con células madre (CM), que llevaba más de diez años desarrollándose a nivel práctico, para su empleo en la medicina regenerativa. Con el objeto de obtener medios para curar enfermedades neurológicas graves (entre otras), se animaba desde todos los poderes a investigar “como fuese” el medio de obtener esas maravillosas células indiferenciadas que podrían dar lugar a cualquier célula hija y regenerar tejidos dañados que no se podían autorreparar.

Ya en el primer artículo que dediqué a ello, el 9 de marzo de 2010 (el segundo publicado en esta bitácora) dejaba claro que la vía del estudio con células madre de origen embrionario (CME) estaba llamada a convertirse en vía muerta, a pesar de los miles de millones de euros o dólares (buena parte públicos) que se invertían en ella. Que el futuro, no sólo ético sino práctico, eran las células madre de origen adulto (CMA), es decir, tomadas del propio paciente y manipuladas para “hacerlas inmaduras” y que pudieran dar lugar a una nueva línea celular. En cierto modo, intentar imitar lo que algunos tejidos (como la piel o el hígado) sí pueden realizar de forma natural.

Pero mientras este último proceso es múltiple, laborioso y personalizado, las CME prometían logran patentar la “célula mágica” en sí; es decir, un producto manufacturable y aplicable a cualquier paciente como si fuese un medicamento estandarizado. La piedra filosofal de la medicina regenerativa. El negocio del siglo en ese campo de la salud.

Ningún investigador “notorio” se preocupó jamás de dónde venían esas células: de seres humanos creados artificialmente y “desechados”. Mientras las legislaciones limitaban o prohibían la experimentación no consentida con adultos o la investigación en primates, los seres humanos no natos eran despiezados y empleados como materia prima para toda clase de pruebas. Esta filosofía provenía de la despersonalización del embrión obtenida previamente por la ideología abortista. Una vez aceptado que el embrión podía ser matado por orden de su madre (y sin ninguna razón objetiva), es obvio que su valor personal desaparecía, y se abría la oportunidad de obtener beneficio con él empleándolo como producto.

La avaricia rompió el saco, y no hacía falta ser profeta para saberlo. Por desgracia, por motivos prácticos (las células madre embrionarias generan rechazo y son muy difíciles de manejar), y no por el respeto a la vida humana desde su nacimiento que la Iglesia enseña en su magisterio al respecto (véase particularmente Domun Vitae I, 4 y 5). Literalmente miles de millones arrojados al cubo de la basura en unas investigaciones que era previsible que tendrían insalvables problemas técnicos, pero sobre todo que trataban a seres humanos como materias primas desechables.

La campaña a favor del empleo de CME fue brutal, con graves acusaciones de “oponerse al avance de la ciencia”, o “sacrificar vidas por antiguos dogmas morales” (que humor más negro viniendo esa acusación de proabortistas) a los que la rechazaban, particularmente la Iglesia (puede verse un resumen en el primer artículo publicado entonces en esta bitácora [https://www.infocatolica.com/blog/matermagistra.php/1003091204-moral-ciencia-y-equivocacione] que cito más arriba) fue poco a poco amainando, conforme las legislaciones permitían la experimentación con embriones y los resultados no llegaban. Y durante diez años ha habido un silencio casi atronador en los medios generalistas. La medicina reproductiva sigue aún en sus pasos iniciales, con unos pocos mecanismos regeneradores en funcionamiento, no especialmente desarrollados (algunos aún experimentales), y todos ellos procedentes de CMA.

El lector interesado puede repasar este artículo editorial de la revista Biochimica et biophysica acta de diciembre de 2019, en el que ya únicamente se habla de las investigaciones en curso con células madre adultas. De hecho, basta echar un vistazo a los últimos artículos presentados y publicados por la revista Nature al respecto dentro de este año de 2024.

Todos ellos, sin excepción, desarrollan líneas de investigación de iPS (células madre pluripotenciales inducidas), es decir, CMA del propio paciente, a las que se somete a diferentes técnicas para desdiferenciarlas (es decir “inmadurarlas”) de modo que se convierten en células madre, casi siempre con una única linea de potencial diferenciación. En otras palabras, se les lleva a un punto donde pueden dar lugar a la producción de las células que el paciente necesita para regenerar su tejido (las más codiciadas son las neurales o las musculares cardíacas, pero también hay óseas, pancreáticas, etcétera). Y no se lleva la desdiferenciación más allá (hasta convertirlas en totipotenciales como las de el embrión más inmaduro), porque no es necesario para la curación del paciente, y por tanto, resultaría antieconómico.

No pocos de esos estudios, en sus introducciones, ponderan del uso de células madre adultas que son éticamente inobjetivables, como algo positivo (por ejemplo “Las células iPS derivadas de células somáticas específicas del paciente no solo son éticamente aceptablesen este artículo). La verdadera razón para que sean empleadas, sin embargo, es que evitan numerosos inconvenientes que sí presentan las CME: rechazo del huésped (precisando tratamientos inmunosupresores con todos sus riesgos y secuelas), posible oncogénesis (formación de cánceres por crecimiento descontrolado) o los riesgos derivados del empleo de virus como herramienta para su secuenciación. Pero si podemos “vender” el abandono de una línea de investigación fracasada como consecuencia de responsabilidades éticas, queda mejor ante la historia.

En otras palabras, las razones por las que los estudios de medicina reparativa con células madre se hagan ya únicamente con las del propio paciente, y no con las de origen embrionario han resultado ser enteramente prácticas. Por desgracia la ética en la investigación científica ya no se basa en el principialismo (los cuatro principio básicos de la bioética: la beneficencia, la no maleficencia, la autonomía y la justicia) sino en el utilitarismo social, que con frecuencia enmascara un mero mercantilismo (o, mejor dicho, afán de lucro) que busca el máximo beneficio económico en el campo de la salud de modo no diferente al de cualquier otra área comercial.

Existen no obstante grupos marginales que mantienen la utilidad de las células madre de origen embrionario. Perdura aún en un pequeño grupo de fanáticos el sueño de ese “ElDorado” que representa la capacidad teórica de dar lugar a cualquier línea celular, el “gordo” de la lotería para el que lo gane. Las técnicas para intentar controlar el “desmadre” de las células más inmaduras del embrión siguen estancadas en el mundo de la teoría. No han salido de los laboratorios, y las empresas invierten para tener resultados tangibles, no promesas a largo plazo. En este artículo de 2021, por ejemplo, donde siguen apoyando la (ahora hipotética) investigación aplicada con células madre embrionarias, acaban reconociendo que su mayor utilidad clínica actual es la investigación sobre los procesos de proliferación de las células cancerosas… interesante, sin duda, pero no muy “tranquilizador” para aplicarlo en medicina regenerativa. Sin contar que los estudios con embriones de rata o chimpancé hubiesen probablemente dado información igual de relevante sin sacrificar vidas humanas.

Los católicos podemos anotar el epílogo de esta historia en la larga lista de advertencias que hizo el magisterio de la Iglesia sobre el empleo (in)moral de la biotecnología y que, siendo desgraciadamente desechadas, resultaron posteriormente ser ciertas (clonación humana, eutanasia eugenésica, entre otras). Esta que nos ocupa, en concreto, proviene de un doble origen: primeramente de la mentalidad abortista, que postula que el embrión es digno de ser considerado persona únicamente dependiendo de la voluntad de su madre, a la que pasa a pertenecer como si fuese un objeto (no muy distinto de la mentalidad esclavista, por mucho que escueza oírlo a los abortistas). Secundariamente, de la legalización y liberalización de la nefasta fecundación in vitro, presentada como la maternidad a la carta (la mayoría de los que hoy en día recurren a ella carecen de imposibilidad biológica de concebir, más allá de haber esperado a edades inconvenientes, o haber pulverizado sus propios ciclos fértiles con prolongados tratamientos hormonales innecesarios), que la Iglesia ya advirtió en su momento que producirían la idea aceptada de “fabricación de personas”, como así ha sido.

Lo que se concibe es un hijo, lo que se fabrica un producto. Y como producto que es, puede ser amado o rechazado, pero siempre desde la posición de sujeto dominante, no desde la de progenitor donante. El único consuelo es que muchos gobiernos, con intolerable y sangrante retraso, han ido prohibiendo la fecundación de más óvulos de los que se iban a implantar en la mujer. Con ello no han modificado el vicio original de separar procreación de unión conyugal, pero al menos han ahorrado seguir produciendo los horrendos “embriones sobrantes”, un término que hiere en el alma por su despiadada brutalidad.

Pero vivimos tiempos bárbaros, en los que todo aquello de la dignidad intrínseca del ser humano, o la belleza de la transmisión de la vida son ignorados, o como mucho empleados como proclamas vacías para anestesia de conciencias o enmascaramiento de intereses turbios.

Querido lector, aventuro que con este artículo podré cerrar para siempre el apartado de la investigación con células madre en esta bitácora, salvo novedad muy radical. La medicina regenerativa, afortunadamente, ya ha entrado en la definitiva senda del empleo de las células del propio paciente para reparar las dañadas, como es ética y lógicamente necesario, alejándose de la más descarnada y abierta comercialización de seres humanos en fase de embrión.

Y la Iglesia católica, gracias a Dios, seguirá defendiendo el valor instrínseco de toda vida humana, desde su concepción natural hasta su muerte natural. Ese es el marco eterno, porque es el correcto. Porque es lo que Dios quiere.

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