Verdad. Bondad. Belleza
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Introducción
En su punto 44, el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) afirma que La perfección y la infinitud de Dios se reflejan en la verdad, la bondad y la belleza de sus criaturas (muy especialmente el hombre creado a su imagen y semejanza). Si la perfección y la infinitud que les dan origen son atributos divinos, de igual modo lo serán su reflejo en el actuar del ser humano.
De esas tres cualidades divinas, y de su imitación por el hombre por medio de la Gracia del Espíritu Santo que nos es infundida, vamos a tratar en este artículo. Ellas conducen al alma a la práctica de las virtudes.
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Verdad
Aristóteles, y Santo Tomás de Aquino con él, enseñaba que la Verdad era producto de la adecuación o correspondencia del intelecto- y por él la conciencia- a la realidad, y el lenguaje en que se expresa así debe manifestarlo. Para ello hace falta que exista intelecto y que exista realidad. Por medio del intelecto, el alma aprehende o conoce las cosas diferentes a sí misma, particularmente su esencia. La realidad, por su parte, es aquello externo y preexistente al alma, y que esta puede llegar a conocer en parte o en todo.
Como el alma tiene la tendencia innata a procurar inteligir cuanto puede de la realidad, se puede afirmar en consecuencia que el ser humano busca o anhela la Verdad. Y que emplea su intelecto racional para hallarla.
No voy a entrar aquí en todas las corrientes filosóficas modernas y postmodernas que, bien niegan que exista una realidad preexistente, bien niegan que el intelecto pueda aprehenderla, o incluso que exista un intelecto cognoscente como tal. Cabe tener en mente, no obstante, su fundamental influencia en la cultura contemporánea occidental, que en general rechaza la noción de Verdad tal y como ha sido clásicamente concebida.
El conocimiento pleno de Dios es el objetivo de la vida espiritual del hombre, y por ello san Pablo lo equipara al conocimiento de la Verdad (1 Timoteo 2, 3-4). La enseñanza magisterial nos comunica que sólo Dios es la primera y suma Verdad, y sólo en Él la encuentra quien la busca (CIC 27, 215 a 217, Gaudium et Spes 19). La búsqueda de la Verdad por el ser humano, de hecho, es similar a la búsqueda de Dios (CIC 33), puesto que, como dice Royo-Marín, “todo conocimiento humano de la Verdad es una irradiación y participación de la Verdad divina y, por lo mismo, de la ley eterna”.
La búsqueda de la Verdad por medio de la razón, nos lleva al descubrimiento sus propias limitaciones y la humildad ante la sabiduría divina. La Verdad de Dios incluye las verdades naturales accesibles a la razón humana, pero también aquellas que la sobrepasan, y a las que únicamente puede acceder por Revelación (Humani Generis, 1-2), lo que hace verdaderas por definición las Escrituras tenidas por Sagradas desde las primeras comunidades cristianas. Por ese motivo se le llama “Religión verdadera” a la cristiana, pues es la única que adecúa su intelecto a la realidad creada por Dios, y no a las leyes de los hombres. La Iglesia fundada por Cristo es columna y fundamento de la Verdad (1 Timoteo 3, 15).
En el Antiguo Testamento, Dios se manifiesta a su pueblo como celoso custodio de la Verdad (Salmos 85, 111, 119 y 138, libro de los Proverbios 8, 7; 12, 17; 12, 22; 23, 23). Así, sólo los auténticos profetas dicen al verdad al rey y al pueblo, mientras los falsos halagan los oídos (1 Reyes 22, 16; Isaías 30, 10; Jeremías 9, 4). En numerosas ocasiones el propio Redentor alude a la verdad de su misión y sus enseñanzas. Esto es particularmente evidente en el Evangelio de san Juan, que nos deja expresiones muy conocidas como “Conoceréis la Verdad, y la Verdad os hará libres“ (Jn 8, 32), “Yo soy el camino, la Verdad y la vida” (Jn 14, 6), “Yo soy la vid verdadera” (Jn 15, 1), “El Espíritu de la Verdad, que proviene del Padre, dará testimonio sobre mí” (Jn 15, 26), “Que te conozcan a Tí, el único Dios verdadero” (Jn 17,3), o “Yo he venido la mundo para dar testimonio de la Verdad” (Jn 18, 37). En el Credo Niceno-constantinoplitano, que resume las verdades de la fe, se define al Verbo como “Dios verdadero de Dios verdadero”. Tanto el título como una parte sustancial de la encíclica “Veritatis Splendor” del Santo Padre S. Juan Pablo II están dedicadas a la Verdad. Su proemio reza así: “el esplendor de la Verdad brilla en todas las obras del Creador, y de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor.”
Esa transmisión de la Verdad divina revelada se realiza de forma privilegiada por medio de la enseñanza apostólica recogida en los libros del Nuevo Testamento y la tradición, iluminadas por el Espíritu Santo (verdadero Espíritu de Verdad, Jn 14, 17) en el alma de los fieles (Dei Verbum, 8). La Verdad es guía para la salvación del alma (Dei Verbum, 11).
A pesar de que el alma busca de forma inherente la Verdad natural, la resistencia a la acción de la Gracia del Espíritu Santo puede condenar a muchos hombres a ignorar la Verdad sobrenatural. Es la fe la que permite ese auxilio divino, y por ende el acceso a la Verdad completa.
Dado que Dios es la Verdad, no es capaz de engañarse ni de engañarnos (CIC 156), por lo que quien vive en la Gracia de Dios, está seguro de no caer en error.
Como siempre, el principal enemigo de la Gracia es la concupiscencia humana, en este caso la espiritual, que por medio del orgullo y la soberbia nos ciega, para anteponer nuestros deseos e intereses a la Verdad que tenemos al alcance de nuestro intelecto.
La serpiente empleó la mentira para tentar a los primeros hombres en el Jardín de Edén, y Nuestro Redentor explicita el título de “padre de la mentira” de Satán en Juan 8, 44: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira”. La apostasía de la Verdad desvelará el Misterio de la iniquidad que preceda al fin de la Iglesia visible en los últimos tiempos (CIC 675).
Quizá una de las fallas más graves de la ideología que mueve al mundo moderno es su renuncia expresa a buscar la verdad, incluso a reconocer su existencia, centrando toda su moción en la satisfacción de la voluntad del sujeto-hombre. Una filosofía tan autorreferencial es obvio que encontrará un estorbo en la Verdad. Presa fácil para el maligno que emplea la mentira como su instrumento.
La búsqueda de la Verdad es, para los cristianos, no un mero objetivo filosófico como el que describíamos al inicio, sino un auténtico mandato religioso, puesto que buscar la Verdad es buscar a Dios. La falta en averiguar una verdad debida es considerada en moral una falta a la justicia y una ignorancia culpable. Busquemos pues la verdad natural y sobrenatural en nuestras vidas, para obrar como hijos de Dios.
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Bondad
Se denomina Bondad a la cualidad de bueno o inclinado al bien. Es decir, aquel sujeto que moralmente elige el bien antes que el mal, el bien mayor antes que el bien menor o el mal menor antes que el mal mayor. Es la voluntad libre del ser humano la que determina sus actos, y su bondad o su ausencia.
Naturalmente, en la historia de la filosofía el concepto de Bien ha sido muy disputado. Baste para este artículo recordar que en teología cristiana, el bien es el fin que todo agente busca como conveniente para sí al llevar a cabo una acción. La voluntad concupiscente puede errar al considerar un fin como bueno siendo malo. El Bien último es siempre Dios y la reunión del alma con Él. Todos los bienes mediatos tienden siempre a ese fin último.
Todo acto bueno busca y refleja la Bondad infinita de Dios, puesto que Dios es la plenitud absoluta de Bien, y cuanto de Él procede es bueno (la Creación entera es un acto de Bondad y de comunicación de su propia gloria a las criaturas), y a Él tiende toda bondad. Como ocurre con el amor, Dios es fuente y a la vez objeto del Bien. El hombre participa de la Bondad de Dios por medio de sus actos.
La Bondad de Dios es citada en numerosos lugares en las Sagradas Escrituras. Sirvan como ejemplos Éxodo 33, 19, donde Dios dice a Moisés que le pide ver su gloria “Yo haré pasar ante tu vista toda mi Bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahvé”, o en Gálatas 5, 22, donde san Pablo enumera los dones del Espíritu Santo “frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad y fidelidad”, mientras en Efesios 5, 9 afirma que el fruto de la luz de Dios “consiste en toda bondad, justicia y verdad”.
La conciencia rectamente formada es quien nos dictará la bondad o no del acto a realizar y testimoniará la bondad del ya realizado. Es por ello que la formación de la conciencia es una de las tareas más importantes del cristiano.
Naturalmente, la clave del ejercicio de la Bondad es conocer qué es el bien y el mal. Dios se manifiesta por medio de la ley natural accesible a toda razón humana madura, y por medio de la Ley revelada accesible a la fe (ambas constituyen la llamada Ley divina).
Hoy en día existe un gran desafío al respecto, pues la ley revelada (como la religión en general) es rechazada por la cultura contemporánea, y la ley natural considerada inexistente o mero consenso social por la mayoría de las filosofías actuales.
La sociedad occidental tiende al autonomismo moral radical, escasamente limitado por unos mínimos éticos ramplones (el recurrente “no matar ni robar”) que sirven apenas para evitar el completo deshilachado social. Esta anarquía moral (que consecuentemente desemboca en un gobierno moral de las pasiones y los apetitos al estilo del hedonismo extremo) es el principal obstáculo de las personas en las naciones de la antigua Cristiandad para poder identificar a Dios, la fuente de toda Bondad, y seguir sus mandamientos.
Precisamente uno de los principios del liberalismo ético que impera en nuestros días es el rechazo a una moral objetiva que a todos sujeta. Como no existe sociedad que pueda subsistir sin unos cánones morales, las soluciones que busca para poder subsistir son dos. La primera que intenta es el democratismo moral (más coherente con sus ideas), esto es, que la mayoría elija en cada momento las normas para el bien o el mal, bien directamente por sufragio, bien por sus representantes electos. Cierta corriente del liberalismo cristiano considera que el democratismo moral puede ser una forma de que el pueblo de los fieles, inspirado por el Espíritu Santo, manifieste la voluntad de Dios (aunque en este caso, no se entiende porqué Dios habría tenido que comunicar sus mandatos a los hombres por medio de profetas y, últimamente, por la muerte y resurrección de su Hijo). Naturalmente, un cuerpo formado por hombres falibles, con frecuencia incurrirá en error de juicio (sin contar con las innumerables manipulaciones que los poderosos acostumbran a emplear con los más simples para que elijan aquello que les conviene), así como cambios frecuentes de criterio, como vemos continuamente allí donde se emplea el democratismo moral, demostrando lo equivocado de esa creencia herética. La segunda solución, a la que desemboca irremediablemente la primera, es el totalitarismo moral, por la cual el ente regente, normalmente el estado, impone a todos el canon moral.
El mal es la ausencia de Bien, y por tanto, la ausencia de Dios. Consiguientemente, todo acto malo, incluso el más nimio, es una forma de negación de Dios y una apostasía, siquiera sea transitoria o parcial. El pecado, pues, es una falta de confianza en la bondad de Dios (CIC 397).
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Belleza
La cualidad de la belleza hace alusión al agrado que produce a los sentidos del sujeto un ente externo. Aunque existe naturalmente un grado de subjetividad en la percepción de la belleza, en todas las almas hay un placer en advertir la perfección de un ente al fin al que está ordenado por sí mismo. En este profundo sentido, la belleza se separa de la mera estética.
La estética refiere simplemente a la reacción emocional que los entes despiertan en nuestros sentidos, tanto de atracción como de repulsión. Al no alcanzar hasta el fin del ente, la estética es inmediata, y no impresiona al alma con la profundidad de la Belleza. De hecho, la Belleza precisa de una percepción reposada y normalmente prolongada, así como de una meditación espiritual sobre su sentido. La estética, por contra, es rápidamente percibida y normalmente su impresión es fugaz, quedando en un plano subjetivo. Quienes fían sus actos a provocar la atracción estética de otro ser humano, yerran por completo en lo que la Belleza es, tanto por su fin como por su esencia.
Al indagar sobre la perfección de un ente, la belleza nos proporciona una imagen de su esencia. Esa esencia perfeccionada, además, incluye dos cualidades divinas que hemos tratado anteriormente: la bondad del ente (el fin apetecible que persigue) y su veracidad (su adecuación a la realidad de la naturaleza creada). Así pues, si un ente persigue un fin errado, o no se adecúa a la realidad natural o sobrenatural, no es propiamente bello en ningún caso.
Como es lógico, la perfección de un ente creado nos lleva al ente perfecto Creador de quien es reflejo, esto es, a Dios, infinitamente perfecto (CIC, 32, 341). Por ello el Aquinate enseñaba que la belleza (a la que llama “esplendor de la forma/esencia” inteligible) también era una forma de conocimiento de Dios, que es la Suma Belleza.
De modo inverso, la Belleza (como el Bien y la Verdad) de cada criatura, muestra su semejanza con Dios, principalmente en el ser humano, hecho a su imagen (CIC, 41) por Dios, para comunicar su Gloria al mundo.
La percepción de la Belleza en un ente concreto es un camino sensible y espiritual para conocer el gran orden divino de todas las cosas, esto es, la posición de cada ente en el lugar que le corresponde para alcanzar su mayor perfección. A la relación equilibrada entre estos entres ordenados perfectamente se le llama armonía. El alma humana percibe tanto el orden como la armonía, y la belleza es una de las formas más directas para ese conocimiento. Sólo lo ordenado y armónico se nos presentará como auténticamente bello.
En tanto en cuanto un ente se acerca más al ideal para el que fue creado (primariamente para dar Gloria a Dios, y secundariamente con otros fines y cualidades), tanto más armónicamente se presenta a los sentidos. El alma, de forma instintiva, se siente atraída por la armonía de los entes con su propia perfección, y la percibe como belleza de los mismos.
La existencia de un orden cósmico, y el anhelo del alma humana por conocerlo e imitarlo, y hallar así armonía entre su naturaleza y su fin, llevan directamente al Hacedor de ese orden que refleja su creación. Por ello, la Belleza y su exaltación es también una catequesis, y una forma de dar gloria de Dios.
El alma humana, particularmente las más sensitivas, tienen en la Belleza genuina un modo de llegar a Dios, diferente (pero no opuesto) a las otras vías que existen para su conocimiento. Así, todas las artes que buscan facilitar el encuentro del espíritu con la Belleza, sea natural o sobrenatural, son verdaderos caminos de virtud. Especialmente en las materias relacionadas con lo sacro. Y sus artistas, verdaderos catequistas de la Humanidad (CIC, 2500-2503). De igual modo, los contemplativos de dicha Belleza (pensemos en los grandes místicos, como san Francisco de Asís, san Juan de la Cruz, o San Gregorio de Nisa que afirmaba “es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma”), son verdaderos virtuosos.
San Agustín de Hipona, en su sermón 241, 2 afirma “interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo […] todas te responden: mira, nosotras somos bellas. Su belleza es una confesión. Estas bellezas, sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho, sino la Suma Belleza?”. Y el libro de la Sabiduría, en su capítulo 13, 3, nos dice “si, cautivados por su belleza, les tomasteis por dioses [a los elementos], sabed cuánto les aventaja el Señor de estos, pues fue el Autor mismo de la Belleza quien los creó”.
Por el mismo motivo, la exaltación de lo errado, lo falso, lo incompleto, lo desproporcionado o lo desordenado, aunque el intelecto ponga toda su capacidad artística en ello, no es creación de Belleza, ni la puede reflejar en ningún modo.
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Conclusión
Verdad, Bondad y Belleza son tres atributos divinos, que se reflejan en sus criaturas (principalmente el hombre), y que el alma humana, dotada de libre albedrío, apetece en su búsqueda de Dios.
Aunque no forman estrictamente del ámbito de la religión, y son accesibles al conocimiento humano y a la razón madura, las tres constituyen muy importantes hitos en el camino de la fe del creyente. Son estas tres vías para conocer a Dios, y contemplar su grandeza que todo ser humano puede transitar sin conocer o incluso sin aceptar cordialmente la ley revelada por el Creador.
El cristiano, por su parte, participa de esa gloria divina buscando y practicando la adecuación del entendimiento a la realidad de las cosas, la elección de lo bueno sobre lo malo, y el reflejo del orden y la armonía del ente perfeccionado para sus fines.
Estos tiempos turbulentos y escépticos son tan buenos, o incluso mejores, que cualquier otro para practicar y proponer estas tres virtudes.
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