La ley española de suicidio asistido y eutanasia (II). El informe del CBE
EL INFORME DEL COMITÉ DE BIOÉTICA DE ESPAÑA DE MARZO DE 2020
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Consideraciones preliminares
El 4 de marzo de 2020, el Comité de Bioética de España (CBE) decidió, en sesión plenaria y de manera unánime, publicar un informe valorando tanto el proyecto de ley del grupo socialista, como la situación general de la eutanasia en España, en cumplimiento de lo dispuesto por el artículo 78.1 de la Ley 14/2007, de 3 de julio, de investigación biomédica, y que dictamina que su función será “Emitir informes, propuestas y recomendaciones sobre materias relacionadas con las implicaciones éticas y sociales de la Biomedicina y Ciencias de la Salud que el Comité considere relevantes”. El informe fue redactado, y se aprobó su publicación también por unanimidad el 30 de septiembre de 2020.
En la introducción (razones y fines) donde justifica la elaboración del informe, el CBE alude a lo ocurrido en otros países europeos, donde los comités de bioética han jugado un papel importante en el debate sobre la despenalización (o no) de la eutanasia o el derecho a la asistencia al suicido, dando indirectamente un toque de atención al proyecto de ley del grupo del gobierno, que citando asimismo a los “países del entorno” para abordar la cuestión, no seguía su ejemplo e ignoraba a entidades y organismos adecuados, como sería, evidentemente el CBE, que además es instituto oficial creado y regulado por ley con ese fin. El CBE incluye, para sus argumentaciones, citas de documentos recientes de observatorios públicos de bioética de países de nuestro entorno, como el Comité Consultatif National d´Ethique de Francia, el Comitato Nazionale per la Bioetica de Italia, el Deutscher Ethikrat de Alemania, la Bioethikkommission de Austria o el Conselho Nacional de Ética para as Ciências da Vida de Portugal.
De igual modo, no está conforme con la que hemos visto es la principal guía del proyecto de ley, la autonomía de la voluntad del interesado, con estas palabras: “si algo nos ha traído esta pandemia no es tanto la proclamación reiterada de la autonomía individual, sino, antes al contrario, la necesidad y la urgencia de implementar una verdadera sociedad del cuidado que se haga cargo de la vulnerabilidad de la condición humana […] desde otra reivindicación mucho más humana, que nos abra a la reciprocidad, solidaridad e inclusión”. Así, el CBE incorpora un punto de vista que el proyecto de ley ni se plantea: que el ser humano puede ver su libertad de elección condicionada, no meramente por coacción externa o simple ignorancia, como da por sentado el proyecto de ley, sino también por sus miedos y necesidades.
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Derecho a la vida y derecho a la autonomía
El informe del CBE pone sobre la mesa de discusión el gran debate: la dificilísima conciliación entre dos principios bioéticos como son la protección de la vida y la autonomía de la voluntad del paciente, cuando está última entra en contradicción con la primera. El informe pretende distinguir entre las opciones morales que podríamos llamar secundarias o accesorias (que llama a respetar pero no se deben imponer) de aquellas exigencias de justicia que deben, necesariamente, informar la vida social y las normas de ella emanadas.
El informe fundamenta la discusión en “la protección de la vida, el respeto de los valores individuales, la solidaridad y la compasión”, con lo cual ya nos adentramos en el terreno de la discusión ética legítima, completamente ausente del frío proyecto de ley del grupo socialista. Asimismo, pone en guardia sobre los casos concretos, que si bien son un aliciente a no olvidar la importancia de la cuestión, pueden entorpecer el debate racional sobre un asunto muy complejo con reacciones meramente emocionales.
Con respecto a la compasión (que define como simpatía por el sufrimiento ajeno, y da por supuesto que incitaría a auxiliar al que pide la muerte), aunque sentimiento humano y respetable (incluso virtuoso, a criterio del CBE), desaconseja usarlo como guía ética principal: las consecuencias del homicidio por compasión pueden afectar a otras personas en la actualidad o en el futuro. Considerar la compasión como el principal determinante ético y legal sería peligroso y jurídicamente inseguro. Porque, y esto lo añado yo, la compasión, siendo virtuosa, reposa sobre un juicio completamente subjetivo, y no es posible construir una norma moral común (y por ende, una ley común) sobre un sumatorio de impresiones subjetivas. O, por decirlo en lenguaje teológico, todos los hombres estamos dañados por el pecado original, y cada razón individual puede errar el juicio, por muy buena que sea su intención.
El criterio moral por el que se guía el CBE para aconsejar a la norma legal se resume en esta frase: “No se llega a una sociedad justa por garantizar solo la libertad de elección, por transformar los deseos, por plausibles que puedan socialmente ser, en derechos, cuando, sobre todo, afectan a terceros. Hay que avanzar hacia la calidad moral de la autonomía. En palabras de Edmund Pellegrino, los fines no son lo bueno, el bien, porque nosotros lo deseemos, sino que los deseamos porque ellos son el bien, lo bueno.”
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De la prohibición a matar al “derecho” a ser matado
Asimismo, se señala el problema de confundir lo personalmente lícito con un derecho (es decir, algo razonablemente exigible a la sociedad). O sea, nuevamente, mezclar el deseo subjetivo con las razones objetivas para merecer algo. Asimismo, un derecho personal determina también la conducta de otros, cuyas razones subjetivas no son menos respetables. Esta filosofía genera innumerables conflictos por las continuas colisiones entre los personales deseos subjetivos de cada ciudadano, que la legislación debe continuamente regular y actualizar, hasta alcanzar un volumen mastodóntico de regulaciones, sin olvidar que, como árbitro y supremo garante, finalmente el estado va adquiriendo una monumental influencia en la regulación de las normas sociales y, secundariamente, morales. Y, por ende, un poder social desmesurado, basado en la (aparente) incapacidad social para alcanzar consensos morales (o seguir normas superiores).
En este caso concreto, además, se da la radical transformación de una hipotética excepción del deber moral y legal de no matar, a que el homicidio asistido se convierta en un deber legal y una prestación del sistema sanitario. El CBE llama la atención hacia el hecho de que la prestación pública del auxilio al suicidio pone legalmente en manos del estado, no velar por la salud de las personas, sino su propia vida, extremo que había quedado desterrado con la eliminación de la pena de muerte del código penal (añado yo que en realidad esto ya se acabó con la legalización del aborto).
El Informe del CBE recuerda la regulación actual de la eutanasia y el auxilio al suicidio, contemplada en el artículo 143.4 del Código Penal que dispone que
El que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar, será castigado con la pena inferior en uno o dos grados a las señaladas en los números 2 y 3 de este artículo.
Esta reducción, concordando con criterios de voluntariedad expresa del que muere, y circunstancia de enfermedad grave o insufrible (que recuerda al “contexto eutanásico” del proyecto de ley) rebaja la pena por homicidio de entre 10-15 años (o más en algunas circunstancias) del artículo 138, a 6 meses a 6 años máximo en estas circunstancias, lo cual el CBE considera “benévolo”, ya que, como es sabido, toda pena inferior a 2 años, si no media antecedente penal, no precisa ingreso en prisión (que es lo que ocurre en la mayoría de casos mediáticos, y cuando se pueden demostrar fehacientemente las circunstancias concurrentes). Así, el homicidio por compasión y la asistencia al suicidio, aunque legalmente se sigan considerando delito, en la práctica punitiva están total o parcialmente despenalizados. Para el Informe, el Código penal no pretende prohibir un acto concreto de eutanasia, sino su práctica institucionalizada. Nuestra legislación, así, mantendría incólume el principio de la ilegitimidad de matar, sin dejar por ello de ser tolerante con algunas excepciones concretas.
En sus propios términos, mantener este principio de no matar en la legislación tiene un valor simbólico fundamental, y “si se despenalizara, ello reflejaría un cambio de actitudes ante estas conductas y el sentido de precaución y gravedad actual se irían perdiendo naturalmente entre la ciudadanía y la profesión sanitaria. La prohibición de matar que se expresa en la prohibición de la eutanasia y/o auxilio al suicidio constituye un componente de la confianza que cada uno de nosotros puede depositar en la sociedad y, por lo tanto, es muy importante para nuestra fe colectiva en la sociedad”. Este apunte fundamental en moral social es pasado completamente por alto por el proyecto de ley.
Más aún, esta pérdida del sentido de gravedad provoca “el temor que por tratar con compasión los pocos casos que se nos presentan se abriera un camino que devalúe el valor ético y legal de la vida humana. El problema radica en el temor que produce la eutanasia en manos del Estado y de determinados mecanismos objetivos de poder”. Lo que el CBE expresa delicadamente, es el riesgo de que unos pocos casos concretos (muy pocos cuando se hacen las cosas bien con los cuidados paliativos, si hacemos caso al doctor Gómez Sancho, como veíamos al principio) puedan ser la excusa para que el poder coercitivo del estado tenga en sus manos la decisión de vida o muerte de personas con problemas graves de salud. Ese es exactamente el verdadero trasfondo de todo este asunto, el fin que se busca y la excusa que se emplea. No de otro modo se emplearon algunos casos dramáticos de madres violadas o cuya finalización de embarazo podía poner en riesgo su salud para justificar el actual derecho a asesinar al propio hijo y el empleo el feticidio como método anticonceptivo (no digamos nada de si el bebé viene con taras genéticas, en cuyo caso se fuerza a las madre de modo indirecto pero muy eficaz, empleando el miedo como instrumento, para que acaben con su vida antes de que nazca). El propio CBE así lo reconoce, cuando admite que la irreversibilidad de arrebatar una vida humana “abre un camino que luego es difícil de parar y dicho argumento que se denomina de la pendiente resbaladiza es importante porque en ética la prudencia es la virtud que intenta prever las consecuencias y evitar decisiones de las que nos podamos arrepentir después.”
El Informe se hace eco de la Declaración sobre la eutanasia de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos de 2002, que afirma que “puede haber personas que acepten éticamente la eutanasia en determinadas circunstancias extremas y estén a la vez en contra de su legalización, por razones de carácter prudencial, en atención al posible o, más aún, previsible balance de consecuencias que las repercusiones negativas de esa ley que la proclamara, pudieran tener. No como excepción tasada a la regla general de protección a la vida, sino como verdadero derecho y prestación del sistema público de salud”. La sociedad científica más directamente relacionada con los moribundos, los previsibles solicitadores de la eutanasia, advertían hace 18 años sobre el riesgo de que pasara exactamente lo que ha pasado.
Más cercanamente, el Grupo de trabajo “Atención médica al final de la vida”, de la misma Sociedad elaboró en abril de 2015, el documento “Atención Médica al final de la vida: conceptos y definiciones”, que el CBE sigue como guía para la nomenclatura científica de los aspectos relacionados con la eutanasia.
Según este documento, la eutanasia se define como “provocación intencionada de la muerte de una persona que padece una enfermedad avanzada o terminal, a petición expresa de ésta, y en un contexto médico”, y el suicidio asistido (o ayuda al suicidio) como “la ayuda médica para la realización de un suicidio, ante la solicitud de una persona enferma, proporcionándole los fármacos necesarios para que ella misma se los administre”.
EL CBE no obstante, llama la atención sobre el hecho de que no existe diferencia sustancial entre ambos conceptos. El suicidio, que por propia definición etimológica (según traducción latina) precisa darse muerte a uno mismo, deja de serlo estrictamente cuando la intervención de un tercero se hace necesaria. En ese sentido, hay en el informe del CBE un debate terminológico acerca de hasta que punto proporcionar una sustancia letal a alguien (en principio incapacitado para obtenerla por su cuenta) para que él decida si la consume y cuando, rebasaría o no el concepto de suicidio.
Las condiciones indispensables para que se pueda hablar de estos dos conceptos son “petición expresa y reiterada, aplicación por profesional sanitario, enfermedad irreversible/avanzada y vivencia de sufrimiento experimentada como inaceptable”.
Como hemos visto al analizar el proyecto de ley, la petición expresa y reiterada es recogida, pero con excepciones: si el médico considera que el paciente va a perder la capacidad de emitir juicios o a morir en breve plazo, una sola petición basta; de igual modo, si se plantea la cuestión cuando el paciente ya no puede decidir, cualquier declaración eutanásica previa (sea en documento privado o público de voluntades anticipadas) es tomada como su voluntad actual.
Asimismo, la enfermedad provocadora en el proyecto del ley del grupo socialista no adquiere tintes irreversibles o avanzados, puesto que casi cualquier enfermedad grave es motivo para solicitarlo, incluso aunque el pronóstico de años de vida sea aún elevado (por ejemplo, las demencias o los accidentes tromboembólicos con secuelas, como se ve en los documentos de voluntades anticipadas autonómicos).
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Terminología de conceptos importantes en eutanasia
Entre la terminología a definir, el informe del CBE desmenuza con precisión conceptos importantes que el proyecto de ley obvia casi completamente.
A) Así, se define la “Enfermedad incurable avanzada” como aquella de curso gradual y progresivo, sin respuesta a los tratamientos curativos disponibles, que evolucionará hacia la muerte a corto o medio plazo en un contexto de fragilidad y pérdida de autonomía progresivas.
B) La “situación de agonía” es la que precede a la muerte cuando ésta se produce de forma gradual, con deterioro físico y pronóstico de vida en horas o pocos días.
C) La “sedación paliativa” es la disminución deliberada de la consciencia de la persona enferma, una vez obtenido el oportuno consentimiento, mediante la administración de los fármacos indicados y a las dosis proporcionadas, con el objetivo de evitar un sufrimiento insostenible causado por uno o más síntomas refractarios. La sedación paliativa continua profunda no es equivalente a la eutanasia, aunque se puedan emplear fármacos análogos, porque la primera es una acción destinada a aliviar el sufrimiento, mientras que el objeto de la segunda es provocar la muerte. Por tanto, la diferencia reside en la intención de aliviar o la intención de poner fin a la vida.
El CBE se hace eco también del dictamen del francés Comité Consultatif National d´Ethique, que en su Opinión núm. 122 de 30 de junio de 2013, sobre este asunto, recomienda continuar prohibiendo a los médicos “inducir la muerte deliberadamente", ya que tal prohibición protege a las personas al final de sus vidas, sobre todo a las más vulnerables.
Asimismo, el informe recuerda que “el reconocimiento constitucional del derecho a la vida en el art. 15 CE constituye la proclamación de que la vida misma es precisamente el presupuesto elemental e indispensable de todo derecho […] la vida no constituye en nuestro ordenamiento constitucional un mero derecho, sino un valor o principio, que antecede a la propia constitución”. O por decirlo de otro modo, la vida no es un derecho, sino la generadora de todos los derechos, y su reconocimiento la base de la justicia (como recogen todos los códigos basados en los derechos). Así, quien desea quitarse la vida, está de modo indirecto proclamando su renuncia a cualquier derecho.
Jurídicamente hablando, además, el derecho a la vida pertenece al grupo de derechos inalienables según el derecho constitucional, es decir, que su titular no puede renunciar a ellos, como son la libertad, la dignidad o la educación. El sujeto de derechos puede dejar de ejercerlos (en este caso, dejarse morir o incluso matarse), pero no puede renunciar formalmente a ese derecho, ni puede exigir de terceros que lo conculquen (es decir, solicitar la ayuda al suicidio).
Contra este derecho natural e inalienable se alza (como tantas veces en la cultura posmoderna) la autonomía de la voluntad, en este caso enmarcada en la llamada autodeterminación del individuo: si en el plan de vida libremente elegido de un sujeto se incluye poner fin a la misma antes de su fin natural, impedírselo sería violentar su libertad de elección. Enmarcar esta decisión en un contexto de enfermedad objetivamente grave nos lleva de lleno a la discusión sobre la eutanasia y el auxilio al suicidio.
La dignidad, en este caso, ya no es el valor inherente que toda persona merece por el hecho de serlo, o su reconocimiento, sino que estaría vinculada a la satisfacción de la autoimagen de cada persona, principalmente en términos de autonomía y/o calidad de vida.
Este razonamiento nos lleva a una vía peligrosa: que la dignidad (y por tanto el valor inherente) de cada persona no es un presupuesto incontestable de cada ser humano, sino que puede variar según momentos y personas.
De aquí llegamos a una inferencia lógica: si el valor inherente de una persona es variable para ella misma, también puede serlo para un tercero. Por tanto, la dignidad del ser humano no es un valor absoluto ni constante. Se trata, finalmente, de un principio de la ética subjetivista, que niega la existencia de valores objetivos universales. Aunque escandalice escucharlo, este principio es el que justificó ideologías como el racismo o instituciones como la esclavitud (considerar a un ser humano como un objeto susceptible de propiedad).
Los impulsores del proyecto de ley nacional de la eutanasia la acotan como una excepción al principio general del valor inherente de la vida, limitada a la voluntad autónoma del propio sujeto (entendida como libertad), y únicamente en el vago “contexto eutanásico”. La autonomía volitiva se erige así en un valor superior al de la vida, aspecto que en absoluto está contemplado en la CE.
La autodeterminación del sujeto (“seréis como dioses”) es el señuelo atractivo al orgullo humano que sirve para introducir en la legislación el principio de la variabilidad del valor de la vida humana. Ese riesgo es más agudo cuando el sujeto tiene impedida o limitada la expresión de su voluntad. Los males provocados no se pueden volver a meter en esta caja de Pandora. El razonamiento llegará a sus últimas consecuencias: otros decidirán el valor de nuestra vida por nosotros, y finalmente el estado garantizará que no se haga injusticia en esa valoración, asumiéndola él. Si la pena de muerte propinada por la potestad judicial era el castigo máximo por el crimen mayor, la muerte provocada por el estado será en este nuevo supuesto no un castigo, sino por nuestro propio bien. Más aún, se procurará que el sujeto cuya vida sea considerada de poco valor, solicite él mismo su muerte.
Esto no es ciencia-ficción: nuevamente hay que recordar el aborto provocado legal, y aceptado socialmente (sobre todo en el caso del aborto eugenésico) donde el valor de la dignidad de la vida del no nato lo decide su madre.
En el caso de la eutanasia legal en España, servirá un documento legal firmado en un momento anterior donde no se presentaban las condiciones actuales, o incluso una voluntad redactada en privado y presentado por un representante. Siempre, naturalmente, que sea en sentido eutanásico. El siguiente paso será que la decisión sobre el valor de la vida del enfermo la tome un comité de “expertos” (expertos en medicina, no en filosofía del derecho).
El CBE llama la atención sobre dos extremos que resultan obviamente discutibles
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¿Derecho a morir o derecho a ser auxiliado para acabar con el sufrimiento?
En primer lugar, si queda en manos del sujeto decidir la dignidad o no de su vida y poder reclamar al estado (en eso consiste el “derecho a morir”) el auxilio necesario para acabar con ella, esa potestad permanece en todo momento, y no puede quedar reducida a la enfermedad o el sufrimiento, pues esa limitación supone en sí mismo no respetar la misma autodeterminación que el proyecto de ley invoca. Por tanto, dichoderecho subsistiría en cualquier circunstancia, y el “contexto eutanásico” pasa a ser una anécdota, o incluso una intolerable coacción de un derecho. El sujeto podría exigir ayuda del estado para morir en cualquier momento, y no únicamente bajo ciertas circunstancias, y el único límite tolerable sería el de que dicha petición no dañase a otros.
El informe señala lo que considera la confusión de términos (a mi juicio en absoluto un error, sino perfectamente intencionada) en el debate sobre la eutanasia, entre el derecho a obtener ayuda para morir en sentido lato, y el derecho a que el estado alivie el sufrimiento de una enfermedad grave cuando el sujeto considera que la única forma de hacerlo es dejar de vivir. En el segundo caso el punto central no es la autodeterminación del morir, sino el sufrimiento insoportable. En esta circunstancia, si el paciente se convenciera de que su sufrimiento puede ser aliviado de otra manera, no habría solicitud de asistencia a la muerte.
Más explícitamente: el deseo de la muerte surge de unas circunstancias concretas, no aislado del entorno vital (recordemos que el instinto de supervivencia es el más fuerte). El primer reto del derecho, pues, debería ser modificar esas circunstancias, lo cual no se plantea ni en la mentalidad eutanásica ni en este proyecto de ley. No se cumple el principio de necesidad de dicha medida, porque la iniciativa legislativa da por supuesto que se ha hecho lo posible por aliviar el sufrimiento por otros medios, y eso no es así de ningún modo.
En cambio, el proyecto de ley se alinea con la primera definición: el sujeto elige vivir o morir, y el estado le auxilia a cualquiera de ellas. Ese es, exactamente, el mismo principio que subyace en la filosofía del aborto libre (en este caso, sobre la vida de un tercero al que se ha desposeído de personalidad), y que la ley española recoge parcialmente desde 2005; explícitamente hasta la semana 14, y a partir de ahí bajo acreditación de algún motivo (por laxa o fácilmente falseable que sea) para el aborto. En este caso, el sufrimiento o el “contexto eutanásico” son superfluos: es el sujeto quien ha de hacer esa valoración en conciencia, y el estado únicamente debe establecer los mecanismos que garanticen la libertad externa de dicha decisión, y ayudarle. Toda otra cortapisa legal va en contra de la autodeterminación del individuo. Y esa contradicción interna la señala el informe también en otras legislaciones europeas que han regulado la eutanasia, comenzando por la pionera, la de los Países Bajos, donde unos años después de legalizada la eutanasia, se ha planteado abiertamente el acceso a la misma de personas que no sufran patologías graves o terminales.
En resumen, si el motivo que suscita la legislación y la intervención de la potestad es regular una eventual forma de aliviar el sufrimiento, o lo es regular una autodeterminación radical de la propia vida. El proyecto de ley no entra a debatir el fondo de esta cuestión, apostando por la segunda opción con matices y limitaciones de tipo procedimental.
Pero si realmente lo que estamos tratando es de la primera opción, no cabe hablar de eutanasia (si realmente consideramos a la vida un valor) hasta haber agotado todos los medios para aliviar ese sufrimiento. Dentro del “contexto eutanásico” nos referiremos a los cuidados paliativos plenos, tanto en el paciente moribundo como en el crónico grave.
Como acertadamente sintetiza el informe: “la mera voluntad de la persona no es la condición necesaria y suficiente para legitimar las elecciones. Si la justificación para solicitar la muerte depende de la condición existencial específica del paciente, en la medida en que sea posible eliminar las condiciones de sufrimiento, la solicitud se consideraría injustificada”.
En aquellas situaciones en las que pese a unos cuidados paliativos correctos persiste la petición de auxilio a la muerte, cabría hablar de excepción negativa a la regla general. El CBE considera que la atenuante privilegiada de homicidio compasivo que ya contempla el Código Penal sería suficiente. En otras palabras, que no sería ni necesario ni conveniente la confección de una ley sobre la eutanasia.
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La lesión al concepto de dignidad humana que acarrea la eutanasia
En segundo lugar el CBE observa que el concepto de dignidad humana es ontológicamente intrínseco al ser humano, independientemente de las circunstancias, y ligado profundamente a la igualdad esencial de todos los seres humanos. En el caso concreto del enfermo, y mucho más aún en el del enfermo desvalido y vulnerable (como es el de los que caen dentro del “contexto eutanásico”), cobra más importancia el respeto a su dignidad como persona, en la misma proporción en que disminuye su poder para reivindicarla.
El propio TC consagra este principio en su sentencia 57/1994 con estas palabras:
“la regla del art. 10.1 CE, proyectada sobre los derechos individuales, implica que la dignidad ha de permanecer inalterada cualquiera que sea la situación en que la persona se encuentre, constituyendo, en consecuencia, un minimum invulnerable que todo estatuto jurídico debe asegurar”.
Este principio social, la defensa por el grupo de los más vulnerables, es uno de los que distingue a la civilización de la barbarie. De hecho, la defensa del vulnerable es un bien social superior a la autonomía volitiva del vigoroso. Y yo añado: si la ideología imperante sobrepone la capacidad de acción de la voluntad del sujeto a su propia dignidad intrínseca, el producto inevitable es la disgregación social, y la ley del más fuerte. Poner límites (como el de la dignidad de todo ser humano) a la autonomía individual no solo está justificado, sino que es indispensable para construir una sociedad fuerte y justa.
El CBE considera, de hecho, que la situación de vulnerabilidad del enfermo grave o terminal hace presumir racionalmente que la renuncia a sus derechos (incluyendo el de la vida) está realizada por una voluntad no enteramente libre, sino coaccionada internamente por su propio desvalimiento.
Colateralmente, el informe reflexiona sobre la absurda contradicción de que la Ley imponga a los servidores públicos (entre ellos a los sanitarios) intentar disuadir a un suicida en el intento de darse muerte, mientras el nuevo proyecto impone a esos mismos sanitarios, en unos casos concretos, cooperar a dicho suicido. Como consecuencia, afirma que “al introducir la eutanasia, conceptos jurídicos fundamentales pasan a ser distintos de cómo se han descrito en la tradición más inmediata”. El derecho penal ha de reescribirse en algunas de sus partes más sólidas para dar cabida a este “derecho a que me ayuden a morir”.
La modificación legislativa tiene detrás una filosofía de la existencia que, a juicio del CBE, enfrenta el valor concreto y objetivo de la vida frente al valor abstracto y subjetivo de una vida plena. Aunque el CBE explícitamente aparta del debate una visión moral teológica (de hecho cita las “tradiciones morales” como algo que parece “condenado a ser derribado”), no puede cerrar los ojos ante el hecho de que la aceptación social y legal de la eutanasia, consagra un derecho subjetivo y una obligación del estado que va en contra de toda la normativa que defiende la vida, aunque esa no sea su aparente intención.
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El análisis de los conceptos de autonomía de la voluntad y valor de la vida humana
El CBE critica con contundencia el concepto de autodeterminación abstracta que postula el movimiento proeutanasia: “la autonomía no puede ser absoluta porque se construye y se desarrolla en la comunidad de otros seres humanos que también obran y deciden en consecuencia. Esta formulación de la autonomía humana es la que ha dado lugar al término de “autonomía relacional” propuesto por la Bioética moderna”. La autonomía de la voluntad, pues, nunca puede ser absoluta, del mismo modo que el individualismo pleno no existe, puesto que nacemos, nos criamos y nos desarrollamos en sociedad, y creamos vínculos con otras personas, que van más allá de lo meramente transaccional (hay múltiples relaciones de obligación o deuda impagable, de afinidad irracional, o de amor). Legislar sobre un abstracto meramente especulativo es, pues, un error de base.
Sin olvidar que la autonomía absoluta sencillamente es inaplicable: para lograr su objetivo, quien solicita ser auxiliado para morir precisa el concurso de otras voluntades. Tanto la del profesional sanitario que ha de emplear sus conocimientos médicos para provocar la muerte (lo cual violenta su deontología profesional), como la del estado, que ha de disponer los medios necesarios para esa “ejecución” voluntaria. Ambas condicionan inevitablemente la decisión.
Por otra parte, es el principio de utilidad el que se emplea para la justificación de la petición de auxilio a la muerte propia: una vida valiosa (útil) es aquella que se vive con placer (“calidad”), mientras que una que se vive con dolor (sufrimiento en su sentido más amplio) tiene menos valor. Según este eje de coordenadas, pueden existir situaciones en las que una vida con un intenso sufrimiento sin horizonte de mejoría pierde todo su valor. Se vuelve inútil y por tanto sería éticamente aceptable acabar con ella. Nótese que la lógica del principio de utilidad no sólo es válida cuando se lo aplica un sujeto a sí mismo, sino igualmente cuando se aplica a los demás. Naturalmente, la teoría utilitarista no admite el valor intrínseco de la vida humana, ya que el valor varía en función del parámetro “calidad”, pudiendo oscilar entre un valor pleno hasta nulo.
Pero, como dice el Informe, “puesto que los principios de autodeterminación y utilidad tienden a ser incompatibles entre sí, no sirven para sostener una regulación estable de la eutanasia, en la que las dos condiciones se integran para atender únicamente los supuestos en los que concurran ambos requisitos, pero sí para transformar la concepción tradicional acerca de la muerte de la inmensa mayoría de las sociedades y culturas”. Es decir, el CBE reconoce la utilidad de las legislaciones sobre la eutanasia como herramienta para la modificación del pensamiento dominante y secundariamente la moral social y su norma.
Y plantea con gran lucidez cuál es el problema fundamental de esta cuestión: “De ser un acontecimiento que afecta a todos y cada uno de los seres humanos, pasa a convertirse en una decisión, que aparentemente adopta el sujeto pero que, en realidad, lleva a cabo el Estado, actuando tanto en el plano normativo como en el administrativo. Por un lado, el poder legislativo define las condiciones que deben concurrir para que el deseo de la persona de que se acabe con su vida se convierta en un derecho. Por otro, corresponde a la administración sanitaria evaluar elementos tan subjetivos como la libertad de quien hace la demanda eutanásica, o el carácter insoportable del sufrimiento que padece, sin los cuales no procede la eutanasia”.
Como ya he comentado en este y otros artículos, la ciencia médica puede medir parámetros más o menos objetivos como la temperatura, la presión arterial, la reactividad a estímulos o la capacidad respiratoria. Y tiene escalas para intentar objetivar otros no directamente medibles, como el dolor, la incapacidad funcional o el deterioro cognitivo. Lo que no puede hacer la medicina es evaluar conceptos totalmente subjetivos y que pertenecen al universo de las sensaciones, como el sufrimiento o la “calidad” de vida. Ni siquiera la psicología podría plantear herramientas de valoración suficientemente fiables sobre estos aspectos.
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Las dos posturas morales incompatibles: la vida como fundamento o la vida como propiedad
El informe también hace hincapié sobre la inconsistencia del argumento de la libertad (una legislación que no imponga a unos la visión sobre el valor de la vida o la elección de morir de otros), con estas clarividentes palabras: “Tanto si se opta por impedir como por obligar a que el Estado dé muerte a las personas cuando lo solicitan bajo determinadas condiciones, se está imponiendo al conjunto de los ciudadanos una determinada concepción moral acerca de la muerte”.
En su página 27 el CBE se hace eco de dos posturas morales contradictorias en la comprensión de la vida:
1) Aquella que considera la vida el primer bien, sin el cual no existen los demás, ni generan derecho, por lo que amerita una protección completa durante todas las etapas de la vida. La muerte es acontecimiento.
2) Aquella que considera la vida un mero soporte biológico de la existencia sobre la cual cada uno ejerce su pleno dominio, y de la cual dispone como de cualquier otro de sus bienes (incluyendo el momento de su finalización). La muerte es decisión.
Entre las dos posiciones hay que tomar partido: o bien la ley protege ante todo la vida, o bien protege ante todo la autonomía del individuo. No cabe término medio.
El problema que el Informe (y muchísima más gente, entre la que me incluyo) advierte en una legislación que pretenda conciliar la postura “vitalista” como algo genérico, pero admitiendo la postura “autonomista” como excepción a quién la quiera ejercer, es que los cuidados genéricos a todas las personas en situación vulnerable (paliativos en el caso de los terminales) no se ofrecen del mismo modo a quién los necesite si la Ley los considera incondicionales que si incluye como alternativa la posibilidad de darse muerte. Si se iguala el cuidado a todo ser humano con la finalización anticipada de su vida, no se puede afirmar que se considera que la dignidad de todo hombre subyace en toda situación: en la práctica, se está equiparando la situación de dependencia de cuidados (pérdida en algún grado de la autonomía o de la calidad de vida) con la no-existencia.
Hay además un efecto práctico más que previsible con la legalización de la eutanasia: cuando los fondos dedicados a la atención sanitaria se vean comprometidos, es inevitable que el recorte de prestaciones venga por aquellos cuyo “valor de vida” socialmente considerado sea casi similar a la muerte, es decir, los más vulnerables (criterio de rentabilidad). El utilitarismo impone su visión sobre los diversos grados de dignidad humana. Nuevamente el ejemplo de lo que se ha estado viendo en los Países Bajos (donde, efectivamente, los cuidados paliativos se han deteriorado de modo evidente desde que existe la eutanasia legal), vienen a apoyar lo que no es profecía agorera, sino mera previsión.
Naturalmente, una vez el pensamiento utilitarista se ha implantado en la sociedad, la tendencia a considerar que aquellos enfermos graves que no pueden manifestar su voluntad desearían acabar con su vida (a fin de cuentas, el pensamiento dominante) acabaría legalizando la eutanasia avoluntaria, concluyendo con el tiempo en que se coaccionaría a los sufrientes pero aún capaces para que solicitaran su muerte, por el bien social (su vida ya no es útil, por qué insistir en que se gasten recursos en su cuidado), llegando así a la eutanasia involuntaria legal. El utilitarismo triunfaría plenamente, tras haber empleado a la seductora filosofía de la autonomía de la voluntad como ariete para derribar la puerta que protege la esencialidad del valor de la vida humana. Y daría paso a un transhumanismo de tipo negativo, es decir, a la eugenesia social y legal.
El CBE, de hecho, se atreve a recordar que la dignidad de los más vulnerables y sufrientes, los enfermos graves entre ellos, lleva a la ley del más débil, por la cual una sociedad civilizada despliega recursos para cuidar a sus miembros más frágiles. Frente a ello se alza la ley del más fuerte, la ley salvaje de la barbarie que, no obstante, ha fascinado a no pocos filósofos hijos del darwinismo social, desde Nietzsche en adelante, que predicaban la eugenesia social no sólo en su vertiente de fortalecer a los existentes, sino también de eliminar a los débiles. Por su bien (para evitar su sufrimiento físico y psíquico), además, lo cual no deja de ser un razonamiento diabólico.
Por contra, la civilización construye una sociedad en la cual todos somos conscientes de que nos necesitamos unos a otros, de un modo u otro, en un momento u otro. Y yo añado que la familia en la que nos criamos y que es célula social básica, nos enseña el amor de los padres hacia los hijos, con su cuidado y protección hasta que se valen por sí mismos, del mismo modo que el amor de los hijos hacia los padres, a los que cuidan y protegen cuando ya no se valen por si mismos hasta su muerte. En este proceso tan natural al ser humano y su medio social, no se pone en cuestión cuál es la “cantidad de valor” o de “calidad” de la vida de sus miembros: se trata al otro como uno desea ser tratado.
Por ello en los estudios sobre el paciente grave o terminal se pone de manifiesto que es mucho más sencillo que el sujeto pida su muerte cuando ha perdido los apoyos sociales (familiares, laborales o de otro tipo), que cuando los conserva. La “muerte social”, el sentirse aislado y no reconocido, es quizá la primera de las causas de solicitud de la eutanasia, por encima del miedo a males futuros, el dolor o la incapacidad física. Y ello asimismo pone en cuestión la realidad de esa “autonomía de la voluntad” que tanto depende de su inserción adecuada en un marco relacional y comunitario.
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La influencia de la legalización de la eutanasia sobre la profesión sanitaria y la relación médico-paciente
No debemos olvidar tampoco a un actor fundamental sobre el que pocas veces se pone el foco: el personal médico responsable del paciente, y sobre el que la ley va a cargar una responsabilidad ingente, la de garantizar que se cumplen los requisitos del “contexto eutanásico”, sin dotarle de protocolos médicos o legales adecuados. Si no se pone remedio a ello, fácilmente se convertirá en objeto de denuncias por obstaculizar el “ejercicio de un derecho”, dando paso indefectiblemente (como nos enseñan experiencias previas) a la práctica de una medicina defensiva, es decir, de una mala medicina. Igualmente el derecho a la objeción de conciencia recibe apenas un párrafo en todo el proyecto de ley, correspondiente a la escasa importancia que le da el legislador, y necesitará posterior desarrollo reglamentario.
Por otra parte, dotar del poder de matar al saitario que, por su propia idiosincrasia, es el primero que combate contra la muerte, supone una violación de la propia vocación profesional (no olvidemos la tajante prohibición del juramento hipocrático). El riesgo evidente, como señala el CBE, es que
“se trata de un cambio en el comportamiento médico aceptable que una vez legalizado será enseñado como adecuado y será practicado como necesario (…) la posibilidad de que el médico llegue a cometer un homicidio como un acto médico transforma totalmente la relación médico paciente. Esto afecta a la Medicina como arte de una forma más profunda que una transformación de las necesidades del sistema sanitario. Si la ética limita poderes, con la eutanasia el profesional de la Medicina adquiere un nuevo poder, aunque sea no buscado. Posee un poder de muerte sobre el paciente (…). El cambio que se produce es el homicidio intencional por parte del médico como una obligación jurídica que trascenderá a la lex artis”.
El Informe se hace eco asimismo de la postura más reciente (2017) de la Asociación Médica Mundial a este respecto “La Asociación Médica Mundial reafirma su fuerte convicción de que la eutanasia está en conflicto con los principios éticos fundamentales de la práctica médica, y la Asociación Médica Mundial alienta firmemente a todas las asociaciones médicas nacionales y a los médicos a abstenerse de participar en la eutanasia, incluso si la ley nacional lo permite o despenaliza en ciertas circunstancias”.
Más aún, la Organización Médica Colegial incluye en el capítulo VII de su código deontólogico (artículo 38.5) que“el médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste”, y ha reiterado en varias ocasiones su petición de la promulgación de una Ley General de Cuidados que garantice de forma integral, no solo los cuidados paliativos y la atención al final de la vida, sino la mejor asistencia a aquellas personas que padecen una grave enfermedad orgánica o psíquica causante de gran incapacidad. Como dice el dicho popular, “poner los caballos delante del carro”. Esa ley no ha sido propuesta anteriormente por ningún partido político, pese a que se trata de una demanda de una potente organización social y profesional.
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El riesgo de eutanasia avoluntaria en los más frágiles
Añádase, como ya comentábamos, que con la legalización de la eutanasia, el paciente podrá siempre tener la duda de si la atención y recomendaciones de su médico al respecto de la solicitud de auxilio a la muerte están guiadas únicamente por su intención de curación y cuidado, o podría verse influida por otros condicionantes, como la capacidad del sistema sanitario para sostener ciertos soportes vitales, o incluso la frustración personal del facultativo por no poder mejorar la situación de su paciente. La ilegalidad de la eutanasia sería un factor de seguridad en la relación médico-paciente. Su legalización, la introducción de un factor de sospecha o dedesconfianza. Como dice el informe del CBE “una ley de eutanasia va a incorporar una inercia previsible, especialmente en tiempos de escasez de recursos”, y más aún (véanse páginas 40 a 48), en los colectivos llamados vulnerables o frágiles: niños, ancianos, discapacitados, pobres y enfermos mentales. Recordemos la ley del más fuerte frente y la ley del más frágil, que es la verdaderamente ética desde el punto de vista humano. La justicia social reclamaría proteger al más débil, y el riesgo radica en que una ley de eutanasia como la propuesta por el grupo socialista del congreso español haga que las personas vulnerables se sientan obligadas, por efecto de las presiones, reales o imaginarias, a solicitar una muerte prematura por “responsabilidad social”, en nombre del utilitarismo.
En pocas palabras, que el sufrimiento (o cansancio) que se trata de aliviar no sea el del discapacitado o enfermo mental, sino el de sus cuidadores y los pagadores de dichos cuidados.
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El sufrimiento
El Informe pormenoriza otros conceptos relacionados. De entre ellos nos detendremos un momento en el sufrimiento, que tanta importancia tiene en el proyecto de ley sobre eutanasia. El CBE lo define como “un complejo estado afectivo, cognitivo y negativo, que abarca tres características: la sensación que tiene la persona de sentirse amenazada en su integridad, el sentimiento de impotencia para hacerle frente, y el agotamiento de los recursos personales y psicosociales que le permitirían afrontar dicha amenaza”, y lo distingue de su origen emocional, la angustia, que como toda emoción es irracional, aguda e intensa.
Cuando ese sentimiento es muy persistente en el tiempo, y se racionaliza en extremo, se vuelca normalmente en la duda existencial, esto es, el “sentido de la vida” y los límites de la propia condición, entendidos como “carencia, déficit, contingencia, pequeñez, fragilidad y, a la par, como frontera, precipicio, condición de posibilidad de salto transcendental más allá de lo conocido y controlado”. La incapacidad de dar un sentido al sufrimiento, o en palabras de Viktor Frankl, “cumplir el sentido más profundo, que es el de aceptar el sufrimiento”, está detrás del vacío existencial, y con frecuencia en la petición de auxilio para morir.
Es algo conocido en la medicina y la psiquiatría, que las necesidades espirituales y emocionales forman parte de la demanda de la persona enferma no menos que las expectativas de curación o los cuidados físicos. Si nos centramos en el paciente con enfermedad irreversible o terminal, es inevitable que se genere una profunda crisis existencial (sentido de la existencia propia y finalidad de la misma, trascendencia del ser humano o del alma, recapitulación de objetivos y valores de la propia vida), acompañada de necesidades emocionales especiales: afirmación de la propia identidad, necesidad de saberse valorado, sentido de arraigo y pertenencia (estar con los suyos, visitar algún lugar especial para él, sentirse aceptado y escuchado por los que le rodean, etcétera), recibir cariño, “cerrar” temas pendientes, tanto materiales (testamentos o herencias) como afectivos (viejas enemistades o personas con las que se perdió el trato hace mucho), y por supuesto, despedirse de las personas significativas en su vida. Todos estos extremos deben estar en la agenda de los cuidadores, sean profesionales sanitarios o no, para procurarlos directamente, o al menos facilitarlos.
Las soluciones rápidas y drásticas (y la eutanasia lo es), tienden a minusvalorar estos extremos, por la existencia de una medida radical que “acaba” con las preocupaciones del moribundo o enfermo grave crónico. Más aún, con frecuencia estas iniciativas pueden partir de los cuidadores del enfermo, abrumados por una responsabilidad para la que nadie prepara y que nadie valora. El CBE se hace eco de una máxima de Levine que resumiría bien cuál es la actitud éticamente correcta “cuando tu miedo toca el dolor del otro, se convierte en lástima; cuando tu amor toca el dolor del otro, se convierte en compasión”.
Es importante, asimismo, remarcar que el sufrimiento, como ente subjetivo e interior, puede ser desencadenado por muchos motivos. La atención médica únicamente estará indicada cuando el sufrimiento provenga de una enfermedad, o su intensidad pueda causarla (es el fenómeno llamado somatización, y que puede provocar depresión o anorexia, entre otros). El “contexto eutanásico” de la ley pretende enmarcar esa intervención sanitaria dentro de unos parámetros más o menos objetivables, pero finalmente, el facultativo podrá asesorar sobre problemas de salud, mas no sobre la angustia que vive el sujeto (igualmente el psiquiatra puede valorar las afecciones psicológicas, no su “insoportabilidad” vital). Cuando estamos hablando además de una legislación que pretende regular los términos de un homicidio por compasión, o un auxilio al suicidio, es evidente que estamos transgrediendo los límites de lo razonable.
Por otra parte, el CBE señala otras limitaciones secundarias, debidas a la pura experiencia práctica: la posible inexperiencia en el manejo de situaciones extremas o de formación bioética del equipo médico que atiende al paciente, la claudicación terapéutica precoz ante el impacto emocional elevado expresado por el paciente o su familia ante el sufrimiento, o la propia filosofía personal del médico, que puede ir desde la convicción de que debe atender los deseos del paciente sin demora ni crítica (una complacencia que es el extremo opuesto e igual de equivocado que el paternalismo) hasta la creencia de que el sufrimiento no es un aspecto médico, y por tanto, no es competencia suya. Por no hablar de un problema que sobrevuela siempre toda actuación médica, y del que no se habla en los debates sobre la eutanasia: el desaliento del propio médico ante el fracaso terapéutico, que se traduce en una inducción (normalmente inconsciente) al paciente a que tome la “vía rápida” para acabar con el sufrimiento (con el sufrimiento del facultativo, en este caso).
Hablamos de seres humanos, e infinidad de condicionantes humanos pueden influir.
En resumen, el sufrimiento es un problema existencial, filosófico y ético, y por tanto, resulta inadecuado y contraproducente emplear al médico como perito para valorar su intensidad o suficiencia para justificar el homicidio del que sufre. En cierto modo, descargar sobre el facultativo esa responsabilidad es un modo con el que el legislador, el paciente que sufre y la sociedad se quitan de encima un debate y una decisión incómodos, vistiéndola de ropajes científicos, que no son tales.
Los medios para practicar la eutanasia pueden ser médicos; las razones, no.
Hay una carencia de análisis social responsable sobre el sufrimiento y el sentido de la existencia cuya resolución se escamotea con una pátina de ciencismo. Todos los actores implicados insisten mucho en descartar una moral social cristiana que daba respuesta a esas cuestiones, como algo periclitado o superado, pero en lugar de plantear una alternativa, se abandona al sufriente a su suerte y recursos propios (so capa de libertad), permitiendo una salida fácil de inyección letal con apariencia de acto médico.
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Efectos sociales de la legalización de la eutanasia
El CBE termina con unas reflexiones acerca de la situación social en la que se desarrolla esta legislación sobre la eutanasia: una población envejecida (en Europa en general y en España en particular), y cada vez más sola y menos valorada (en una sociedad economicista, evidentemente los ancianos son los más improductivos): “existe el peligro de que la despenalización de la ayuda al morir cree un hipotético deber sobre los enfermos terminales que les lleve a verse en la obligación moral frente a la familia y la propia sociedad de acabar cuanto antes con su situación”. De la eutanasia como derecho de la autonomía de la voluntad a la eutanasia como deber moral de los enfermos graves (sobre todo) o terminales a “no ser una carga” hay apenas un pequeño paso. Un sentimiento humano que todos tenemos por deferencia a los demás (o por comprensible miedo), que termina siendo manipulado para justificar la falta de cuidados debidos a la dignidad (esto sí es la dignidad) de todo ser humano, y el homicidio por motivos de eficiencia sanitaria. De la supuesta libertad a la coacción social sin abandonar el mismo sendero.
Naturalmente, aceptada la eutanasia (como se aceptó el aborto) resulta imposible defender la dignidad por igual de toda vida humana: la teoría de la desigualdad vital de diversas personas o en diferentes momentos ya se ha asentado en el ethos social. El utilitarismo como norma. O más bien, añado yo, el darwinismo social, pues no me cabe duda que aquellos más fuertes, más ricos o con mejor apoyo familiar, no se verán abocados a “pedir la muerte”, de igual modo que los poderosos obtienen terapéuticas u órganos para trasplante vedados a los demás.
Por supuesto, esto no hará sino incrementar la idealización de la juventud como representación de la salud y vigor, y la ancianidad como símbolo de la enfermedad y la inutilidad. El desvalor se extenderá de casos concretos a grupos enteros: ancianos, enfermos, discapacitados. Los más vulnerables.
Y es que en el debate bioético sobre la eutanasia, la asistencia adecuada a pacientes graves o agónicos no versa sólo sobre el valor de la vida, la importancia del sufrimiento subjetivo o los límites de la autonomía volitiva, sino también tiene una importantísima vertiente comunitaria: como afirma el Informe, “no es razonable debatir los pros y los contras del suicidio asistido sin tener en cuenta la situación social en la que las personas gravemente enfermas reciben asistencia médica”. Y es que, en el mundo real de la asistencia sanitaria (lejos de los debates abstractos), la accesibilidad a atención sanitaria o social es un elemento clave en la petición de eutanasia por los pacientes: cuando no todos los sujetos tienen las mismas posibilidades de tratamiento paliativo y apoyo social, entonces hablar de eutanasia es poner de manifiesto una desigualdad, y un fallo grave de la justicia social. Y eso está pasando, y pasará, en aquellos lugares donde la eutanasia está despenalizada o legalizada, pero las unidades de cuidados paliativos o atención domiciliaria no están adecuadamente dotadas.
En esta realidad, escuchar a pensadores y dirigentes políticos que se consideran a sí mismos socialistas o partidarios del progreso, favorecer la eliminación de los que probablemente están insuficientemente atendidos en sus necesidades de salud más perentorias, y en su momento anímico más frágil, so capa de defender la libertad, resulta contradictorio y difícilmente entendible.
El Comité (véase páginas 10 y 11 del informe) apuesta muy decididamente por primar las alternativas clínicas de cuidado, no meramente biológico, sino también el de angustia existencial (que entra dentro del campo de la psiquiatría y, sobre todo, de la espiritualidad, sea esta considerada como algo religioso, o no), antes de regular las posibles excepciones a la pena por homicidio cuando es un caso compasivo, aunque no descarte este último extremo. O por decirlo en lenguaje popular, poner los caballos delante del carro, y no al revés.
El CBE se propone “hallar el modo de respetar las pretensiones de quien ante una situación de gran sufrimiento pide que se acabe con su vida sin minimizar la gravedad moral del hecho de acelerar la muerte y preservar la noción de la vida como algo digno de reverencia y no como objeto de elección”, buscando un punto intermedio entre el respeto a la sacralidad de la vida y el empleo de la muerte como forma de escapar del sufrimiento. Asimismo se apunta algo evidente: que la sociedad tiende a equiparar legalidad y moralidad (y así debería ser), y se pueda producir la situación futura de que muchos enfermos crónicos o graves consideren un acto de bondad hacia la sociedad permitir que se ponga fin a su vida. Y, secundariamente, que sea la propia sociedad la que así lo considere.
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Conclusiones del Informe del CBE
“De los argumentos expuestos a lo largo del informe se concluye la falta de justificación, no solo ética y legal, sino también sanitaria y social, para crear un derecho a la eutanasia y/o auxilio al suicidio. Igualmente, se concluye que todas las personas tienen derecho a no sufrir dolor, menos aún en las fases de mayor vulnerabilidad, como son las de determinadas enfermedades crónicas o en final de la vida”.
El CBE, ante el acúmulo de condicionantes éticos que desaconsejan la legalización de la eutanasia, y a imitación de la legislación británica o las recomendaciones de algunos miembros del comité de bioética austríaco, opta por encarecer el desarrollo de cuidados paliativos universales y especializados, y también por establecer protocolos judiciales en los que, tras una exhaustiva investigación que probase la petición reiterada y sostenida de auxilio para la muerte de la víctima, y la ausencia de intereses espurios en el acusado, la cooperación al suicidio tuviese un atenuante que le equiparase a algo cercano a la despenalización legal. Considera que mantener la prohibición de quitar la vida en los códigos penales, sin excepción reglamentada, es la única forma de mantener la defensa del derecho a la vida.
El Informe del CBE es un documento detallado, incluso prolijo (74 páginas), que aborda prácticamente todos los puntos de vista que pueden importar al tema de la eutanasia. Aunque claramente se posiciona de parte de la ética principalista (beneficencia, no maleficencia, autonomía y justicia), incluye las opiniones tanto propias como opuestas. Es un aporte profundo y bioético, que abre numerosos frentes de discusión, y ofrece materiales y referencias para debatirlos. Desde el punto de vista bioético, que es clave en este asunto, la diferencia entre este completísimo informe y la pobre, parcial e incompleta argumentación de la ley es abismal.
Un documento valioso, en mi opinión, independientemente de que se compartan sus conclusiones. No creo que haya en nuestro país otro de similar envergadura. Pero este documento ha sido completamente ignorado por las autoridades políticas del gobierno español o el grupo parlamentario socialista que impulsó esta ley.
El CBE se creó en la Ley 14/2007, de 3 de julio, de Investigación Biomédica, específicamente con la tarea de asesorar al Ministerio de Sanidad, al que está adscrito, emitir informes, propuestas y recomendaciones para los poderes públicos de ámbito estatal y autonómico sobre materias relacionadas con las implicaciones éticas y sociales de la Biomedicina y Ciencias de la Salud.
Pues bien, este órgano, creado específicamente con este fin, ni fue consultado ni, cuando ha tomado la iniciativa de elaborar por su cuenta un completo informe, este ha sido considerado de ningún modo. El proyecto de ley impulsado por los grupos parlamentarios que sustentan al actual gobierno, hace caso omiso de las recomendaciones del informe del CBE, el órgano oficial y autorizado para su asesoramiento. Ni siquiera para refutarlas. Una vez más se demuestra que los impulsores de la cultura de la muerte, pese a haber logrado vestirse de democráticos, omiten las más elementales reglas de la construcción de una buena y documentada legislación. Por supuesto, tampoco se ha tomado en consideración el reglamento deontológico vigente de la Organización Médica Colegial, que en su artículo 38.5 prohibe explícitamente ayudar a morir a un paciente.
En sus conclusiones, los miembros del comité afirman que “la eutanasia y/o auxilio al suicidio no son signos de progreso sino un retroceso de la civilización, ya que en un contexto en que el valor de la vida humana con frecuencia se condiciona a criterios de utilidad social, interés económico, responsabilidades familiares y cargas o gasto público, la legalización de la muerte temprana agregaría un nuevo conjunto de problemas (…) La protección integral y compasiva de la vida nos lleva a proponer la protocolización, en el contexto de la buena praxis médica, del recurso a la sedación paliativa frente a casos específicos de sufrimiento existencial refractario. Ello, junto a la efectiva universalización de los cuidados paliativos y la mejora de las medidas y recursos de apoyo sociosanitario, con especial referencia al apoyo a la enfermedad mental y la discapacidad, debieran constituir, ética y socialmente, el camino a emprender de manera inmediata, y no la de proclamar un derecho a acabar con la propia vida a través de una prestación pública”.
Como colofón, el Informe da un toque de atención a los grupos parlamentarios proponentes del proyecto de ley con esta frase: “este Comité considera imprescindible que la sociedad española lleve a cabo un debate suficientemente informado, que todavía no ha tenido lugar a pesar de la trascendencia de la materia, sobre qué es la eutanasia, qué consecuencias trae consigo su legalización, y qué acciones se pueden llevar a cabo para garantizar a todos los ciudadanos un adecuado acompañamiento y el alivio del sufrimiento en su proceso de morir y, por ende, una muerte en paz”.
Como veremos en el siguiente artículo de la serie, dicho debate no se ha producido de ningún modo, ni el parlamento lo ha suscitado, ni los grupos políticos que lo integran han tenido interés en que ese debate llegue a la sociedad.
1 comentario
"... la necesidad y la urgencia de implementar una verdadera sociedad del cuidado que se haga cargo de la vulnerabilidad de la condición humana"
La dignidad de la vida humana poco importa a los promotores de esta ley que pretende solucionar los problemas induciendo a desear la muerte.
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