Hace falta
Es un lugar común entre los bautizados hablar de la crisis de la Iglesia. Ya ni los más optimistas la ocultan, pero cada uno echa las culpas a otro de su origen. Tal vez los últimos años se haya agudizado (escándalos en el clero, confusión doctrinal, apostasía masiva), pero no es nueva. Se esbozan mil causas diversas, y probablemente, en mayor o menor medida, todas son ciertas.
Pero no importa el problema. Importa la solución. Y en nuestro caso, la solución es siempre la misma: volver a Él. Porque todos los problemas provienen de alejarse de Él.
Hace falta rezar. Rezar más. Rezar mucho. Orar en nuestra habitación con la puerta cerrada, como nos dijo Nuestro Señor. Llorando nuestro dolor de pecadores y suplicando una gracia, por banal que parezca. Orar en comunidad, con himnos y cantos, con alegría y gozo, dando gracias a Dios porque todo cuanto tenemos de bueno, a Él se lo debemos. Rezar con el corazón estrujado como por una garra, sabiendo que cada pecado nuestro (tanto los que sacuden nuestra conciencia adormecida como los que apenas la conmueven, aunque sepamos que lo son) es otro latigazo en la espalda de Nuestro amado Señor, otro clavo en sus manos. Adorarle en su Santísimo Sacramento con el corazón y el alma postrados a sus pies. Alabarle. Rezar oraciones personales y rezar oraciones estereotipadas. Poemas nacidos del amor florecido una tarde, y Rosarios transmitidos a través de los siglos. DedicarlLe cuanto tiempo podamos.
Y pedir el Espíritu Santo. Pedirlo sin descanso, porque “cuando venga el Paráclito, Él nos los explicará todo”.
Hace falta tener conciencia de pecado. El pecado nos separa de Dios. El pecado nos aleja de la eternidad. Y temer el infierno. Con terror cierto y más verdadero con el que la carne teme a la muerte terrena. No hay mayor daño al cristiano que el que han hecho quienes niegan el infierno y convencen a otros. Tranquilizan conciencias abocadas a morir para siempre. Nada de esto aparece en la Revelación del Señor, ni en los Santos Padres. Tales falsas doctrinas provienen de hombres malvados. Malditos sean.
Hace falta ayunar. De verdad. Padecer por Cristo en nuestro cuerpo para aprender a disciplinarlo, y ofrecer nuestra hambre en oblación. Y dar limosna hasta cansarnos. Hace falta dar de comer y beber, enseñar al que no sabe, vestir al desnudo, liberar al cautivo, consolar al triste, visitar al enfermo, corregir al que yerra, albergar al peregrino o sufrir con paciencia los defectos de los demás. Y tomar cada uno su cruz y cargar con ella. Sin esperar testigos ni reconocimientos humanos.
Saber que toda nuestra fuerza no proviene del mármol, ni las piedras viejas, ni las pinturas, ni siquiera los textos sabios, sino del Altísimo. Que Él creó todo, y hace nuevas todas las cosas. Que no otra cosa que siervos inútiles somos (¡pero Cristo nos llamó amigos!), y que sólo por su Gracia podemos algo. Pero por su Gracia todo lo podemos. Nada importa la fuerza humana, el brillo terrenal, si a Él no le tenemos. Y nada hemos de temer, ni de echar de menos si en Él estamos. “Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta”.
Hace falta renunciar al mundo en nuestro corazón. Renunciar a las falsas seguridades, a la confianza en la carne y la materia, a la sabiduría meramente humana. Trampas. Trampas del maligno para alejarnos de Él. Sólo hacen falta la Fe, la Esperanza y la Caridad. Es este mundo el que es un espejismo; es la vida eterna la que es real. Y alcanzarla debe ser nuestra meta en la vida. Fundirnos eternamente con Nuestro Creador. Él hizo todo, salvo el mal; porque el mal es el “no” a Dios. Él se humanizó y Él nos invita a divinizarnos. No vendamos la primogenitura por cenizas y escoria. Hemos hallado el tesoro escondido; vendamos todo lo demás por alcanzarlo.
Hace falta más eucaristía. Hace falta nutrirse continuamente del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor, alimento sin el cual nuestra alma perece. Vivir en Gracia, porque la eucaristía nos da la Gracia, pero sin estar en Gracia no podemos recibir a Nuestro Dios. Abrirle la puerta, no guardarlo en el ropero de la entrada como si nos avergonzara, sino darle las llaves y que llene la casa toda, porque sólo Él es nuestro gozo. Y frecuentar los sacramentos, confesarse con regularidad (hay que barrer y limpiar la casa cuando el rey viene a visitarte), renovar de corazón y palabra nuestras promesas de bautismo. Atender a la liturgia. Cuidarla, amarla, vivirla, porque ella es el idioma de Dios. Ella es nuestra carta de amor a nuestro Creador. Y su respuesta. Y que sea hermosa, porque Dios es toda Belleza, y toda Belleza es Dios. Y que sea solemne, porque en ella se producen milagros, en ella el pan y el vino se transforman en ese Cristo que viene a nosotros. En ella se une la Iglesia militante que adora en el templo con la Iglesia triunfante que alaba a Dios en su rostro, y ambas se unen para rogar por la Iglesia purgante que sufre y se purifica de sus pecados. Y las tres son una. Porque durante la misa se abren los Cielos y vemos a los coros angélicos participando mientras gritan con voz potente “¡A Él todo el honor, y la alabanza, y la fortaleza, y las bendiciones, y el poder, y la gloria!”
Hacen falta más monjes. Los religiosos activos tienen su papel en la Iglesia, y han hecho mucho bien, pero la historia los ha traído y llevado, según las necesidades del Pueblo de Dios. Los contemplativos rezan por todos nosotros, son el pulmón espiritual por el que respira nuestra Iglesia. Podría haber Iglesia sin religiosos activos, pero no sin monjes que oran, cantan, rezan y laboran calladamente. Cuán afortunados son, y nosotros de tenerlos. Ellos están más cerca de Dios que nadie en la tierra. Necesitamos muchos monasterios, y cuanto más repartidos mejor, porque su influjo se siente incluso físicamente a los que pasan cerca.
Hace falta sumergirse en todas aquellas cosas que tanto violentan nuestra carne, atacar de frente a Satanás, con fiereza, con agresividad. Hace falta dar a los pobres, dar de lo que sobra y dar de lo que se necesita. Hace falta luchar fieramente por una castidad perfecta. Hace falta amar a los enemigos; no simplemente tolerarlos, sino buscar su bien. Hace falta huir de las liviandades, las palabras ligeras, las sensualidades, los apetitos vanos. Hace falta renunciar a nuestro tiempo, nuestras comodidades, nuestras seguridades, por amar con mayor fuerza a Dios y al prójimo. Hace falta proclamar a Cristo a tiempo y a destiempo, entre los toscos que acumulan amargura, y entre los arrogantes que se ríen de la religión.
Hace falta leer mística, y ejercicios del Espíritu. Leer con calma las vidas de los santos, sus escritos. Profundizar en nuestra fe. Cuántas veces nos conformamos con admirarlos, cuando antes bien deberíamos procurar imitarlos. Hay que leer las Escrituras. Con respeto, con temor, con arrobo, con amor infinito ante tanto amor que el Amor de los Amores nos derrama en su Revelación. Y los Evangelios, una y otra vez. Y los libros del Antiguo Testamento, por los cuáles Nuestro Dios Padre Yahvé va preparando a su pueblo. Y las cartas de los apóstoles. Y el Apocalipsis. Cuán necesario hoy en día nos es leer el Apocalipsis. Continuamente. Y los Santos Padres y cuanto enseña nuestra madre la Iglesia (Mater et Magistra).
Hace falta cultivar las virtudes. Todas. Y de todas ellas, la que más agrada a Dios es la humildad. El pecado del ángel caído fue la soberbia. Como lo es el de todo impío. Humildes seamos, que por contraposición más nos acerca la humildad a Dios. Amémonos unos a otros con sinceridad y así dirán los gentiles: “estos son cristianos”.
Hace falta poner a Dios en el centro de nuestra vida. Un centro fuera de nosotros, como hace toda alma que se sabe llamada a un destino superior que el del animal, pero hacia arriba. Hacia arriba siempre, y no hacia abajo. No teorías o ideas humanas, sino la Palabra del Altísimo. Teocentrismo, esa es la verdadera divisa del creyente.
Una vez preguntaron a santa Teresa de Calcuta “¿qué cambiaría usted en la Iglesia?” y contestó “me cambiaría a mí”. A imitar a los santos, pues. Las estampas nos deben llevar a Jesucristo, no a la imprenta.
Hace falta, en suma, más espiritualidad, inmersos en un mundo de ruido ensordecedor, de prisas, de materia, de sensaciones que aturden los sentidos. Hagamos silencio y escuchemos a Dios. Porque igual que las cosas del Cielo son superiores a las de la tierra, la oración y la adoración son más importantes que cualquier acción humanitaria, por bondadosa que sea, por encomiable que sea su fin. Una acción, por enérgica que sea, sin sustento sobrenatural, es un árbol que pretende crecer sin raíces, es un pollo corriendo sin cabeza.
¿Cuándo haremos todo esto? ¿Cuándo haré yo todo esto? La anemia espiritual nos mata lentamente. Sólo los latidos del corazón del Espíritu lograrán hacer volver a circular la sangre de nuestra Comunidad.
Y poner nuestra confianza en el Señor. Él es el alfa y la omega, y nosotros simples invitados a su banquete.
10 comentarios
Yo me uno a todo lo que escribiste. Dios te bendiga.
Reza por mi, yo rezo por usted.
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LA
Así lo haré, Rosa. Gracias. Dios te bendiga.
Dios le bendiga!
Que cambiaría Ud de la Iglesia va directamente a la mente y corazón de nuestro ser bautizado .Me cambiaría yo.
La Iglesia es Unidad y se realiza en Ti .
Dios es providente nos ama ,lo sabemos pero debemos llegar a la santidad por la comunión ,orando con intención de cambio en cada uno de nosotros.
Se con certeza que si yo cambio el mundo cambia ,pero vuelvo a pecar a mirar con otra perspectiva que no es la de Dios y nos hacemos daño y sufrimos hasta volver a darnos cuenta .Te abandone mi Señor,me iba sola por el mundo con mis pensamientos y acciones y no bastan ,todo contigo ,emociones ,pensamientos acciones y amor al prójimo ,no hay otro camino de salvación ,muerte al yo egocéntricos y caminar muertos si ,y vivos en el Espíritu
Gracias por este muy buen artículo exhortándonos .oramos por ti Luis Ignacio y unos por otros ,sigue catequizandonos y tener en cuenta para mí.
Me cambiaría yo .Me cambiaría yo.Me cambiaría yo.
Ya tengo tarea y entrega.
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LA
Gracias por sus oraciones, María de las Nieves. Estará en las mías. Dios le bendiga.
Doy gracias porque aún hoy, haya personas como.vd., que escriben la verdad.
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LA
Ruegue usted por mí también. Dios le bendiga.
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