Una sociedad cristiana

Ha causado no poco impacto la carta abierta del obispo don Juan Antonio Reig Plá “llamar a las cosas por su nombre”. La razon es que, no sólo ha condenado la política en contra de la vida de este gobierno y otros anteriores (en lo cual no hay novedad, pues otros obispos han hecho lo mismo con anterioridad), sino que además ha apuntado directamente a la causa de la extensión de la cultura de la muerte, sin privarse de criticar al liberalismo, el marxismo, la infiltración de grupos pansexualistas o la servidumbre al poder del globalismo neocapitalista. No se ha olvidado tampoco de recordar que quien practica, consiente o promueve un aborto incurre en excomunión latae sententiae, lo cual es esperable que pueda surtir algún efecto en los católicos que aún militan en el partido en el gobierno, para los cuales tiene palabras directas de condena por colaborar directamente en ese mal, deslindándolo claramente de la acepción del mal menor.

Para todos aquellos que tenemos claro que el ataque a la vida de los más débiles no es sino otro síntoma de un mal más profundo, como es el de la apostasía de la sociedad española (y este portal en su inspiración, así como muchos de sus colaboradores, de ese modo lo creemos), este aldabonazo de monseñor Reig supone una novedad, y una sorpresa. Hay en su tono algo de la denuncia del Bautista contra el adulterio o de la admonición del Crisóstomo contra la corrupción. Hay un sabor profético que, francamente, el católico medio lleva muchas décadas echando de menos. Al lado de esta carta, que no se queda en la epidermis del problema, sino que va al fondo, el callar constante de tantos obispos es más evidente: se ha convertido en un silencio atronador. Quiera el Espíritu Santo iluminar al episcopado español para que sea valiente y manifieste públicamente el disgusto que muchos de ellos comunican en privado ante la degeneración de la sociedad, sin más temor que el de no cumplir la misión que Cristo les encomendó cuando aceptaron el anillo y el báculo episcopales.

En muchos medios y artículos (también en este portal, también en esta bitácora, por supuesto) se ha criticado con gran fundamento los efectos de la descristianización en España. Yo ahora quisiera, siguiendo la petición de monseñor Reig en la parte final de su carta, hablar en positivo. Es decir, aceptando que la mayor parte de los españoles, incluyendo la mayoría de los bautizados (y no pocos de los llamados “practicantes”), no se atienen a unos principios realmente fieles a las enseñanzas de la Iglesia tanto en su vida privada y sobre todo en la pública, proponer el modo de que la comunidad cristiana sea fermento de una nueva sociedad virtuosa que dé la vuelta a esta decadencia. Ya hemos hecho un buen diagnóstico; vayamos al tratamiento.

Por fuerza del tiempo y los hechos, y no casualmente (ha habido fuerzas activas en la cultura, los medios de comunicación y las instituciones políticas en contra de Cristo y su mensaje), los católicos hemos quedado reducidos a una pequeña comunidad en España (pequeña en comparación al pasado, pues varios millones de fieles no son poco, sino más que suficiente). No vivimos en ghettos, ni es solución apartarse al desierto para “no contaminarse”. Como dijo el apóstol, estamos en el mundo, pero no somos del mundo. Hora es ya de que volvamos a ser sal de la tierra; hora es ya de que esta pequeña barca de Pedro (como evocación de aquella otra que fue el arca de Noé), sirva de refugio seguro al que se puedan agarrar y subir los que nadan sin esperanza, de modo que encuentren el rumbo. Y eso vale tanto para personas como para sociedad, pues Cristo es piloto y guía de hombres y naciones. Para ello, hace falta que todos los cristianos comencemos por nuestra propia conversión, y entendamos que el apostolado y la misión empiezan en nuestra propia familia, en nuestro propio barrio. Y hace falta que nuestros pastores (obispos, presbíteros, religiosos) marchen al frente de esa misión, como ocurrió siempre en la historia de la Iglesia.

¿Cómo llevar a cabo esta misión? Pues, ante todo, enseñando qué ofrece una sociedad cristiana a la actual sociedad paganizada.

En primer lugar, saber que somos criaturas de Dios, y que nos ama. No somos un accidente, no somos productos del azar. Hasta el último de nuestros cabellos está contado. Nuestra existencia tiene un sentido y, de hecho, cada uno tenemos una misión distinta, pero todas ellas importantes. Interiorizando esto ya tenemos claras las dos cosas principales: que Dios es nuestro Padre, y que los hombres (por ser también hijos de Dios), son nuestros hermanos. Si vivimos de esta manera, necesariamente nos valoraremos a nosotros mismos y a los demás como lo que somos, personas. Por tanto, no haremos a los demás lo que no queremos que nos hagan, ni permitiremos que otros nos lo hagan o lo hagan a otros.

En segundo lugar, debemos entender que estamos llamados a la vida eterna, y la vida terrena es simplemente de paso. Que nuestra verdadera patria y nuestra auténtica propiedad es la Jerusalén celeste que Cristo nos prometió si el día del Juicio hallaba que habiamos seguido sus pasos y cumplido sus mandamientos. Si aceptamos esto, todos nuestros afectos terrenos (cosas, aficiones, incluso personas) ocupan su lugar auténtico: más o menos importante, pero siempre secundario con respecto al fin último de nuestra existencia. Esa visión de ascesis, que tantos santos gozaron, debe informar en mayor o menor medida a todos los cristianos: los asuntos terrenos son sólo relativamente importantes con respecto a la salvación eterna.

A partir de esas dos premisas, todo lo demás viene por si mismo.

Así, si nos damos cuenta de que Dios ha dispuesto nuestra existencia, nos ha dado un soplo de espíritu y un universo entero en el que vivir y gozar, de forma espontánea agradeceremos continuamente y pediremos unos por otros. Y surgirá como necesidad natural la oración, la adoración y la frecuentación de sacramentos, prácticas que nos ponen en comunión con nuestro Padre del Cielo.

Si asumimos la intrínseca dignidad de persona, si vemos al otro formando parte del plan de Dios, si entendemos que cada vida humana tiene un valor por sí misma, y no en función de su “utilidad” es inevitable que se acabe con la muerte de inocentes (aborto, eutanasia, infanticidio, guerras injustas, crimen), pues al dañar al otro dañamos a un hermano y ofendemos a Dios: nos condenamos a nosotros mismos. Y si apreciamos la dignidad intrínseca de la persona, veremos al otro como lo que es, un hermano, un hombre. Así nacerá el respeto mutuo, y se terminará con la cosificación de las personas: el racismo, la pornografía, la impudicia, la esclavización, la murmuración, la calumnia.

Si comprendemos que nuestra existencia es producto del Amor de Dios, seremos conscientes del amor que hemos de dar a los demás. De ese modo, nuestro matrimonio estará formado por el compromiso, el sacrificio, el respeto, el cariño y la imprescindible paciencia mutua, y no por el egoísmo de considerar al cónyuge como simple fuente de satisfacción de nuestras necesidades o intereses. Y nuestros hijos serán para nosotros regalos de Dios, que tenemos en “préstamo”, con la obligación de amarlos y educarlos, acompañándolos en su camino durante el tiempo que nos corresponda, enseñándoles a amarse, y amar a sus mayores. No los consideraremos como un producto que evitamos tener (anticoncepción, aborto) o fabricamos (fecundación artificial) en nuestro diseño de vida. No los tendremos por estorbo para nuestra “realización personal”, ni los malcriaremos por falta de tiempo o atención.

Si vemos con claridad que somos organismo frágil e imperfecto, y aún así Dios quiso que fuesemos asiento de lo más alto y puro de la creación, el espíritu, llenaremos nuestra existencia del pleno sentido que da saberse amados y llenos de Dios, respetándonos a nosotros mismos y nuestro cuerpo. Así, no tendremos otra opción que cuidarnos y cuidar a otros, ocupando nuestros días en tareas provechosas para el alma, el intelecto y el cuerpo. Huiremos así de la desesperación y el vacío vital que se manifiestan (como un escapismo inútil) en el hedonismo, el nihilismo, la lujuria, las adicciones y la búsqueda de los falsos paraísos artificiales terrenos.

Si entendemos que todos los bienes terrenos son transitorios, y los únicos tesoros que no se acaban nunca son los celestiales, aprenderemos a comprender que los bienes- siendo legítimo su uso y disfrute- tienen una misión superior a nuestro propio interés, que es su servicio al Bien Común. Entenderemos que la economía está al servicio del hombre, y no el hombre al servicio de la economía. Entenderemos que la ganancia honesta es la que viene del trabajo, y no de la especulación. Entenderemos que el trabajo procura tres bienes: desarrollar la natural inclinación del ser humano a perfeccionarse en su vocación, procurar el sustento a los suyos, y ofrecer a la sociedad un producto o servicio que contribuya a su bien. Entenderemos que, contra lo que enseña el liberalismo económico, no es el afán de lucro lo que mueve la economía, sino la cooperación. El afán de lucro como principal fin únicamente conduce a la explotación del hombre por el hombre. Todo beneficio injusto ha sido robado a alguien, aunque jamás lleguemos a conocer personalmente al perjudicado. Recordemos que la pobreza y las desigualdades provienen precisamente de haber sustituido en nuestros corazones a Yahvé por Mammón. Esta sociedad (sobre todo los que la dirigen) se ha entregado con auténtico furor a ese ídolo. Si no nos apartamos de él, sufriremos el mismo castigo destinado a sus “devotos”, aquellos que roban y se corrompen.

Si sabemos que Dios nos hizo a todos hijos suyos, pero a cada uno diferente, comprenderemos que es obligación en nuestro tránsito en la tierra poner nuestros talentos al servicio de los demás, pues del mismo modo que damos, recibimos. Así practicamos las obras de misericordia: damos de comer y beber al que no tiene con qué, vestimos al desnudo, consolamos al triste, enseñamos al que no sabe, atendemos al enfermo, hospedamos al peregrino y extranjero, enterramos a los difuntos y rogamos por ellos, liberamos a los cautivos, aconsejamos bien al que lo necesita y corregimos al que yerra, perdonamos a quien nos ofende y sufrimos con paciencia los defectos de los demás. ¿Acaso existe un programa político mejor para hacer una sociedad justa y caritativa? ¿Hacen falta ideologías “liberadoras” cuando cada uno de nosotros podemos construir un mundo mejor con nuestro grano de arena?

Si aceptamos que las comunidades humanas se construyen a partir de las familias, y la sociedad a partir de comunidades humanas, entenderemos lo que quiere decir la Iglesia cuando enseña los principios de solidariad y subsidiariedad: atendámonos unos a otros en aquello cercano y que más nos concierne; reunámonos cara a cara para, con caridad y paciencia, asentar costumbres comunes que nos hagan mejores a todos, asumiendo la responsabilidad que asocia la libertad, y evitando la tentación de buscar un amo amable que nos proporcione una esclavitud cómoda. Y ocúpense los estados e instituciones mayores únicamente de los asuntos que las comunidades pequeñas no puedan físicamente atender. La injerencia de los estados en todos los aspectos de los asuntos cotidianos de las personas son la cara menos visible del totalitarismo, un régimen al que los más poderosos siempre aspiran, pues el control es la base del poder. El individualismo que propugna el liberalismo filosófico no es sino egoísmo disfrazado y- a la larga- entrega más o menos pacífica de nuestra libertad en manos de los poderosos.

Si asimilamos, en fin, que nuestra vocación es seguir y servir a la Verdad, que existe un Bien y un Mal objetivos, que no todo es relativo, procuraremos que en nuestras vidas y en las de nuestro entorno se promocione la Virtud, y se condene el Vicio, de modo que cada vez más personas puedan incorporarse a Cristo. Sin imponer, sin forzar, claro está, pero sí con firmeza. Que la mansedumbre no nos prive de la fuerza, que la caridad no oculte la importancia de lo que nos jugamos como sociedad. Con testimonio vivo y ejemplo; de palabra y de obra.

¿Cómo es posible llevar a cabo esta titánica misión con nuestras pobres personas y nuestros pobres medios? La respuesta es muy simple: humanamente, de ninguna manera. En primer lugar porque del mismo barro que el resto de los hombres estamos hechos los cristianos, y por tanto, caemos una y otra vez en pecado, contradiciendo aquello en lo que creemos. En segundo lugar, porque el ambiente actual va en contra de todo aquello que enseña la Iglesia tanto en doctrina personal como social.

Por eso existe la Gracia de Dios. Ella nos impulsa a hacer cosas que están por encima de nuestras capacidades, y su misericordia nos levanta cuando caemos y sentimos dolorosamente nuestra debilidad e incapacidad para la misión encomendada. Pidamos a Dios gracia en abundancia, en primer lugar para convertirnos nosotros mismos y nuestras familias, luego para ser comunidad de vivencia cristiana en medio de un mundo paganizado, luz en lo alto del monte, para que nadie pueda confundirse, ni creer que los contravalores actuales pueden compatibilizarse con la práctica superficial de un catolicismo folklórico y social.

Hagamos lo que debemos para llevar de nuevo a Cristo a la sociedad española: con oración, con penitencia, con acción, con evangelización. Sin descanso, a tiempo y a destiempo. Alabando lo bueno, censurando lo malo, sin temores humanos, ni miedo al mundo o a sus persecuciones. Sabiendo que no son nuestros méritos (que no tenemos), sino el Señor que actúa en nosotros quien lo hace. Si nuestro hermano pecador se corrige, habremos salvado un alma; pero si no decimos nada, nuestro Padre del Cielo nos pedirá cuentas el último día.

Hagamos lo que debemos, y suceda lo que Dios quiera.

Si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí, si no evangelizara!
Primera carta de san Pablo a los corintios, cap 9, versículo 16.

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4 comentarios

  
Juan Mariner
Todo lo que algunos construyen con buena fe, se derriba simultáneamente en COPE y 13TV al poco tiempo.
27/09/14 8:40 PM
  
Horacio Castro
Es conmovedora esta exposición de principios y modo para formar la comunidad cristiana que sea ejemplo para una sociedad virtuosa. Es tan certera que se fundamenta en implorar la Gracia de Dios.
01/10/14 3:04 AM
  
A. Gabriel
La estructura de pecado es tan grande que alcanza a muchos pastores que ya no huelen a oveja....

Hay que de aquellos cómplices de la maldad, el aborto es de lo más terrible que tenemos y muchos que se dicen Católicos hacen la vista gorda, pero a todos nos llegará la hora hermanos. Y otro terrible pecado que lo tenemos en nuestras narices es la pérdida de la fe, ante tanta corrupción abominable... ¡Terrible! no se imaginan lo que es el fuego eterno, más os valdría no haber nacido. ¡Cómplices del mal!
01/10/14 12:02 PM
  
Roberto
Lo que ocurre con estas cosas es que cuando un obispo habla, lo hace desde la perspectiva de la fe !faltaría más!, pero es que cada vez es menor la cantidad de gente creyente, con lo cual sus mensajes quedan circunscritos al colectivo católico, que va siendo menor progresivamente.
03/10/14 1:45 PM

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