El adopcionismo en España (I)
Introducción
Conquistado el reino godo de Hispania a partir del año 711 por los musulmanes, marginaron estos de la vida pública a los católicos y les tasaron con un impuesto especial para infieles. No obstante, durante las primeras décadas del siglo VIII (y algunos creen que durante todo ese periodo), los cristianos (llamados mozárabes) fueron mayoría en la península ocupada. Privados de reyes y nobles, se agruparon en torno a la Iglesia católica que, pese a la disminución drástica de influencia y rentas, seguía siendo el único órgano de cohesión y poder para los hispanos cristianos. Fue en este período cuando tuvo lugar la controversia adopcionista.
No tuvo esta un formulador tan formidablemente dotado para la teología como Prisciliano con el gnosticismo, ni su duración fue tan larga como la de aquel, pero tuvo el adopcionismo una extensión europea tan asombrosa como la de Prisciliano (máxime teniendo en cuenta que en ese momento la Iglesia hispana estaba en su mayor parte bajo yugo islamita) y amenazó seriamente con provocar un cisma que hubiese sido de difícil reparación.
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Heterodoxias hispanas bajo el yugo islámico. La misión de Egilón
Los invasores requisaron todos los templos cristianos para transformarlos en mezquitas, dejando unos pocos en manos de la Iglesia para el culto cristiano. En la capital, Toledo, concedieron únicamente seis. Entre 774 y 783 gobernó aquella archidiócesis, cabeza de todas las de España, Cixila, un godo que ha pasado a la historia por su biografía de san Ildefonso, predecesor en aquella sede a mediados del siglo VII. Recogen las crónicas que en sus días apareció en su sede un predicador modalista, de la rama sabeliana. Dicha corriente negaba la existencia de tres personas divinas, por poner en riesgo la unidad de la naturaleza de Dios, manifestando que Padre, Hijo y Espíritu Santo no eran más que tres manifestaciones de una misma persona, contradiciendo así la doctrina ortodoxa plasmada en los grandes concilios del siglo IV, que afirmaba la unidad en una misma naturaleza de las tres personas divinas (doctrina trinitaria). Fueron predicadores de esta enseñanza herética en el siglo III, Praxeas y Noeto, como iniciadores, y posteriormente Epígono, Cleómenes y Sabelio, que fue el más afortunado en crear escuela. Combatieron este error en sus escritos Tertuliano, Eusebio de Cesarea, san Hipólito y san Hilario, siendo condenado por los papas san Calixto, san Dionisio y san Felipe, todos ellos en el siglo III, antes de la definición dogmática niceana. El modalismo, influido por el monoteísmo estricto o monarquismo, reaparecería allí donde había contacto con judíos o musulmanes, como fue el caso de Al Andalus.
Cixila logró sacar de su error al sabeliano (y de paso expulsar de su cuerpo un demonio energúmeno que le poseía, al decir de Isidoro Pacense). Interesa conocer este antecedente al adopcionismo para comprender los riesgos para la doctrina que estaba afrontando la Iglesia en España en las últimas décadas del siglo VIII. Murió Cixila en 783 y fue elevado al primado toledano Elipando, otro godo célebre por sus profundos conocimientos teológicos.
En esos años habíanse abierto camino en la provincia Bética diversos yerros, tanto doctrinales como litúrgicos. Sabemos por varias cartas del papa Adriano I (772-795) que, alertado por diversos informes, fue aconsejado por el arzobispo galo Wulcario como legado suyo para las tierras hispanas un tal presbítero Egilón, protegido suyo. Adriano le ordenó obispo y lo envió junto a un sacerdote llamado Juan, con plenos poderes por su parte para enseñar doctrina ortodoxa y resolver los errores que hubiese. Llegado a Bética, escribió Egilón al papa que había hallado que algunos fieles se negaban a ayunar en sábado, no comían sangre ni animal ahogado (interpretando literalmente el precepto del concilio de Jerusalén, ya abrogado en ese punto), y trasladaban la fecha de la Pascua 8 días después del plenilunio, en vez de 7. Resueltas esas disputas, Egilón observó que había fuertes controversias en áreas doctrinales, como los extremos de predestinación estricta frente a pelagianismo, o los contagios de usos musulmanes, como matrimonios mixtos o divorcios, así como alteraciones disciplinarias más clásicas: ordenaciones anticanónicas o abarraganamiento de clérigos.
Todos estos errores resolvió Egilón (no sin enconadas resistencias) a satisfacción del papa, hasta que este quedó consternado al enterarse de que su enviado había caído bajo la seducción herética de Migecio.
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La herejía corpórea de Migecio
Migecio (sevillano según se infiere de los textos contemporáneos) había comenzado a extender una interpretación originalísima y extravagante de diversos textos bíblicos que le habían conducido a enseñar que la verdadera Trinidad estaba compuesta por David (en el papel de Padre), Jesús hombre como Hijo y san Pablo a modo de cumplimiento de la promesa de enviar al Espíritu Santo. Asimismo, afirmaba que la Iglesia católica sólo existía realmente en la ciudad de Roma (donde según él, eran todos santos), como la Nueva Jerusalén. Caía en un donatismo inverso al negar que los sacerdotes pudieran pecar una vez consagrados, erraba también en la fecha de la Pascua (hubo en la antigüedad de la Iglesia recias controversias a propósito de este asunto que hoy en día nos parecerían inconcebibles) y desaprobaba comer con infieles.
Es tan rudimentaria y bárbara esta Trinidad corpórea que apenas se comprende que pudiera convencer a alguien bien formado como Egilón. Pero nos sirve para conocer a uno de nuestros protagonistas: el primado Elipando de Toledo enderezó contra estas teorías el escrito Epsitolam tuam modulo libellari aptatam, donde las refuta una por una con gran profusión de textos bíblicos y patrísticos. No se priva el arzobispo de introducir invectivas, sarcasmos y desprecios al hereje en su escrito, dibujando ya una personalidad que sus posteriores escritos confirmarán: la del polemista docto pero agresivo.
Pedro, maestro de coro del cabildo toledano, escribió otro tratado contra Migecio, cuya doctrina desapareció con la abjuración o muerte de su fautor.
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El adopcionismo y las herejías cristológicas
Tanto para el monoteísmo radical judío como para el humanismo griego, la idea de un hombre que había sido Dios a la vez resultaba filosóficamente repugnante, y la afirmación divina de Cristo del primer capítulo del evangelio de san Juan tuvo variadas interpretaciones dentro de la Iglesia hasta que los concilios ecuménicos definieron adecuadamente la doctrina trinitaria ya tradicional que se profesa en el canon (una sola naturaleza divina pero tres personas distintas, engendradas a partir del Padre). Particularmente polémica resultó la antigua definición de las dos naturalezas unidas en Jesucristo, la divina (El Hijo, el Logos) y la humana (Jesús de Nazaret). Precisamente una de las primeras variantes del modalismo fue el adopcionismo defendido por Pablo de Samosata, patriarca de Antioquía.
Afirmaba este con los modalistas que sólo existía una naturaleza y una persona divinas, pero (a diferencia de aquellos) admitía la divinidad de Cristo, no por su propia naturaleza, sino como infusión del Logos en la persona humana de Jesús. Esa infusión o adopción sería indisoluble, pero no personal, es decir, no hipostática. Según qué maestro lo predicara, se situaba esta infusión en varios momentos (desde la Encarnación a la Resurrección), pero la más aceptada fue el bautismo en el Jordán, tratando asimismo de explicar la necesidad de que Jesús fuese bautizado (otro de los fragmentos evangélicos cuya interpretación provocaba quebraderos de cabeza).
El adopcionismo de Pablo fue condenado en tres sínodos orientales entre 260 y 268. El adopcionismo es antecedente directo de la tesis unitarista del alejandrino Arrio, que optaba por mantener el modalismo no por adopción sino por creación de Cristo por Dios Padre. Sería la primera y más sublime de las creaciones, dotada además de naturaleza divina, pero esta naturaleza era inferior, por lo que la segunda persona de la Trinidad no sería propiamente Dios ni compartiría su naturaleza o substancia (no sería “consubstancial”), sino un “dios menor”. El arrianismo y sus tempranas variantes semiarrianas fueron condenadas en el concilio de Nicea (325) y el de Constantinopla (381).
Es difícil exagerar las graves convulsiones que el modalismo arriano produjo en la Iglesia durante más de un siglo. Probablemente una de las más graves sea la aparición de otras dos herejías no menos dañinas a la unidad cristiana. Primeramente, Nestorio, patriarca de Constantinopla, que creyó poder resolver las diferencias entre modalismo y trinitarismo afirmando el difisismo, es decir, que en Jesucristo había efectivamente dos naturalezas, humana y divina similares, pero que no había una sola persona, sino dos. Es decir, que a las tres personas de la Trinidad añadía la “persona humana” de Cristo, que no estaría unida hipostáticamente a la divina, sino que serían dos entes independientes, agregados a partir de la Encarnación (de hecho, su discusión con san Cirilo, patriarca de Alejandría, en el concilio de Éfeso de 431 fue a propósito de si María era madre de Dios- naturaleza divina unida a humana- o sólo de Cristo, que era la postura difisista). Fue este concilio el que condenó las doctrinas de Nestorio, produciendo el cisma de la iglesia mesopotámica. Por desgracia, la escuela alejandrina, primero con el abad Eutiques y luego con el patriarca Dióscoro, pasará al otro extremo, eliminando (o casi) la naturaleza humana de Cristo, afirmando que tras la Encarnación toda su naturaleza fue propiamente divina. Esta doctrina, conocida como monofisismo, y que produjo el cisma de la iglesia egipcia, fue condenada en el concilio de Calcedonia de 451.
Estas eran las principales ramas de la heterodoxia cristológica, y aunque todas ellas estaban en el siglo VIII formalmente condenadas por la doctrina de la Iglesia, resabios de modalismo habían aparecido recientemente, sin olvidar que doctrinas difisistas o monofisistas se seguían debatiendo en no pocos foros teológicos.
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Félix de Urgel y la reaparición del adopcionismo
Fue poco después de su controversia con Migecio cuando el metropolitano Elipando dirigió una carta al obispo Félix de Urgel a propósito del difisismo nestoriano, planteándole algunas dudas sobre la humanidad de Cristo. Esto se entiende si tenemos en cuenta el ambiente unitarista estricto del islam imperante. Unitarista era también el modalismo, y por tanto su influencia en la teología cristiana contemporánea no podía dejar de hacerse sentir.
Era Urgel obispado desde mediados del siglo VI, y precisamente por la década de 780 fue incorporado a los dominios francos, saliendo de la órbita islámica, para formar parte de la Marca Hispana, aún como dependencia del marqués de Tolosa (no se nombraría conde de Urgel hasta 798). Recién reconquistada, pastoreaba Félix las almas de la diócesis, precisamente desde el mismo año que Elipando, el 783. Todos los testimonios que sobre el obispo tenemos destacan que era hombre docto, de vida cristiana e irreprensible, celoso de la pureza de la fe, y se conserva testimonio de que tuvo trato epistolar con cierto sarraceno al que se afanó por convertir. Hay coincidencia de varias fuentes que, al igual que ha ocurrido con otras herejías, muchos de sus seguidores le adhirieron conmovidos por su ejemplo personal.
Tal vez las buenas prendas que adornaban su persona le merecieran tal fama como para que todo un primado de Hispania solicitase consejo a un humilde obispo de un territorio marginal que ya ni siquiera pertenecía al emirato andalusí.
Aunque no se conservan los escritos de Félix, se infiere que había reflexionado acerca de la cuestión, e interpretado diversos textos evangélicos (como varias aparentes ignorancias de Cristo, que se llame a sí mismo siervo, que en la cruz lamente que su Padre le ha abandonado, etc) de modo que, queriendo huir del error de Eutiques, llegó a la conclusión de que Jesús de Nazaret no podía haber sido propiamente Dios, y que había que considerar que su naturaleza divina había sido una infusión externa y no propia de él. Es decir, resucitaba de forma muy similar los argumentos de los adopcionistas: Cristo había sido un humano “adoptado” y divinizado por Dios en el bautismo en atención a sus sobrehumanas virtudes: hijo propio de Dios en cuanto a la divinidad, e hijo adoptivo en cuanto a la humanidad, fue la fórmula concreta. Sería un santo más, con la diferencia de estar exento de todo pecado (por tanto el primero de los santos). Es obvio que Félix no había comprendido la unión hipostática de Cristo, llamándole “Dios nominal”.
Esta interpretación tendente a rebajar la divinidad de Jesús de Nazaret no es en absoluto ajena ni casual al hecho de que los musulmanes negaran la divinidad de Cristo: al igual que la contemporánea iconoclastia oriental, esta corriente occidental dejaba sentir la influencia de las enseñanzas de Mahoma.
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Elipando de Toledo y la controversia adopcionista
Tras recibir la contestación de Félix, el arzobispo de Toledo, después de una duda inicial, aceptó plenamente su interpretación. Y lo hizo tan firmemente como antes había defendido la ortodoxia. Puso manos a la obra y en 785 escribió cartas a todos los obispos, imponiendo la interpretación adopcionista de Félix, para lo que tomaba textos de san Isidoro (concretamente de sus Etimologías, VII, 2) y varios fragmentos de la misa según el rito mozárabe. Todos ellos estaban manipulados, sustituyendo diversos términos vagamente relacionados con la palabra “adopción” o “adoptivo”, y causando una gran confusión.
Se puede imaginar el revuelo que tales novedades levantaron entre los epíscopos hispanos. Se conocen pocas reacciones, pero representativas: Ascárico, metropolitano de Braga, expuso sus dudas, y tras una segunda carta del primado, se allanó a sus tesis. En cambio, el metropolitano Teodula de Sevilla respondió con una recia epístola que concluía con esta clara condena: “Si alguno afirmare que Cristo, en cuanto a la carne, es hijo adoptivo del Padre, sea anatema”.
La personalidad dominante y taxativa de Elipando es clave para comprender la polémica inmediata y la polarización que provocó su exigente intento de que toda la Iglesia en España aceptase sus novedades teológicas. Quiso extender también su autoridad sobre los cristianos no sometidos al emirato, y cuando sus cartas llegaron al reino astur, hicieron algunos prosélitos, pero hallaron la más contundente respuesta.
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Refutación de Beato y Eterio
En aquellos días gobernaba el reino cristiano Mauregato, hijo ilegítimo del rey Alfonso el Católico, que había destronado el 783 a su sobrino del mismo nombre, elevado al trono por su tía Adosinda, hija también del primer Alfonso.
Beato era monje del monasterio de santo Toribio de Liébana (aunque es muy probable, por la pureza de su latín, que no fuese originario de aquellas montañas, sino emigrado), y se había destacado por la redacción de un Apocalipsis comentado (concluido precisamente por estos años) que se haría célebre en toda la Edad Media europea, llevado hasta los confines de la Cristiandad por los monjes cistercienses, y dando nombre a toda una industria de Apocalipsis comentados e ilustrados conocidos precisamente como “Beatos”. Más adelante sería elegido abad de Valcavado, en Palencia, donde terminaría sus días.
En su monasterio se había refugiado de los musulmanes el joven obispo Eterio de Osma, quién trabó amistad sincera con el monje Beato, que le dedicó su Apocalipsis. Juntos redactaron durante 785 la refutación a la carta del arzobispo toledano.
Elipando, indignado por la erudición y desenvoltura del oscuro monje astur, escribió en octubre una furibunda misiva a Fidel, un prominente abad asturiano que suponía autoridad mayor de los monasterios de aquellas tierras, en estos términos: “quien no confesare que Jesucristo es Hijo adoptivo en cuanto a la humanidad, es hereje y debe ser exterminado. Arrancad el mal de vuestra tierra. No me consultan [Beato y Eterio], sino que quieren enseñar, porque son siervos del Anticristo. […] Mira como Ascárico, aconsejado por verdadera modestia, no quiso enseñarme, sino preguntarme. Pero esos, llevándome la contraria como si yo fuese un ignorante, no han querido preguntarme, sino instruirme. […] ¿Cuándo se ha oído que los de Liébana vinieran a enseñar a los toledanos? Bien sabe todo el pueblo que esta sede ha florecido en santidad de doctrina desde la predicación de la fe y que nunca ha emanado de aquí cisma alguno. ¿Y ahora tú solo, oveja roñosa [por Beato], pretendes sernos maestro? No he querido que este mal llegue a oídos de nuestros hermanos hasta que sea arrancado de raíz de la tierra donde brotó. […] Si obras con tibieza y no enmiendas presto este daño, harelo saber a los demás obispos, y su reprensión será para ti ignominiosa. […] Beato cree a Cristo engendrado del Padre y no temporalmente adoptivo, condena a todos los doctores antiguos y modernos. Ruegote que, encendido en el celo de fe, arranques de en medio de vosotros la herejía beatiana, de igual suerte que la herejía migeciana fue erradicada de la tierra bética”. La carta, escrita con verdadera aflicción, rencor, y un gran sentimiento de dignidad herida, es una colección de descalificaciones y amenazas, sin más argumento teológico que la autoridad de quién emana, sinceramente indignado de que un simple monje pueda rebatir sus especulaciones cristológicas, llamándole abiertamente hereje y llamando a “desarraigarlo”. Beato es llamado siervo del Anticristo; Eterio, despreciado como jovenzuelo ignorante que sigue a Beato sin criterio. Nótense dos detalles de importancia: primero, Elipando considera a la Iglesia en el reino asturiano sujeta a su autoridad, como si el reino de los godos no hubiese sido abatido por los infieles, lo que refuerza la convicción de la unidad que la Iglesia aportaba a los cristianos españoles, al menos en el primer siglo tras la ocupación. Secundariamente, con su reacción cuasi-histérica, Elipando no hizo otra cosa sino difundir más ampliamente el escrito de Beato y Eterio.
La carta del metropolitano tuvo difusión por Asturias, pero no fue hasta el 26 de noviembre de 785, con ocasión de la profesión pública de los votos monacales de la antigua reina Adosinda en el monasterio de san Juan de Pravia (probablemente empujada a ello por el rey Mauregato, que se quitaba así de encima a su principal opositora política), cuando Fidel la enseñó a los dos interesados. No necesitaba Beato más aliciente para sentarse a escribir una contundente réplica que pasaría a los anales de la historia contra la herejía.
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El Liber Eterii adversus Elipandum
La misiva de los dos astures comenzaba con estas palabras: “Al eminentísimo para nosotros y amable para Dios, Elipando, arzobispo de Toledo, Eterio y Beato, salud en el Señor. Leímos la carta de tu prudencia, enderezada ocultamente y bajo sello, no a nosotros, sino al abad Fidel. […] Entonces vimos el impío libelo divulgado contra nosotros y nuestra fe por toda Asturias. Comenzó a fluctuar entre escollos nuestra barquilla y mutuamente nos dijimos: Duerme Jesús en la nave […] Entonces se levantó Jesús, que dormía en la nave de los que estaban con Pedro y calmó el viento y la mar, trocándose la tempestad en reposo. No zozobrará nuestra barquilla, la de Pedro, sino la vuestra, la de Judas”. Tras un comienzo respetuoso, Beato y Eterio no dudan en responder con igual tosquedad a las invectivas de Elipando, llamándole directamente discípulo del Iscariote. En otras líneas se manifiestan seguros de apoyarse en la Verdad de la fe (frente al texto del toledano, al que acusan de vanidad); también revelan que la controversia entre los escritos de los adopcionistas y los suyos habían generado un verdadero cisma en la Iglesia en Asturias, y probablemente también en otras partes de España: “Nuestro actual escrito es apologético, no un panegírico obscurecido con el humo vano de la elocuencia ni de la lisonja, sino expresión fiel de la Verdad, aprendida de los discípulos de la Verdad misma. […] ¿Acaso no son lobos los que os dicen: Creed en Jesucristo adoptivo; el que no crea será exterminado? ¡Ojalá que el obispo metropolitano y el príncipe de la tierra, uno con el hierro de la palabra, otro con la vara de la ley, arranquen de raíz la herejía y el cisma! Ya corre el rumor y la fama no sólo en Asturias, sino en toda España y hasta Francia se ha divulgado, que en la Iglesia asturiana han surgido dos bandos, y con ellos, dos pueblos y dos iglesias. Una parte lidia con la otra en defensa de la unidad de Cristo. Grande es la discordia no sólo en la plebe, sino entre los obispos. Dicen unos que Jesucristo es adoptivo según la humanidad y no según la divinidad. Contestan otros que Jesucristo en ambas naturalezas es Hijo propio, no adoptivo, y que el Hijo verdadero de Dios, el que debe ser adorado, es el mismo que fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilato. Este partido somos nosotros. Es decir, Eterio y Beato, con todos los demás que creen esto”.
Los autores cotejan a continuación los argumentos recogidos en la carta a Fidel con el signo ortodoxo, refutándolos punto por punto: “Esta es tu carta, estas tus palabras, esta tu fe, esta tu doctrina. […] La plenitud de la fe comprende lo que la razón humana en sus especulaciones no puede alcanzar.” Beato proseguía mostrando que no cabía otra interpretación que la católica para frases como “tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo- bendito tu, Pedro, hijo de Jonás, pues esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos” o aquella “Este es mi hijo amado, en quién me complazco” de la Transfiguración, en la que no cabe “adopción” alguna. Beato repasa los signos manifiestos de la divinidad de Cristo: “Dios lo afirma, lo comprueba su Hijo, la tierra temblando lo manifiesta, el infierno suelta su presa, los mares le obedecen, los elementos le sirven, las piedras se quebrantan, el sol oscurece su lumbre; sólo el hereje, con ser racional, niega que el Hijo de la Virgen sea el Hijo de Dios”.
Razonan Beato y Eterio en base a las Escrituras que es la misma naturaleza la que expresa: “El que me envió está conmigo y no me abandona” (Jn 8, 29) y a la vez “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46). Y la primera frase corresponde a su naturaleza divina, que jamás es abandonada por su padre, que la resucita, mientras la segunda a la naturaleza humana que por su condición de tal ha de morir. Y al argumento de que “el hombre adoptado murió y Dios lo resucitó” oponen la frase de Cristo: “derribad este templo y yo lo levantaré en tres días” (aludiendo claramente a su persona), en la que el Salvador no afirma “Dios lo levantará en tres días”, sino “Yo lo levantaré en tres días”. Beato advierte a Elipando de la deriva claramente difisista (nestorianista) que comporta el adopcionismo, introduciendo una tetradeidad: “No debemos llamar a Aquel Dios y a este hombre, sino que tenemos y adoramos a un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo. No adoramos al Hombre, introduciendo una cuarta persona, sino a Cristo, Hijo de Dios y Dios verdadero, según la sentencia del concilio de Éfeso. Guardémonos de decir: por Dios, que tomó carne mortal, adoro la carne y por causa de lo visible, lo invisible. Horrible cosa es no llamar Dios al Verbo encarnado. Quien esto dice, torna a dividir el Cristo que es uno, poniendo de una parte a Dios, y de otra, al hombre. Evidentemente niega su unidad, por lo cual no se entiende un ser adorado juntamente con otro, sino el mismo Jesucristo, hijo único de Dios”.
El Liber consta en realidad de tres libros, dedicados con mucho a otros temas sobre la ortodoxia doctrinal (incluyendo el sacrificio de la misa, el canon niceno, el animismo espiritual, el anticristo y su antiiglesia, la naturaleza y origen del mal, la mística) en los cuales el autor muestra su dominio de las Escrituras que ya demostrara poco antes con su comentario al Apocalipsis. Sólida formación teológica de raíz isidoriana, abundancia de citas bíblicas, poca sutileza en el fondo y la forma, inconmovible convicción del auxilio del Espíritu Santo en sus escritos. Casi habría que agradecerle al metropolitano su iniciativa herética para que, con excusa de refutarla, Beato y Eterio nos regalaran una formidable joya teológica del catolicismo como es el Liber adverus Elipandum, que desde luego tuvo gran difusión, no inferior a los escritos de Félix y Elipando, no sólo en España, sino en buena parte de Europa, como veremos más tarde, convirtiéndose en uno de los autores preferidos en la Cristiandad latina de la Alta Edad Media.
No creamos, no obstante, que las disputas teológicas en el siglo VIII eran algo parecido a corteses tertulias eruditas; el tono era mucho más recio que eso: Elipando (irritado por ver su autoridad como primado desafiada por un simple monje) no se priva de llamar a Beato “antífrasis de su nombre”, “hereje”, “falso profeta”, “ignorante” y “siervo de satanás” al que había que exterminar. Beato, por su parte, tras unos respetuosos inicios, no tarda en contestar llamándole “lobo rapaz”, “testigo del anticristo” y “mono de circo”. La fuerte personalidad de ambos polemistas no tardará en ocultar a sus más pacíficos adláteres, Félix y Eterio, respectivamente.
Sabemos que el libro de Beato se recibió en Toledo (con la indignación del primado que se puede suponer) y en Córdoba, donde años más tarde san Álvaro alabaría la paz que trajo a la comunidad cristiana de aquella capital emiral, agitada por las especulaciones de Elipando. Es de suponer que también en otras ciudad de España. Pero no sólo eso: tanto las enseñanzas de Félix y Elipando como las réplicas de Beato atravesaron los Pirineos, y desataron una controversia religiosa como no se había conocido en Occidente en siglos, obligando a intervenir a papas, emperadores y concilios.
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