Sacerdotes mártires valencianos (V)
Juan y Joaquín Gaya Dualde nacieron en Onda (provincia de Castellón), el 19 de marzo de 1881 y el 5 de abril de 1889, respectivamente. Ambos iniciaron sus estudios eclesiásticos en el seminario de Valencia, concluyéndolos don Juan en Segorbe y don Joaquín en Tortosa, donde se ordenaron presbíteros. Tras ejercer en varias parroquias de Tortosa y Valencia, ambos terminaron siendo beneficiados de Santo Tomás Apóstol, en la capital valentina.
Comenzada la guerra civil, las amenazas de que fueron objeto les hicieron regresar a su pueblo natal. Don Joaquín se instaló con su hermano Fernando, jefe de telégrafos del pueblo, el día 25 de julio, celebrando misa con normalidad hasta el 1 de agosto, en que fue clausurada la iglesia. A partir de ese día, el sacerdote se recluyó en un escondite habilitado en la vivienda, donde también se acogió el 7 de agosto su hermano Juan, al que habían atacado y perseguido mientras hacía unos ejercicios espirituales en Santo Espíritu del Monte, andando huido por la sierra Calderona varios días. Tras varios registros infructuosos en la vivienda, los milicianos apresaron a Fernando Gaya el día 11 de septiembre de 1936, y se presentaron a continuación en la vivienda, diciendo que si no aparecían en pocas horas los curas que sabían escondidos en la casa, le matarían. Saberlo ambos y prestarse sin dudar a sacrificar sus vidas por la de su hermano, casado y con hijos, fue todo uno. Ambos se confesaron mutuamente y al despedirse de los suyos, les dijeron: “Rogad por nosotros. Adiós. Hasta el Cielo”. Ambos fueron llevados a un apeadero de Villarreal y asesinados de un tiro en la cabeza. Juan tenía 55 años, y Joaquín, 47.
José Chirivella Cebriá nació en Benaguacil en 1897. Se ordenó de presbítero en 1920, siendo posteriormente coadjutor de Estubeny, y luego de Turís. El estallido de la revolución de julio de 1936 le sorprendió como auxiliar de la iglesia de san Juan de Ribera (Valencia), asaltada por los milicianos marxistas. En lugar de refugiarse en casa de unos familiares, temeroso de comprometerles, intentó esconderse en el Instituto médico Candela (hoy hospital Casa de la Salud). Allí le hallaron sus perseguidores y le sacaron fuera para fusilarlo. Según testigos presenciales, murió con los brazos en cruz, pidiendo a Dios el perdón para sus asesinos y gritando “¡Viva Cristo Rey!”. Fue uno de los primeros sacerdotes martirizados en Valencia. Tenía 39 años.
Miguel Rubio Ferrando era natural de Borriol (Castellón), donde vio la luz en 1874, siendo ordenado presbítero en 1899. En 1936 era beneficiado organista de la parroquia de san Esteban de Valencia. Todos cuantos le conocieron testimonian su bondad natural, su laboriosidad y su modestia. En junio marchó a su pueblo, y allí le sorprendió el comienzo del conflicto. Creyendo que (al igual que en el 31) los disturbios serían temporales y solamente urbanos, se quedó allí e invitó a los otros sacerdotes de su parroquia a refugiarse junto a él en Borriol. Una mañana de agosto le notificaron que a las 5 de la tarde pasarían por él para llevarlo al comité local. Confiado, esperó en su casa y acompañó a los milicianos en el coche. Al darse cuenta que lo sacaban del pueblo para acabar con su vida, les dijo: “sólo un favor les quiero pedir: que me llevan a matar al cementerio de Almazora, pues allí tengo enterrada a mi santa madre”. Sorprendentemente, le hicieron caso, pues la costumbre de los sicarios de ese pueblo era llevar a sus víctimas a la carretera de Alcora. Llegado a las tapias del cementerio de Almazora, don Miguel se arrodilló tomando la cruz que siempre llevaba consigo y les dijo “os perdono como san Esteban perdonó a sus verdugos”. Fue abatido de una descarga, y en dicho cementerio reposaron sus huesos, junto a los de su madre. Tenía 62 años.
José Ruiz Bruixola nació en Foyos en 1857. Ordenado en 1882, fue nombrado párroco de Quart de Poblet. Por problemas de salud le fue otorgado un beneficio en la parroquia de san Nicolás, en Valencia. Tras recuperarse, comenzó una labor de misionado en los pueblos de la diócesis, como miembro destacado de la Congregación Sacerdotal, mientras impulsaba en su parroquia el apostolado de la Oración. Permaneció durante muchos años como cura ecónomo de san Agustín, encargado de administrar las limosnas a los pobres, y se hizo pronto famoso por su generosidad y su atención a todos los necesitados y sufrientes de la parroquia, a quienes no solo proporcionaba ayuda material, sino también visitaba con frecuencia para darles consuelo espiritual. Asimismo reconstruyó la capilla de la Comunión y levantó el actual campanario con sus campanas. Ejerció luego de ecónomo en san Esteban, donde dejó igual memoria de su celo y dedicación a los más necesitados. Por aquellos años, con la ayuda de don Santiago Lloret, levantó una iglesia en la Casa de los Obreros de la calle Caballeros, en la que instaló una “Escuela de Cristo” para sacerdotes y seglares, donde se formaron magníficos presbíteros y laicos. En 1923 se llevó una gran alegría al ser nombrado párroco de san Nicolás, donde había servido en su juventud. Restauró la capilla de la comunión y desplegó una laboriosidad incansable en su labor apostólica: fundó una de las primeras secciones de Acción católica de la diócesis, creo varios grupos de catequesis que supervisaba personalmente, a las seis de la mañana ya se le podía hallar en el templo oyendo confesiones; visitaba con frecuencia a los pobres y enfermos de la parroquia, para los cuales conseguía recursos y medicamentos, bien sonsacándoselos a los fieles más pudientes, bien de su propio peculio. Todos los domingos predicaba 3 misas pese a pasar los 70 años, supervisaba los ejercicios espirituales vespertinos y cada año hacía al menos una visita personal a todas las casas de la parroquia. Los testimonios de sus parroquianos dan fe de su vida modélica y ejemplar, de su austeridad personal, sus penitencias, su oración constante, su amor por la Eucaristía, que celebraba con gran amor y solemnidad, y su adoración al Santísimo. En julio de 1936 fue expulsado de su parroquia por las autoridades revolucionarias. Trasladose a Foyos, donde vivió con grandes privaciones (pues su patrimonio lo había repartido a los pobres y enfermos de san Nicolás) en casa de unos sobrinos. Allí celebraba la misa y dirigía los rezos de familiares y vecinos. Durante el verano fue arrestado en una de las sacas de la localidad, y encerrado durante varias horas en un chalet junto a otro sacerdote, sobrinos suyos, tres religiosas y varios seglares del pueblo. Según testimonio de una de las presentes, la única liberada, don José les exhortó a levantar el ánimo: “el momento ha llegado. Es voluntad de Dios que seamos mártires ¿Qué mayor gloria nos puede caber? Adelante. Hagamos una buena confesión y vayamos firmes al martirio”. Tras haberse confesado todos, rezaron juntos el Rosario, y no dejaron de rezarlo mientras don José marchaba el primero al camión que les llevó al cementerio de Gilet. Según refiere el sepulturero, aun allí obtuvo de sus asesinos ser el último en morir para sostenerles. Así lo hizo, rezando y animándoles a no vacilar en su fe, pues pronto gozarían de la presencia de Dios. Van cayendo las ráfagas y con ellas sus compañeros de cautiverio y martirio. Llegados a él, termina su última Ave María y anuncia a sus verdugos que les perdona como hizo el Divino Maestro en la Cruz. Murió con 79 años y el rosario en la mano.
Ruego a los lectores una oración por el alma de estos y tantos otros que murieron en aquel terrible conflicto por dar testimonio de Cristo. Y una más necesaria por sus asesinos, para que el Señor abriera sus ojos a la luz y, antes de su muerte, tuvieran ocasión de arrepentirse de sus pecados, para que sus malas obras no les hayan cerrado las puertas de la vida eterna. Sin duda, los mártires habrán intercedido por ellos, como lo hicieron antes de morir.
—————————————————————————————-
La vida y martirio presbiteriales aquí resumidas proceden de la obra “Sacerdotes mártires (archidiócesis valentina 1936-1939)” del dr. José Zahonero Vivó (no confundir con el escritor naturalista, y notorio converso, muerto en 1931), publicada en 1951 por la editorial Marfil, de Alcoy.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la Justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, persigan y, mintiendo, digan todo mal contra vosotros por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los Cielos. Pues así persiguieron a los profetas antes que a vosotros. Mateo 5, 9-12
_
_
Se permite la reproducción (inmodificada) parcial o total de este artículo, siempre que se haga de forma libre (lo que gratis recibisteis, gratis dadlo) y se haga constar el nombre del autor, la bitácora y el portal que lo aloja.
4 comentarios
Muchas gracias por traernos el relato de estos sacerdotes ejemplares; es muy necesario que se ponga de manifiesto como el cuidado hacia los pobres no está reñido con seguir la recta doctrina, con el Magisterio y que ambas cosas a la vez es lo que hacen que se sea un buen sacerdote: Verdad y Caridad; no solo una. De Don José Ruiz Bruixola, por ejemplo, deberían aprender muchos.
Un cordial saludo.
-------------
LA
Por supuesto que lo publico. Y muchas gracias por este testimonio.
Solo un par de puntualizaciones de tipo semántico, que no corrigen en nada el fondo del tema.
Primera, don Manuel Medina no fue asesinado por motivos "ideológicos", sino por odio religioso. Que el odio al cristianismo formara parte de la ideología de los asesinos (socialismo y también liberal-progresismo de corte jacobino) no modifica ese hecho. No fue asesinado por su ideología, sino por su religión, por tanto, los motivos fueron religiosos. Creo que la especificación es importante, porque sino da a entender que fue asesinado por odio a su ideología, lo cual es incorrecto. Lo fue por odio a su fe.
Segunda, el término "genocidio" ya nadie sabe muy bien qué se refiere, pero en su inicio era el intento de eliminación física de todo un pueblo o raza. Los católicos españoles no constituían un pueblo sino un segmento de la población (mayoritario) diferenciado por sus creencias. Creo que no es exacto emplear el término genocidio en este caso (igual que no se puede llamar genocidio al asesinato de simpatizantes republicanos o marxistas en la retaguardia de la zona nacional). Fueron crímenes de guerra por motivos, en este caso, religiosos, y dirigidos contra una clase concreta: sacerdotes, religiosos y seglares con responsabilidades eclesiales o particularmente significados.
Mártires de la guerra del 36, rogad por nosotros.
Dejar un comentario