El Fraile de los Pies Alados (campeón de la más indómita parresía)
Por Javier Murillo Campos (Costa Rica)
Queridos amigos Católicos de Costa Rica, quiero compartir con ustedes, a modo de pequeño apostolado, la vida de un hombre muy santo a quien Dios dispuso que plantase la semilla de la fe en nuestro país. Hablo del Venerable Siervo de Dios Fray Antonio Margil de Jesús.
Conocemos muy bien los santos que han evangelizado el mundo: Irlanda no olvida al gran San Patricio, es legendaria la historia de Santa Clotilde y los Francos, el Apóstol Santiago se hizo inmortal en España, San Francisco Javier fue quien hizo lo suyo en toda Asia y desde hace algunos años Estados Unidos recuerda la incansable labor de San Junípero Serra, pero ¿a qué apóstol le debemos la fe los costarricenses? Bueno, Costa Rica es tierra regada con sangre de mártires, como lo fueron fray Juan Francisco Antonio de Zamora y fray Pablo de Rebullida, pero la semilla de la fe que estos santos frailes regaron fue plantada por fray Antonio Margil, junto con su fiel compañero de misión, fray Melchor López de Jesús. Es de fray Margil que quiero contarles, y me voy a basar en el libro del padre José María Iraburu, Hechos de los Apóstoles en América Latina.
Antonio Margil nació en Valencia, en el año 1657. Ya de niño daba muestras de su ardiente caridad hacia sus hermanos: ayunaba con el fin de llevar el alimento a los pobres de su escuela. Entra en la Orden Franciscana en 1673 y se ordena sacerdote en 1682, a sus veinticinco años. Al año siguiente, se embarca en la misión a la que se entregaría durante el resto de su vida, y llega a Veracruz para ganar almas para Dios Nuestro Señor. Cuarenta y tres años caminaría el hijo de San Francisco por la Nueva España, encarnando la pobreza y humildad de Cristo. No solía llevar fray Margil cosa alguna en sus largos viajes, ni siquiera zapatos; era pobre entre los pobres.
El fraile de los pies alados recorrió indecibles caminos y montañas. Misionó en Querétaro, México, Verapaz, Guatemala, Zacatecas, Nayarit, Texas y Talamanca. No en vano tenía el apodo que tenía, pues sus pies nunca dejaron de trabajar para llevar a Cristo a donde hubiese hombre que no lo conociera. Se dice que esos pies obraban prodigios por el Evangelio, pues caminaban con una rapidez extraordinaria. Una vez, caminó 600 kilómetros en dos semanas; otra, 900 kilómetros en diez días. Se dice que una vez corrió una legua, casi seis kilómetros, en pocos minutos para así llegar al rezo de la Salve. Fray Antonio solía llegar a sus destinos más velozmente que quienes andaban a caballo. ¿Cómo es que un fraile podía volar de tal forma por los caminos? Él mismo decía: «Tengo mis atajos y Dios también me ayuda».
Llegó fray Margil con su compañero fray Melchor a Talamanca en el año 1688, y se encontraron con pueblos en los que apenas había rastros de las predicaciones previas. Afirmaba el santo fraile que los indios, antropófagos, «si sienten españoles, o se defenderán o se tirarán al monte», debido a los tratos amargos que habían recibido de ellos, pero que «después que nos vieron solos y la verdad con que procuramos el bien de sus almas, se vencieron y… nos quisieron poner en su corazón». Así pues, no mucho tiempo pasó desde la llegada de los frailes para que por ellos llegase la paz a estas tierras, pues abogaron para que los españoles los tratasen con mayor dulzura, e incluso lograron poner fin a algunos conflictos entre tribus. El fraile de los pies alados abría en Talamanca caminos de tierra con sus duros pies y de paz con su suave alma.
La evangelización comenzó, y los dos franciscanos se adentraron entre palenques y montañas para llevar el mensaje de Cristo. A la primera oportunidad fueron golpeados y expulsados, pero ellos padecían todo esto con alegría y mansedumbre. Ya conocían los misioneros los peligros que les aguardaban en la sierra, pues de camino algunas mujeres les pedían que se devolviesen, y el intérprete que los acompañaba no aceptó acompañarlos, preguntándoles más bien dónde deseaban ser enterrados. Luego de la incursión a los palenques, decidieron evangelizar a los borucas, de los cuales uno de cada tres acogió el Evangelio. De ahí pasaron a misionar con los indios térraba, los más peligrosos de todos. Fueron bien recibidos, y desde ahí mandaron un mensaje a los indios que los habían atacado: «Para que sepáis que no estamos enojados con vosotros y que sólo buscamos vuestras almas… después que hayamos convertido a los térrabas… volveremos a besaros los pies». Efectivamente, los dos hombres de Dios se dirigieron a besar los pies a ocho caciques. Uno de estos caciques ardía de ira contra ellos. Cuando fueron advertidos de la hostilidad de algunos pobladores, dijeron: «A ésos buscamos, a ésos nos habéis de llevar primero». Poco después, eran recibidos no con armas, sino con frutas para que comiesen y con enfermos para que los curasen.
Se fundaron en Costa Rica las misiones de Santo Domingo, San Antonio, El Nombre de Jesús, La Santa Cruz, San Pedro y San Pablo, San José de los Cabécaras, La Santísima Trinidad de los Talamancas, La Concepción de Nuestra Señora, San Andrés, San Buenaventura de los Uracales, Nuestro Padre San Francisco de los Térrebas, San Agustín, San Juan Bautista y San Miguel Cabécar. Fray Margil dejaría Costa Rica sin haber sido coronado por el martirio, pero dejando una estela de valentía y parresía evangélicas dignas de tal premio. Años después volvería el fraile de los pies alados a Talamanca, abandonando pronto la zona para ir a ganar corazones en otros pueblos de América.
Realizó fray Margil algunos milagros. Una vez, devolvió la vida a una niña muerta diciéndole: «Ya María, ya basta, ven de donde estás». En otra ocasión, el Venerable Siervo de Dios se vio asaltado por un ladrón, pero pocos minutos después se encontraba el ladrón de rodillas ante el fraile, confesando sus pecados y pidiendo perdón a Dios. Fray Margil, conociendo que aquel ladrón estaba próximo a morir, lo remitió a un convento cercano con una carta que decía: «Dará V. P. sepultura al portador».
Al final de su vida, debía viajar a veces a caballo y de noche, pues de otra forma le salían los indios al paso con flores y cantos de tanto que lo querían. Una vez, le preguntaron si no sentía tristeza de dejar pronto la vida misionera, a lo que contestó: «Si Dios quiere, sacará un borrico a la plaza y hará de él un predicador que convierta al mundo».
Muy enfermo, fue llevado al convento de México para preparar su alma de cara a la muerte. Allí, quienes lo acompañaron escucharon de su boca palabras que daban testimonio de su santidad. Fray Martín de las Heras oyó al santo Margil en su última confesión. Quedó maravillado de conocer tan tenues faltas en una vida larga y vigorosa, a lo que fray Margil le dijo: «Si Vuestra Reverencia viera en el aire una bola de oro, que es un metal tan pesado, ¿pudiera persuadirse a que por sí sola se mantenía? No, sino que alguna mano invisible la sustentaba. Pues así yo, he sido un bruto, que si Dios no me hubiera tenido de su mano, no sé que hubiera sido de mí». Continuó fray Margil explicándole cómo, cada vez que terminaba de consagrar, sentía que Cristo aplicaba para él las palabras de la consagración, «Hoc est enim Corpus Meum», pues fray Margil había estado siempre revestido de Cristo y le había servido con todo su ser.
Dijo el fraile el 3 de agosto: «¡Dispuesto está, Señor, mi corazón, dispuesto está!»; tres días después, expiró sus últimas palabras: «Ya es hora de ir a ver a Dios». Murió el 6 de agosto de 1726. Oleadas de personas se presentaron para venerar los pies alados del difunto, aquellos pies benditos que se habían gastado y desgastado por Cristo. Dijo el arzobispo de Manila que esos pies quedaron «tan dóciles, tan tratables, tan hermosos sin ruga ni nota alguna. Pies que anduvieron tantos millares de leguas tan descalzos y fatigados en los caminos, tan endurecidos en los pedregales, tan quebrantados en las montañas, tan ensangrentados en los espinos… ¡Qué mucho que se conservasen hermosos pies que pisaron cuanto aprecia el mundo!».
El Papa Gregorio XVI reconoció en 1836 las virtudes heroicas del Venerable Siervo de Dios fray Antonio Margil de Jesús, y sus restos reposan en México. Su causa de beatificación está abierta y hay un milagro bajo investigación para elevarlo a los altares.
Este hombre santo firmaba sus cartas diciendo: «La misma nada, Fr. Antonio Margil de Jesús».
Qué ironía que este hombre, tan santo y tan fervoroso, que vino a nuestra tierra como portador de la fe, no tenga lugar alguno en la memoria de los costarricenses. Para hacer justicia de su nombre, pidamos a Dios la pronta beatificación de este gran fraile, en vistas al tricentenario de su nacimiento para la vida eterna, y guardemos siempre honra y devoción a fray Antonio Margil de Jesús.
«¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del heraldo que anuncia la paz, que trae la Buena Noticia!» -Isaías 52, 7
5 comentarios
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Así es.
Ahora comprendo la expresión de Nuestro Señor: "Yo tengo un alimento que ustedes no conocen... Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y terminar su obra". Jn 4,32-34
Yo vivii un accidente en avioneta en el lugar, caí me muero...
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Estimado
Gracias por su comentario, que he debido editar parcialmente puesto que el mismo desviaba el foco de atención a un tema diverso al del artículo.
In Domino
PF
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