Ni aburridas ni divertidas: las misas deben ser PASCUALES
Cualquiera de nosotros ha escuchado más de una vez el comentario de algún fiel, insatisfecho por una celebración recién concluida: “qué Misa más aburrida”. Seguramente, además, todos hemos oído a algún conocido contarnos: “no sabés qué divertida es la Misa del padre Fulano de tal”.
Ahora bien, ¿son estos adjetivos adecuados para describir e intentar hacer una correcta apreciación del misterio central de la fe cristiana, fons et culmen de la vida de la Iglesia?
Mi opinión es, en primer lugar, que estos parámetros provienen de un ámbito diverso al de la Liturgia. Son, por eso mismo, como un “lente” inadecuado para observarla y comprenderla. Son criterios lícitos para analizar un partido de la Champions League, una función de circo o un recital, un cumpleaños de 15 o la fiesta de despedida de un grupo de amigos.
Son palabras y aproximaciones que provienen del mundo del espectáculo, del deporte o de la industria del entretenimiento. “Divertido” o “aburrido” tiende a ser una simple referencia al estado emocional de quien asiste, mira o interviene.
Pero la Misa no es espectáculo, no es entretenimiento: es acontecimiento, es realidad divina tras el velo de los signos humanos. No es ficción: es drama real. Es presencia de lo eterno en el tiempo. Es acción, la más increíble que podamos imaginar, donde se pone en juego toda la potencia de Dios.
Aclarado esto, quiero formular una segunda afirmación: la Misa no tiene que ser divertida, pero tampoco puede ser aburrida. Y viceversa, la Misa no puede ser aburrida, pero tampoco debe ser divertida.
La Misa debe ser PASCUAL, y en el modo de celebrarla –y en cada detalle- es necesario intentar siempre hacer converger todos los aspectos de la Pascua.
Pero, ¿qué es la Pascua?
El camino y el símbolo más perfecto para comprender la Pascua nos lo presenta el Apocalipsis: Jesucristo es presentado como el “Cordero degollado y en pie” (Ap 5, 1). En Él permanecen en su eterna actualidad la entrega sacrificial del Viernes por la tarde, y la explosión de gozo incontenible del amanecer del Domingo. Ese Cordero es adorado y aclamado de modo triunfal por miríadas y miríadas de seres vivientes, ángeles, mártires, los 144.000 elegidos y una muchedumbre “imposible de contar”.
La Eucaristía trae a nuestros altares a ese “Cordero degollado y en pie”: “bendito el que viene en el nombre del Señor”. En la simplicidad de las especies eucarísticas, está realmente presente Él en la integridad de los aspectos de su Misterio: Calvario, Sepulcro vacío y Segunda venida Gloriosa.
¿Cómo debe ser la Misa, entonces?
Debe tener la seriedad y la profundidad, el espíritu contemplativo y el recogimiento, la serenidad y la conmoción que nos permitan darnos cuenta de que el Cordero “está degollado”. Que me amó y se entregó por mí. Que me compró “a gran precio”, a precio de su Sangre. Que por mí “soportó afrentas y desprecios”, llegando a quedar “tan desfigurado que ni parecía hombre…”. Por eso no puede ser banal, no puede ser grotesca, no puede ser circense.
Debe tener también el gozo profundísimo y la intensidad de la Vida nueva, “vida abundante”, que surge del Sepulcro vacío. Debe tener y dejarnos el “gusto” a plenitud, a presencia y a poder de Dios. Debe irradiar luz, una luz tan potente que sea suficiente para calar bien hondo en los rincones oscuros de la vida cotidiana. No puede ser sombría ni oscura. La Misa debe ser alegre, debe comunicar alegría, debe dejarnos ese “sabor” al finalizar. No puede ser aburrida: porque en ella se hace presente la victoria del Resucitado: “mors et vida duello, conflixere mirando: dux vitae mortuus, regnat vivus”.
Y como es probable que a algunos lectores de Infocatólica les llame la atención esta insistencia, me apoyo en la autoridad de Benedicto XVI, en un escrito que –personalmente- me ayudó a integrar mejor estos aspectos:
“Todas las palabras del Resucitado portan esa alegría, portan la risa de la redención: si vosotros vierais lo que yo he visto y lo que veo, si vosotros lograrais tener una vez una mirada de la totalidad, entonces reirías (cfr. Juan 16,20).
En el barroco, era parte de la liturgia el risus paschalis, la risa pascual. La prédica de la Pascua debía contener una historia que moviera a la risa, para que la Iglesia retumbara de alegría. Esta puede ser una forma de alegría cristiana algo superficial y exterior. Pero ¿no es algo hermoso y adecuado que la risa se haya transformado en un símbolo litúrgico? ¿Y no nos hace felices, cuando en la iglesias barrocas escuchamos la risa que anuncia la libertad de los redimidos a partir de los juegos de los angelotes y de los ornamentos?
Y ¿no es un signo de fe pascual el hecho de que Haydn dijera, respecto a sus composiciones, que al pensar en Dios sentía una alegría cierta y añadiese: «Yo, apenas quería expresar palabras de súplica, no podía contener mi alegría, y hacía lugar a mi ánimo alegre y escribía allegro sobre el Miserere»?
La visión de los cielos del Apocalipsis dice lo que nosotros vemos en Pascua a través de la fe: el Cordero muerto vive. Puesto que vive, nuestro llanto termina y se convierte en sonrisa. La visión del cordero es nuestra mirada a los cielos abiertos de par en par. (…)
Si comprendemos el anuncio de la resurrección, entonces reconocemos que el cielo no está totalmente cerrado más arriba de la tierra. Entonces algo de la luz de Dios –si bien de un modo tímido pero potente– penetra en nuestra vida. Entonces surgirá en nosotros la alegría, que de otro modo esperaríamos inútilmente, y cada persona en la que ha penetrado algo de esta alegría puede ser, a su modo, una apertura a través de la cual el cielo mira a la tierra y nos alcanza. Entonces puede suceder lo que prevé la revelación de Juan: todas las criaturas del cielo y de la tierra, bajo la tierra y en el mar, todas las cosas en el mundo están colmadas de la alegría de los salvados. En la medida en la que lo reconocemos, se cumple la palabra que Jesús dirige en la despedida, en la que anuncia una nueva venida: «Vuestra aflicción se convertirá en alegría».
(Homilía “El Cordero redimió a las ovejas", Benedicto XVI, en el libro “Miremos al Traspasado")
La Misa debe, por último, expresar y reavivar la esperanza de la Gloria eterna. Debe ser un espacio de eternidad en medio del devenir de la historia. Debe ser para cada uno de nosotros como un “pedacito de Cielo”, como un anticipo del Banquete Celestial, al cual tendemos, hacia el cual caminamos, en el cual –y solo en cual- nos saciaremos. Porque Pascua y Parusía son acontecimientos inescindibles, la tensión entre el Pasado, el Presente y el Futuro se encuentran en torno al altar, allí confluyen y se hacen nuestros.
Un gran desafío
Es evidente que, como en casi todos los ámbitos del pensamiento y la acción católicos, es más sencillo optar por uno solo de los elementos. Tenemos entonces en la Iglesia “sectores”, “facciones” con visiones de la Eucaristía encontradas: quien la vive de modo unilateral como “el Calvario”, y quien la celebra y piensa sólo como “una fiesta”.
Es verdad que los acentos son inevitables: en las liturgias de las Iglesias orientales resplandece mucho más la dimensión “parusíaca” que en el rito romano, y así podríamos encontrar otros matices en la misma historia de la Liturgia.
No obstante, creo que el desafío es, como cada vez, mantener unidos y armonizados los dos –o los tres- aspectos del Misterio de Cristo: muerte redentora que suscita un amor reverente, victoria sobre la muerte que nos colma de alegría, triunfo final que nos llena de esperanza. Siempre en obediencia a las normas litúrgicas.
¡Qué desafío para quienes debemos presidirla: poder manifestar, en nuestra fragilidad, todo esto!
¡Qué desafío para la catequesis, para la predicación, ayudar a los fieles a vivenciarlo de este modo!
¡Qué desafío para quienes ejercen el ministerio del canto y la música, hacer converger en melodías, armonías y ritmo las inescrutables riquezas que implica la simple presencia del “Cordero degollado y en pie”!
PD: Disculpen el detalle narcisista de la foto, es del día de mi primera Misa, hace 14 años y días, para que recen por mí y por todos los sacerdotes, :)