LA AUTOREVELACIÓN DE JESÚS EN LAS BODAS DE CANÁ
Contemplar
“Se celebraban unas bodas en Caná de Galilea, y la Madre de Jesús estaba allí…”
Cuentan algunos que los novios querían a María como si fuera su propia madre; que ella los había ayudado mucho en el vecino pueblo de Nazareth. María celebraba con ellos sentada en un lugar de honor, con su natural sobrenaturalidad, compartiendo no sólo el rito religioso sino la Fiesta posterior.
Estaba allí atenta, desde temprano, siempre tan sonriente como serena, tan femenina y tan digna, tan discreta como expresiva. Con cada invitado tenía palabras dulces y oportunas, recordando relatos de encuentros anteriores, interesándose por cada historia, animando y consolando si era necesario.
Y de pronto ingresó Jesús, su Jesús. Hacía unas semanas que no lo veía, y su corazón latió fuertemente. Era el mismo de siempre y sin embargo, un brillo especial, una firmeza nueva brillaban en su mirada.
No venía solo: un pequeño grupo de hombres –algunos de su edad, un par mayores, otro bastante menor que parecía especialmente perspicaz- lo acompañaban. La mayoría eran pescadores, discípulos del Bautista que ahora –especialmente luego de su encarcelamiento- seguían a Jesús a todas partes.
Sus miradas se cruzaron en silencio: no necesitaban palabras para estar el uno en el otro. María intuyó la inminencia de algo nuevo y grande, sin saber aún qué. Y decidió esperar, intentando leer con atención la sucesión de los hechos.
La boda transcurrió como tantas otras. María oía relatar las primeras repercusiones de la predicación de su Hijo: qué la gente estaba asombrada, que usaba un lenguaje nuevo, que hablaba con claridad y autoridad. Se regocijaba y alababa a Dios en su interior. Y esperaba.
De pronto percibió entre los sirvientes gestos preocupados y diálogos nerviosos. Parecía que algo fallaba. Agudizó aún más su oído y logró captar el núcleo del suceso: el vino se había acabado, y esto sólo amenazaba arruinarlo todo. El encargado del banquete y el novio aún no lo sabían, pero los sirvientes ya se resignaban al estrepitoso fracaso y al fin de la alegría.
Y María supo entonces que había llegado el momento. Una fuerza irresistible la hizo ponerse de pie y acercarse a Jesús. De nuevo se cruzaron las miradas, y María le dijo sólo tres palabras: “no tienen vino”. María sostenía fijamente sus ojos en los de Jesús, esbozando una sugerente y discreta sonrisa, apenas una mueca que mostraba su inquebrantable confianza.
“No ha llegado mi hora” escuchó, y se preguntó si tal vez ella se había equivocado, y no estaba entendiendo bien los acontecimientos. Pero escuchó también ser llamada “Mujer”, y sólo por eso supo que debía insistir. Sin dejar de mirar a Jesús a los ojos, hizo un ademán a los servidores que estaban cerca, y les dijo sencillamente: “Hagan todo lo que Él les diga”. Y se sentó, satisfecha y serena. El corazón le latía ahora aún más fuertemente.
Los sirvientes estaban ya cansados y muy nerviosos por la situación, pero se acercaron a este misterioso invitado, de palabra suave y persuasiva. ¿Qué podía decirles, qué solución ofrecerles? Jesús fue con ellos a una habitación contigua, donde preparaban todo. Les dijo simplemente: “Llenen de agua estas tinajas… y lleven al encargado del banquete”, para luego volver a su lugar, y seguir dialogando con los suyos.
Se miraron unos a otros, con gesto incrédulo, algunos incluso con indisimulable enojo. ¿Acaso les estaba tomando el pelo? ¿Era ese momento de bromas? Pero recordaron su mirada y ese algo de su Rostro, y ya no pudieron desobedecer.
El trabajo era exigente y agotador. Las tinajas se llenaban lentamente, y cada tanto algún invitado se acercaba y les preguntaba por lo que hacían… Por momentos se sentían ridículos, se escuchaba alguna queja, e incluso alguno dejó la tarea inconclusa. Sin embargo, en poco más de media hora finalizaron, exhaustos y aún sin comprender. Los llamaron entonces para servir otros manjares y todos se retiraron. Sólo uno de ellos se quedó para concluir la orden de Jesús. Tomó una copa cualquiera con desgano, murmurando en su interior, la sumergió y la llenó…
Y no pudo creer lo que sintió, y vio. Con la copa rebosante, caminó sin poder contener las lágrimas y ofreció la copa al encargado que lo miraba extrañado. Fue degustarlo y comprobar que no era un vino cualquiera: era el mejor que había probado en su vida. ¿A quién se le había ocurrido dejarlo para el final?
Y la fiesta siguió, y trajeron nuevos platos, y hubo danzas, y las mesas se llenaron de jarras con abundante vino de la mejor calidad, de cepas escogidas. Nadie parecía haberse dado cuenta de lo cerca que estuvo aquella fiesta de acabar antes de tiempo. La alegría fue completa.
Pero algo había cambiado. Porque el discípulo más joven, el de mirada penetrante y rostro reflexivo, había captado cada detalle. Y vio, y creyó, para no dudar nunca más.
“Se celebraban unas bodas en Caná de Galilea”, escribió décadas más tarde. No nos dijo el nombre de los novios, porque él había llegado a comprender que era el inicio de las Bodas de la Humanidad con Dios.
Y la Madre de Jesús… estaba allí.
Reflexionar
María lee los acontecimientos en su profundidad, yendo más allá de las apariencias, buscando reconocer en el interior de las cosas la presencia de Dios y las necesidades de los demás. ¿Trato de vivir atento a los detalles de la vida en que Dios me habla?
María expresa en breve fórmula la síntesis de toda la espiritualidad bíblica: hacer lo que Dios dice. ¿Trato de escuchar y obedecer los mandatos del Señor?
Jesús ordena a los sirvientes “llenen de agua estas tinajas”. Pudiendo hacer el milagro sin intervención humana, elige requerir la colaboración de estos desconocidos trabajadores. ¿Qué significa para mí, hoy, concretamente, esta palabra? ¿Qué tinaja me pide el Señor que comience o acabe de llenar?
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Pedir
María, tú conoces cuáles son mis carencias y mis necesidades… no dejes de presentarle a Jesús con tu intercesión poderosa todo aquello que hoy me hace falta.
María, enséñame a confiar en la Providencia de Dios incluso cuando las apariencias parezcan desmentirla… ayúdame a no desanimarme frente a los tiempos y procesos que Él me pide.
Jesús, transforma mi vida como transformaste el agua de Caná en el mejor vino… lleva a plenitud en mí lo que tú mismo has comenzado. Amén.