Día 6: Alégrate, María, llena de Gracia
ALÉGRATE, MARÍA, LLENA DE GRACIA…
¿No es impresionante que la primera palabra que el divino mensajero dice a María sea ALÉGRATE?
Y si bien en castellano nuestro “Dios te salve” no refleja tan nítidamente esa invitación, es esencial que no la olvidemos nunca. Porque es la invitación eficaz de Dios a toda la Humanidad, a todos nosotros, representados en la humilde jovencita de Nazareth.
Cada vez que rezas el Ave María utilizas las mismas palabras que Dios eligió para dirigirse a aquella niña soñada, predestinada y llamada por Dios para permitir la irrupción del Verbo en la historia humana.
Cada vez que las pronuncias, María revive esa intensa conmoción que la turbó de emoción y casi de “vértigo”, vértigo que luego sería acrecentado al oír la entera propuesta del Creador.
Alégrate María… porque el Señor está contigo, porque el mundo vuelve a ser un lugar de su Presencia, porque ya ha finalizado el tiempo del castigo y se abren nuevamente las puertas del Corazón de Dios.
Porque Cristo es y será de ahora en más la verdadera, la perfecta alegría de los hombres. Y por eso también, en el corazón y centro del Ave María, se ubica esa dulce palabra, está el “nombre sobre todo nombre”, aquel solo en el cual hay salvación: el nombre de Jesús.
Pero la oración que repetirás tantas veces durante el Santo Rosario, luego de evocar las pronunciadas por Isabel el día de su Visitación, ponen ante tus ojos una tan importante como dramática realidad: “ruega por nosotros, pecadores… ahora y en la hora de nuestra muerte”
Esa alegría que Dios quiere conceder a sus hijos se ve amenazada por la existencia del mal en el mundo y en los corazones. El amor de Dios, tan grande, puede ser rechazado, y de hecho lo es, tantas veces.
El pecado ha traído como consecuencia la muerte corporal, ese momento doloroso pero inevitable en el cual se desgarrará nuestro ser corpóreo-espiritual. Y el pecado tiene una consecuencia aún más terrible: la muerte eterna, la condenación, la separación de Dios en el Infierno.
Por eso la Iglesia, recordando la advertencia del Salvador “¿de qué le vale al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?”, nos hace pedir, incesantemente, a aquella que nos quiere como hijos: “ruega por nosotros… en la hora de nuestra muerte… que ese día supremo, en el que se decida nuestra eternidad, no nos encuentre separados de Jesús, separados de Dios… que en ese trance, Madre querida, nuestra alma se encuentre limpia, preparada para cruzar a la otra orilla, arrepentida y absuelta de sus pecados, alimentada con el viático a la Eternidad… Madre, querida, que nuestros ojos se cierren aquí mirando el Crucifijo o una imagen tuya, y se abran en el Paraíso para verte por siempre…”
Por eso el Santo Rosario rezado con piedad y constancia es –según el testimonio de tantos santos- un signo de predestinación y una prenda de salvación eterna. ¿Podría acaso una madre olvidar este pedido que, de manera incesante, un hijo suyo le ha dirigido?
P. Leandro Bonnin
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Que Dios le bendiga
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