La escena debió ser digna de una película de terror. Una anciana con Alzheimer, que años antes había pedido recibir la eutanasia, se resistía, quizás por instinto o quizás porque le quedaba un hálito de lucidez, a que le pusieran la inyección letal. Entonces el doctor pidió a los familiares presentes en la habitación que la sujetaran. Una vez sujeta, le inyectó el cóctel mortal y la anciana murió.
Según el más alto tribunal de Holanda, aquello fue un acto legal, precisamente porque esa mujer había dejado por escrito su deseo de no seguir viviendo si llegaba a una situación médica irreversible.
Estamos ante un ejemplo más de porqué no hay que creer a los que dicen que las leyes de eutanasia quedarán limitadas a casos muy extremos. Lo mismo pasó con el aborto. Una vez que abres la puerta al mal,el mal lo ocupa todo y actúa como agujero negro, consumiendo la poca luz de decencia moral que le quede a una sociedad.
El componente pedagógico de las leyes es indudable. Cuando el mal se castiga, el personal se lo puede pensar dos veces antes de cometerlo. No desaparece, pero su alcance se limita. Cuando el mal no solo es consentido sino que se convierte en un derecho -caso del divorcio, el aborto, la eutanasia, la ideología de género, etc-, el bien y los que lo defienden pasan a ser objeto de persecución.
Los países otrora cristianos son un claro ejemplo de las consecuencias de la apostasía. El cóctel es perverso: el divorcio masivo provoca destrucción del concepto de familia como institución básica y permanente de la sociedad. El sistema político-económico impide la independencia de los jóvenes, que tienen que esperar años y años para poder formar una familia, que además tiene pocas posibilidades de éixto. La mentalidad antinatalista, que se sustancia en el uso masivo de anticonceptivos y del aborto, provoca un envejecimiento brutal de la población. Y entonces entra en juego la eutanasia, para quitarse de en medio los ancianos sobrantes.
En medio de todo eso, la Iglesia, cuya labor de asistencia social es innegable, lleva tiempo dedicada a hablar de ecología y a proponer la solidaridad, la fraternidad y la igualdad entre todos. El discurso que sale de las altas jerarquías es sospechosamente parecido al de los paladines del Nuevo Orden Mundial y de los viejos y nuevos populismos izquierdosos. Llevamos décadas promoviendo un humanismo en el que Dios no pasa de ser un elemento más, y a veces ni eso, de la ecuación. Incluso el Cristo que se predica es un Cristo solamente humano, desposeído casi por completo de sus atributos divinos. Un Cristo que ni reina ni impera.
Todo ello lleva a la irrelevancia casi absoluta de la propia Iglesia. Da igual el peso mediático que tenga si el mensaje que transmite está más cerca de la Nueva Era y el hippismo pacifista y buenista del siglo pasado que el de la denuncia profética del evangelio. Cristo empezó su vida pública predicando la conversión. Gran parte de la Iglesia huye de la denuncia del pecado personal y de advertir de las consecuencias de apartar a Dios de la vida pública. Cosa lógica, ya que hace décadas que se entregó en manos del liberalismo que durante dos siglos luchó para acabar con el Reinado Social de Cristo. De tal forma que han hecho que parezca que dicho Reinado es una reliquia inútil, cuando no despreciada y atacada, del pasado.
Y no contentos con eso, hemos visto profanar la Sede de Pedro con cultos idolátricos paganos, sin una reacción significativa del episcopado mundial, que a veces parece más el cuerpo de élite que sigue al líder de una secta que el verdadero colegio de sucesores de los apóstoles, todos ellos vicarios de Cristo en sus diócesis. Que no se les olvide que una autoridad canónica que no va acompañada de autoridad moral y de fidelidad al evangelio, lo cual implica combatir el error, no vale para nada.
Si no fuera por la promesa de Cristo de que las Puertas del Hades no prevalecerán, caeríamos en la desesperación de creer que esa anciana que se resistió a morir representa a la Iglesia. Y que los responsables de la misma son la que sujetan sus brazos para que el médico de la muerte ponga fin a su vida.
Nuestra esperanza es Cristo. Él salvará a su Iglesia. No podemos albegar la menor duda de ello. Por pura gracia, debemos y podemos ser fieles a Él en medio del horror que nos rodea.
Santidad o muerte,
Luis Fernando Pérez Bustamante