2.08.17

Qué melodía para mi corazón ese silencio de Jesús...

Comentario al evangelio (Mat 13,44-46) del miércoles de la decimoséptima semana del Tiempo Ordinario:

La esposa [del Cantar] de los Cantares dice que, al no encontrar a su Amado en el lecho, se levantó para buscarle por la ciudad, pero en vano; y que en cuanto salió de la ciudad, encontró al que amaba su alma… (Ct 3,1-4). Jesús no quiere que encontremos en el reposo su presencia adorable; él se esconde… ¡Y qué melodía para mi corazón ese silencio de Jesús…! Él se hace pobre para que nosotras podamos darle limosna, nos tiende la mano como un mendigo, para que cuando aparezca en su gloria el día del juicio, pueda hacernos oír aquellas dulces palabras: «Venid vosotros, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve enfermo y en la cárcel y me socorristeis» (Mt 25, 34-36). El mismo Jesús que pronunció estas palabras es quien busca nuestro amor, quien lo mendiga… Se pone, por así decirlo, a nuestra merced. No quiere tomar nada sin que se lo demos.

Jesús es un tesoro escondido, un bien inestimable que pocas almas saben encontrar porque está escondido, y el mundo ama lo que brilla. ¡Ah!, si Jesús quisiera mostrarse a todas las almas con sus dones inefables, ciertamente ni una sola alma los desdeñaría. Pero él no quiere que le amemos por sus dones: él mismo quiere ser nuestra recompensa.

Para encontrar una cosa escondida, hay que esconderse también uno mismo. Nuestra vida ha de ser, pues, un misterio. Tenemos que parecernos a Jesús, al Jesús cuyo rostro estaba escondido (Is 53,3)… Jesús te ama con un amor tan grande, que, si lo vieras, caerías en un éxtasis de felicidad…, pero no lo ves y sufres. ¡Pronto Jesús se levantará para salvar a todos los mansos y humildes de la tierra»…! (Sl 75,10).

Santa Teresa del Niño Jesús, carmelita descalza, doctora de la Iglesia
Carta 145

Toda vida de santidad pasa en ocasiones por periodos de oscuridad, de sequedad. El Amado, como dice Santa Teresa de Lisieux, parece haber huido. Su presencia no es tan “palpable” al sentido del tacto del alma como antes. 

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1.08.17

Toda la santidad y la perfección del alma consiste en el amor a Jesucristo

Del Oficio de Lecturas del martes de la decimoséptima semana del Tiempo Ordinario.

Toda la santidad y la perfección del alma consiste en el amor a Jesucristo, nuestro Dios, nuestro sumo bien y nuestro redentor. La caridad es la que da unidad y consistencia a todas las virtudes que hacen al hombre perfecto.

¿Por ventura Dios no merece todo nuestro amor? Él nos ha amado desde toda la eternidad. «Considera, oh hombre -así nos habla-, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo.»

Dios, sabiendo que al hombre se lo gana con beneficios, quiso llenarlo de dones para que se sintiera obligado a amarlo: «Quiero atraer a los hombres a mi amor con los mismos lazos con que habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor.» Y éste es el motivo de todos los dones que concedió al hombre. Además de haber dado un alma dotada, a imagen suya, de memoria, entendimiento y voluntad, y un cuerpo con sus sentidos, no contento con esto, creó, en beneficio suyo, el cielo y la tierra y tanta abundancia de cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas aquellas creaturas estuvieran al servicio del hombre, y así el hombre lo amara a él en atención a tantos beneficios.

Y no sólo quiso darnos aquellas creaturas, con toda su hermosura, sino que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó al extremo de darse a sí mismo por entero a nosotros. El Padre eterno llegó a darnos a su Hijo único. Viendo que todos nosotros estábamos muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿que es lo que hizo? Llevado por su amor inmenso, mejor aún, excesivo, como dice el Apóstol, nos envió a su Hijo amado para satisfacer por nuestros pecados y para restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el pecado.

Dándonos al Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con él todo bien: la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas estas cosas son ciertamente menos que el Hijo: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todo lo demás?

De las obras de San Alfonso María de Ligorio, obispo.
(Tratado sobre la práctica del amor a Jesucristo, edición latina, Roma 1909, pp. 9-14)

Nos ama, nos atrae, nos colma de dones, nos perdona, nos ilumina,nos transforma. Todo eso, y más, es lo que Dios hace por nosotros. Y el mayor don es el de sí mismo en la persona del Hijo. 

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31.07.17

Un día se le abrieron los ojos del alma

Del Oficio de Lectura del lunes de la decimoséptima semana del Tiempo Ordinario, memoria de San Ignacio de Loyola:

Ignacio era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajeran algunos de esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado Vida de Cristo y otro que tenía por título Flos sanctorum, escritos en su lengua materna.

Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés por las cosas que en ellas se trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida anterior.

Pero entretanto iba actuando también la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo: «¿Y si yo hiciera lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?» Y, así, su mente estaba siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que, distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo.

Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre. Y así fue como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios. Más tarde, cuando se dedicó a las prácticas espirituales, esta experiencia suya le ayudó mucho a comprender lo que sobre la discreción de espíritus enseñaría luego a los suyos.

De los hechos de san Ignacio recibidos por Luis Goncalves de labios del mismo santo
(Cap. 1, 5-9: Acta Sanctorum Iulii 7 [1868], 647)

Además de la lectura de las Sagradas Escrituras, pocas cosas edifican tanto el alma de los llamados a la santidad como la lectura de las vidas de otros santos. Es como un imán que atrae, que te pega a ellos para recibir el influjo de la gracia que operó en su peregrinación por este mundo.

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30.07.17

Dios, nuestro tesoro

Evangelio del decimoséptimo domingo del Tiempo Ordinario

El Reino de los Cielos es como un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, en su alegría, va y vende todo cuanto tiene y compra aquel campo.
Asimismo el Reino de los Cielos es como un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.
Asimismo el Reino de los Cielos es como una red que se echa en el mar y recoge todo clase de cosas.
Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera. Así será al fin del mundo: saldrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos  y los arrojarán al horno del fuego. Allí habrá llanto y rechinar de dientes.
¿Habéis entendido todo esto?
-Sí -le respondieron. 
Él les dijo: -Por eso, todo escriba instruido en el Reino de los Cielos es como un hombre, amo de su casa, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas.
Mat 13,44-52

Lo mejor del Reino de los cielos es, sin la menor duda, el Rey. Es decir, Dios mismo. Quien recibe el regalo de encontrar a Dios y amarle, debe reconocer que nada mejor puede pasar en su existencia. De hecho, como dice el apóstol san Pablo en la segunda lectura de hoy, cualquier circunstancia de la vida le ayuda:

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29.07.17

Yo soy la Resurrección y la Vida

Evangelio del sábado de la decimosexta semana del Tiempo Ordinario:

Muchos judíos habían ido a visitar a Marta y María para consolarlas por lo de su hermano.
En cuanto Marta oyó que Jesús venía, salió a recibirle; María, en cambio, se quedó sentada en casa.
Le dijo Marta a Jesús: -Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano, pero incluso ahora sé que todo cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.
-Tu hermano resucitará -le dijo Jesús.
Marta le respondió: -Ya sé que resucitará en la resurrección, en el último día.
-Yo soy la Resurrección y la Vida -le dijo Jesús-; el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?
-Sí, Señor -le contestó-. Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido a este mundo.
Jn 11,19-27

Quien vive y muere estando en Cristo tiene vida eterna. Él “sustenta todas las cosas con su palabra poderosa” (Heb 1,3). La muerte no tiene ya la última palabra. Como bien sabemos:

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