Como ya he contado en otras ocasiones, al día siguiente de que el gobierno del señor Aznar, con ministros que “presumen” de católicos en su seno, aprobó la píldora abortiva, tomé la decisión de darme de baja como afiliado del Partido Popular. Para ser sincero, nunca había sido un militante activo pues apenas me había pasado un par de veces por la sede del barrio donde vivía en Madrid. Mi baja del partido era mi única forma de protestar ante ese paso adelante a favor de la cultura de la muerte.
Lo cierto es que aquellos que consideramos la posición sobre el aborto -y de paso sobre la eutanasia, la familia, etc- como uno de los elementos claves a la hora de votar, ni con Aznar ni con Rajoy encontrábamos otro argumento que la tan manida, tan usada, tan prostituida teoría del “mal menor". Es decir, votábamos más “en contra de” que “a favor de".
Desde hace años, y muy especialmente antes de las pasadas elecciones generales, he escrito acerca de la necesidad de que los valores de los pocos o muchos millones de cristianos “practicantes” que vivimos en España tengan representación parlamentaria. No puede ser que los centenares de miles de españoles presentes en Colón el año pasado y el anterior, no tengan a ningún partido que defienda íntegramente sus tesis en las cortes. Sé bien que dentro del PP hay personas válidas, como Ángel Pintado y José Eugenio Azpíroz, que opinan lo mismo que nosotros en estos asuntos. Y no yo, sino ellos mismos, saben muy bien que en su organización política no hay ni el coraje ni el valor ni la convicción mayoritaria de que ante el aborto la única opción plausible es el rechazo total. El maricomplejinismo político del PP alcanza su zenit en todo lo referente a la defensa de un modelo de sociedad auténticamente anclado en las raíces cristianas de esta nación. Y a estas alturas de la película nadie pueden pensar que eso va a cambiar.
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