Entre los muchos modos de llamar al Papa él prefería éste: “Siervo de los siervos de Dios". Quiso entregar su vida al servicio del Señor, primero como sacerdote, y luego como obispo y papa. En estos ministerios encontró la mejor manera de servir a los hermanos, a su patria, al mundo entero.
Si ahora ponderamos su obra no es por afanes de grandeza, sino para comprender mejor el hoy de la Iglesia y del mundo, para no ser víctimas de las críticas injustas y presuntuosas que nos deforman la realidad.
Cuando lo eligieron Papa estaba ya empeñado en fortalecer la fe de su pueblo, convencido de que así les ayudaba también a defender su identidad y su libertad frente a las agresiones y opresiones de los comunistas. Al ocupar la Sede de Roma, este compromiso se hizo más amplio y más fuerte.
Sobre este primer empeño tuvo que afrontar enseguida la dura tarea de clarificar la confusa situación de la Iglesia en aquellos primeros años del posconcilio. Como consecuencia de esta labor, desde fuera y desde dentro de la Iglesia, le vinieron enseguida las críticas de conservador e intransigente. Desde algunos ambientes españoles con especial dureza. Había quien pensaba que para evangelizar al mundo de hoy, la Iglesia tenía que pactar y condescender con las opiniones y los gustos de la cultura dominante, mejor dicho, mejor dicho, con las opiniones y los deseos de quienes dominaban y manipulaban la cultura. El sabía que la credibilidad y la eficacia de la Iglesia radica en la fidelidad, en el amor y en la verdad, no precisamente en la complacencia.
Juan Pablo II asumió decididamente la tarea de aplicar las enseñanzas del Concilio a la vida de la Iglesia. En esta línea se han ido sucediendo los Sínodos con las respectivas Exhortaciones Apostólicas, que son el mejor comentario y ampliación de la doctrina y las sugerencias conciliares, la colegialidad episcopal, el ministerio sacerdotal y episcopal, la vida consagrada y la vocación de los fieles seglares, el sacramento de la penitencia, las necesidades específicas de las Iglesias de cada continente. La promulgación del nuevo Código de Derecho canónico y del Catecismo de la Iglesia católica se inscriben en esta misma dirección.
En su magisterio el Papa quiso recuperar y vitalizar las enseñanzas fundamentales de nuestra fe, nuestras relaciones con la Santa Trinidad, el valor permanente y universal del mensaje y de la redención de Jesucristo, la relación entre la razón y la iluminación de la fe, los fundamentos de la conciencia y de la vida moral, la dignidad y el valor de la vida y del trabajo de los hombres. La fe en el valor del Evangelio de Jesús y su amor apasionado por todo lo humano le hicieron acercarse con la luz del evangelio a todas las oscuridades de la vida contemporánea, manteniendo una relación dialéctica, directa y leal, tensa a veces, con la cultura contemporánea en asuntos de primera importancia, como los derechos de la persona, el respeto a la vida humana en cualquier circunstancia, las exigencias de la justicia internacional, primacía del bien común y de la paz, la necesidad de favorecer la renovación espiritual y moral de los cristianos y de la sociedad en general. Su convocatoria para una nueva evangelización del viejo occidente cristiano es el inicio de una nueva época eclesial y apostólica. Este magisterio, profundo, exigente, sincero y directo, ha sido acogido con gratitud por muchos, pero ha provocado también duras incomprensiones y rechazos.
Ahora, lo importante es recoger y aprovechar esta herencia, verdadero don de Dios para la Iglesia y para cada uno de nosotros. Nos queda el ejemplo de su piedad y de su amor al Señor Jesús, el vigor y la eficacia de su fe, el ejemplo de la entereza, la fidelidad y la generosidad de un gran hombre, un gran cristiano, un gran ministro y servidor del Señor. Que por eso mismo ha sido también un gran servidor de la Iglesia y del mundo.
Nos queda también el ejemplo de su confianza plena en la vigencia y el valor del evangelio de Jesús, conservado y ofrecido por la Iglesia, precisamente en este tiempo, en este mundo, para la humanidad de hoy y de mañana. Su pensamiento, su estilo personal era directo, verdadero, poniendo el dedo en la llaga, con mucho amor, pero con entera verdad. El amor le hacía ser sincero y exigente, sin someterse a las exigencias de la complacencia. En su conducta y en sus escritos hay toda una pedagogía evangélica y cristiana de la evangelización. De palabra y de obra quiso convencernos de que no hace falta disentir de la Iglesia para hacer el bien en nuestro mundo.
Su mejor lección podría ser la síntesis entre tradición e innovación, mística y acción. Juan Pablo II era un hombre tradicional, arraigado espiritualmente en la tradición cristiana, los Evangelios, los Santos Padres, la buena escolástica, las vidas y los ejemplos de los santos. Pero a la vez, desde esta vivencia de la tradición cristiana, misionera y universalista, se sentía movido a salir al encuentro del mundo, de las personas, de las instituciones sociales y políticas, de las confesiones y religiones, se acercaba a los problemas más vivos y duros del momento para ofrecer la verdad del evangelio de Jesús y la vida nueva de su Espíritu. Supo ser un hombre de su tiempo y de su mundo, sin dejar de ser un hombre de Dios, de Jesús y de la Iglesia.
Mirando más allá del hombre Carol Wojtila, tenemos que agradecer a Dios el don de su Iglesia, y en ella el del ministerio de Pedro y de sus sucesores, garantía de unidad y cátedra de la verdad de Dios para la salvación el mundo. Damos gracias a Dios por su Iglesia, por su continua asistencia, por este don del ministerio pontificio que nos ayuda a mantener la identidad de la fe y a renovar continuamente su eficacia, para nuestra salvación, para la salvación del mundo.