No le quites la gloria a Dios
A menudo, los pecados que más cometemos son aquellos de los que ni siquiera somos conscientes. Absuélveme de lo que se me oculta, dice por ello el Salmista. Uno de esos pecados, en mi opinión, es quitarle la gloria a Dios.
A fin de cuentas, constantemente se repite en la Escritura y la liturgia que todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos le pertenece a Dios. Cada domingo (excepto en Cuaresma y Adviento) cantamos un precioso himno dedicado precisamente a eso, a la gloria de Dios. Una de las primeras oraciones que aprendemos y una de las que más recitamos es una pequeña jaculatoria de glorificación a Dios: gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, por lo siglos de los siglos, amén.
Estamos hechos para dar gloria a Dios y por lo tanto, quitarle la gloria a Dios es exactamente lo contrario de nuestra vocación, de nuestra misma razón para existir. Por supuesto, a Dios nadie puede quitarle la gloria que tiene en sí mismo, pero sí podemos quitarle extrínsecamente la gloria en nosotros, es decir, la gloria que debemos darle como criaturas e hijos suyos.