Recordando el Vaticano II (II): Nunca un Concilio estuvo mejor preparado

1959-1962: LOS PREPARATIVOS DEL CONCILIO
RODOLFO VARGAS RUBIO
En el verano de 1959, Roma era un hervidero y no solo por efecto del calor: tanto el sínodo romano como el concilio ecuménico se hallaban ya en marcha. En lo que al concilio se refiere, el día de Pentecostés, 17 de mayo, el Beato Juan XXIII había nombrado una “comisión antepreparatoria”, encargada de los prolegómenos necesarios para la preparación en sí de los esquemas que servirían de base de discusión en el aula conciliar. Esta comisión estaba presidida por el cardenal secretario de estado Domenico Tardini (que tenía a su cargo también la congregación romana para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios) y tenía por secretario a Mons. Pericle Felici, auditor de la Sacra Rota. En ella estaban representados todos los dicasterios de la Curia a través del secretario (o equivalente) de cada uno de ellos.
Su trabajo consistía en trazar en establecer de una manera general la temática del concilio a través de una consulta universal con el objeto de averiguar los vota (expectativas) y consilia (pareceres) de las instancias católicas más representativas sobre las más diversas cuestiones tocantes a la vida de la Iglesia. Asi, se realizó la encuesta bajo la forma de cartas, enviadas: el 29 de mayo, a los dicasterios de la Curia Romana; el 18 de junio, a los obispos residenciales y a los ordinarios de todo el mundo, y el 18 de julio, a las facultades de teología y derecho canónico de todas las universidades católicas. A finales del verano comenzaron a llegar las respuestas, que eran ordenadas y clasificadas por tema (según los criterios tradicionales de la teología y del derecho canónico) para después escribir las propuestas en forma sintética en schedule (fichas).
Se trató de un verdadero y propio sondeo de opinión (además, sin limitaciones de ninguna especie), al estilo de los que hoy en día son ya cosa corriente en la sociedad moderna, que -en esto como en otras cosas- no es tan pionera como cree. Ya el Beato Pio IX había lanzado esta especie de encuesta para preparar el Vaticano I y, de hecho, la comisión establecida por Pio XII para su frustrado concilio tuvo en cuenta ese material. A propósito, en una de las sesiones generales de la comisión antepreparatoria se recordó que en el Santo Oficio obraba toda la documentación de los trabajos de 1948-1951, cuya utilidad no era poca. Hay que decir que la labor desarrollada fue, a la par que ímproba, prolija, impecable y eficiente.
Esta primera fase previa al concilio se prolongó hasta el 8 de abril de 1960, fecha en la que el cardenal Tardini presentó al Beato Juan XXIII los resultados de los trabajos en un extenso documento: “Cuestiones a plantear en el futuro concilio ecuménico”. Comprendia los siguientes capítulos: De veritate sancte custodienda (Sobre la verdad, que santamente se ha de guardar), De sanctitate et apostolatu clericorum et fidelium (Sobre la santidad y apostolado de los clerigos y los fieles), De ecclesiastica disciplina (Sobre la disciplina eclesiástica), De scholis (Sobre las escuelas) y De Ecclesice unitate (Sobre la unidad de la Iglesia). El Papa dio por terminados los trabajos de la comision y la disolvio.

El 28 de octubre de 1958 el cardenal Roncalli se convertía en Papa con el nombre de Juan XXIII. Con su aspecto cándido y bonachón de párroco de pueblo y su rotundidad canonical, Juan XXIII era lo más opuesto que podia imaginarse al principesco y estilizado Pio XII. Pero que nadie se llame a engaño: Roncalli no era ningún -como dicen los italianos- sprovveduto (alguien sin recursos). Se había entrenado con provecho en el servicio diplomático de la Santa Sede y había aprendido a negociar y a tratar con todo tipo de políticos y dirigentes religiosos. Su experiencia al frente del importante patriarcado de Venecia le había dado el sentido del gobierno espiritual y de la administración material. El sumo pontificado no le vino grande y se mostró como un Papa decidido y celoso de la dignidad de su altísima investidura.
La idea de un concilio ecuménico no podía ser, empero, una absoluta novedad para la Curia Romana, ya que había sido contemplada como una posibilidad por Pio XI en 1922 y por Pio XII en 1948. En su primera encíclica Ubi Arcano Dei de 23 de diciembre de 1922, el papa Ratti manifestó que la idea de un concilio le vino en ocasión del Congreso Eucarístico de Roma y el centenario de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide durante ese su primer año de pontificado. En dichos eventos pudo ver a cientos de obispos del mundo entero reunidos en torno al Romano Pontífice delante de la tumba de Pedro.
Las divergencias entre la Iglesia y el fascismo italiano -que ya desde sus comienzos mostraba sin disimulo su anticlericalismo propugnando en 1919 la incautación de los bienes eclesiásticos-, brotaron de forma violenta al comienzo de los años 20: En 1921 y 1922 comenzaron los episodios de ataques por parte de escuadrillas fascistas a algunas organizaciones católicas y en 1923 asesinaron a golpes a un sacerdote, don Giovanni Minzoni. Pero los ataques duraron poco en su forma más virulenta de esta primera etapa y ya en noviembre de 1922, en un discurso de Mussolini a miembros de su partido, hacía ver el error de atacar frontalmente a los católicos, por la mala imagen que daba ante la opinión pública. Una vez llegado al poder en octubre de 1923, el fascismo intentó congraciarse con la Iglesia ordenó el volver a colgar los crucifijos en las aulas de los colegios y en enero de 1923, conversaciones entre representantes del gobierno y la secretaría de Estado del Vaticano buscaron un modus vivendi pacífico que llevaría, con el paso de los años, a la firma en 1929 de los Pactos Lateranenses.
Se trataba, en definitiva, no solo de defender los acuerdos de 1929, con los privilegios concedidos a la Iglesia y el apoyo, ya anacrónico, del brazo secular, no solo de la libertad de la Acción Católica, sino también de los derechos fundamentales de la persona humana y de combatir una vez más, como en el Syllabus de Pio IX, la concepción del Estado ético. La Iglesia, defendiendo su libertad, defendía de hecho al mismo tiempo los derechos naturales del hombre, la libertad del individuo y de la familia frente al Estado; esta doble perspectiva esta casi siempre presente y yuxtapuesta en los documentos pontificios. Lógicamente la divergencia tenía que ir agrandándose hasta hacerse insalvable a medida que el fascismo manifestaba con mayor claridad sus pretensiones totalitarias.
Son abundantes los estudios históricos acerca de muchas de las personalidades más relevantes del episcopado americano en el periodo español o de las mismas diócesis interesadas, pero ante una impresión de conjunto podemos resumir algunas ideas, en las que en general coinciden historiadores y tratadistas. El episcopado hispanoamericano de la época colonial, en general, es digno, religioso, celoso de las almas, de su clero y de la Iglesia, y contribuye apreciablemente a la buena marcha de los asuntos eclesiásticos y civiles. Algunos descuellan por su cultura, erudición, formación teológica o jurídica, por su amor a las artes y ciencias, y aun desempeñan cargos civiles.
Se le entregaba una copia del real patronato para que lo cumpliera con exactitud. Basta ver el índice del libro primero de la Recopilación de Indias, dedicado todo él a asuntos religiosos, para caer en la cuenta de la parte tan importante que dedica la legislación a lo relacionado con el episcopado, y de la manera de introducirse en cuestiones eclesiásticas, en algunas de ellas de modo exclusivo, de la autoridad civil. Consejos, exhortaciones, órdenes, aun amenazas, aunque en lenguaje generalmente mesurado, todo entra en aquellas leyes.
Tres años después de su ingreso en el monasterio de la Encarnación, que fue el 2 de noviembre de 1535, la joven monja Teresa de Cepeda y Ahumada cayó gravemente enferma: “Diome aquella noche un mal que me duró estar sin ningún sentido cuatro días, poco menos. En esto me dieron el Sacramento de la Unción y cada hora o momento pensaban expiraba y no hacían sino decirme el Credo, como si alguna cosa entendiera. Teníanme a veces por tan muerta, que hasta la cera me hallé después en los ojos”.
Pero el corazón de Teresa no tenía paz, poco a poco se iba haciendo más fuerte el deseo de mayor perfección y entonces sufría en ver la relajación de la vida monástica en la Encarnación. En este tiempo, la santa, que contaba casi 40 años, interpretó varios acontecimientos como llamadas personales de Dios. En cierta ocasión, cuando estaba atendiendo a una visita en el locutorio, sintió que el Señor la miraba enojado: “Representóseme Cristo delante con mucho rigor, dándome a entender lo que aquello le pesaba… Yo quedé espantada y turbada, y no quería ver más a la persona con la que estaba”. Otra vez le hizo reflexionar la presencia de un sapo de gran tamaño en el locutorio y en algunos sermones le parecía que el Señor la llamaba a grandes voces.
RODOLFO VARGAS RUBIO
Reflexionemos un poco sobre algunos datos interesantes. El Estado de Israel se constituyó en 1948. Ya antes contaba con servicios secretos de una grandísima eficacia informativa y logística. Desde 1951 actúa el Mossad (Hamosad Lemodi’ín Uletafkidim Meyujadim), es decir el Instituto Central de Operaciones y Estrategias Especiales. En 1953, esta organización se apoderó del discurso de Nikita Kruschev en el que éste criticaba a Stalin, cosa inaudita si se tiene en cuenta que se hubo de burlar a la MVD y a la MGB, departamentos soviéticos de inteligencia y de policía política, impenetrables e implacables, antecesores inmediatos de la KGB y que se hallaban bajo la dirección del siniestro y omnipotente Lavrenti Beria. Algunos años después, en 1964, el Mossad volvería a asombrar con el golpe maestro que fue la localización y secuestro del nazi Adolf Eichmann, llevado desde Argentina a Israel, donde fue juzgado y ejecutado como criminal de guerra. Pues bien, ¿no cabe pensar que si el Estado de Israel hubiera tenido dudas sobre la actuación de Pío XII en los años negros de la persecución habría hecho funcionar su maquinaria de inteligencia para poner en evidencia al Papa? Sin embargo, no fue así. Y ello porque ante el prácticamente unánime reconocimiento de las víctimas directas e indirectas del holocausto a la labor benéfica de la Iglesia a su favor, hubiera parecido insensata una iniciativa del género. Pero aun si se llevó ésta a cabo es claro que nada se halló que pudiera incriminar a Pacelli; de otro modo, ya se habría publicado a los cuatro vientos.
Consideremos ahora de quién vino el primer ataque frontal a la memoria del Pastor Angelicus. No vino de un judío, ni de una víctima de las leyes antisemitas, ni de un sobreviviente de los campos de exterminio. Vino de un alemán de pura cepa, que ni siquiera estuvo en el frente porque tenía catorce años apenas cumplidos cuando acabó la Segunda Guerra Mundial. Todo lo que podía saber sobre la persecución contra los judíos y su exterminio en lo que se llamó eufemísticamente “la solución final” le vendría sólo de oídas y aun así se podría poner en duda, ya que el pueblo alemán experimentó después del conflicto una amnesia colectiva: nadie se había enterado, nadie podía imaginarse, se cumplían órdenes sin preguntar, etc. Quizás fue precisamente para exorcizar ese complejo de culpa de los alemanes por lo que Hochhuth escribió El Vicario. Era fácil encontrar un chivo expiatorio en un pontífice romano al que, en los tiempos que corrían, no estimaban los sectores más avanzados del catolicismo y de cuya supuesta pasividad se habían quejado católicos insospechables como Paul Claudel y François Mauriac. La calumnia nació, pues, fuera del ámbito judío y fue ajena por completo al de las víctimas de la Shoah, es decir los principales y directos interesados en el asunto.
En adelante seguirá dedicándose con asiduidad a esta actividad literaria, además de fundar otros eremitorios. Pero no por ello dejó de interesarse por el bien de la Iglesia de su tiempo: Preocupado por la pésima situación espiritual de algunos sectores eclesiásticos, e impulsado por el emperador Enrique III, compuso y dirigió una célebre carta a Clemente II (1048), en la que lo exhortaba a dar un impulso más eficaz a la reforma eclesiástica. Pero la muerte del Papa impidió se tomara ninguna medida en este punto. Fue León IX (1048-1054) quien inició con mano enérgica la nueva campaña contra la simonía y relajación eclesiástica, para lo cual nombró cardenal-diácono a Hildebrando, quien fue en adelante el alma del movimiento reformador. Por su parte, Pedro Damián, que sólo ansiaba el mejoramiento de la Iglesia, publicó entonces su célebre obra Libro Gomorriano, ua especie de Libro de los incontinentes, que dedicó al papa León IX. Su realismo vivo y a las veces algo exagerado va encaminado a convencer a los Papas y a todos los dirigentes a poner remedio a tanto mal.
Tras el pontificado del más austero Inocencio VI (1352-1362) que contrastó con su fastuoso predecesor, llegó el momento de Urbano V, el cual recogiendo los frutos de la labor restauradora del cardenal Gil de Albornoz, que había restablecido cierto orden en el Estado de la Iglesia, e insistido por las insistencias de la virtuosísimas Santa catalina de Siena, santa Brígida de Suecia y el menos virtuoso Petrarca, entre otros, volvió a Roma y allí permaneció por espacio de tres altos, de 1367 a 1370, pero la inestabilidad política y la inseguridad de la península le animaron a volver a Avignon. Por fin, su sucesor Gregorio XI, movido una vez más por las suplicas de Catalina de Siena, por las necesidades objetivas de la Iglesia y de su Estado, por el estallido de la guerra entre Francia e Inglaterra, que hacía muy poco segura su permanencia en Francia, en 1377 traslado definitivamente la sede pontificia a Roma.
Para comprender en conflicto central y dolorosísimo del pontificado de Bonifacio VIII, hay que recordar que en la edad media los reyes cristianos se comprometían, por el juramento de su consagración, a respetar todos los derechos y a reprimir todas las injusticias; existían entre rey y pueblo relaciones jurídicas que aquel no podía violar; no era justa la ley que fuese contra el bien común, y los reyes eran responsables del ejercicio de su poder ante Dios, ante el pueblo y, en ciertos casos, ante los papas. Pero muchos legistas proclamaron que el soberano de una nación debe ser el princeps en el sentido romano de la palabra, fuente y origen de toda ley, y, como jefe del Estado, debe disponer de todos los medios apropiados para proteger el bien de todos, el honor y la libertad de todos. En nombre de este bonum commune, no le reconocían límites a su poder, ni en lo militar, ni en lo judicial, ni en lo legislativo, ni en lo administrativo; ya se ve que la intrusión regalista en el campo religioso era facilísima.
Era frecuente que los papas concediesen a los reyes cristianos el diezmo de los beneficios eclesiásticos cuando se preparaba una cruzada contra los infieles o en otras ocasiones de verdadera necesidad, pero sin licencia del pontífice, ningún tributo podía imponerse a los prelados, abades, párrocos, etc. Felipe el Hermoso ya en 1292 había suplicado a Nicolás IV autorización para exigir nuevos diezmos a las iglesias y el papa se había opuesto decididamente. Ahora el rey echó mano de todos los medios que estaban a su alcance. Los cistercienses en 1294 concedieron generosamente el diezmo de dos años, pero ante nuevas extorsiones del rey, creyeron de su deber apelar, en nombre propio y de todo el clero francés, al papa Bonifacio VIII.
Reunidos en el Castel Nuovo de Napoles los 24 cardenales que se hallaban en la ciudad (catorce italianos y ocho franceses), al tercer escrutinio salió elegido el cardenal de San Silvestre, Benedicto Gaetani, que tomó el nombre de Bonifacio VIII. Era el 24 de diciembre de 1294. Es de notarse que no le faltaron los votos de los poderosos Colonna, que sin embargo se convertirán muy pronto sus más encarnizados enemigos, como tantos otros. No hay que dar crédito a alguno que asegura que debió la tiara a las promesas que hiciera servilmente a Carlos II de Anjou, rey de Napoles. Había nacido en Anagni, de la noble familia de los Gaetani, por los años de 1230 o 1235.





