450 aniversario de un Concilio fundamental
EL CONCILIO DE TRENTO: TAN FUNDAMENTAL COMO POCO RECORDADO (I)
RODOLFO VARGAS RUBIO
Se acaban de cumplir 450 años de la clausura del Concilio de Trento, XIX de los Ecuménicos, el más decisivo desde el de Nicea en 325 y, desde luego, el más importante de la Historia de la Iglesia desde el punto de vista dogmático, teológico y disciplinar. La efeméride, sin embargo, ha pasado sin pena ni gloria en medio de la euforia mediática que todavía inspira el sorprendente pontificado del papa Francisco y desdibujada por los fastos del cincuentenario del Vaticano II, el “súper-concilio” mitificado en amplísimos sectores eclesiales. Entiéndasenos bien: no discutimos la trascendencia de esta magna asamblea llevada adelante por el beato Juan XXIII y el venerable Pablo VI, pero sí creemos que es necesario redimensionarla de acuerdo con su naturaleza eminentemente pastoral y en la perspectiva de la continuidad con la tradición marcada por los veinte concilios anteriores (como por otra parte han puesto de manifiesto los papas Benedicto XVI y Francisco). Si se nos permite la comparación, en Trento la Iglesia tuvo que reconstruirse y dotarse de una fuerte estructura que le permitiera seguir en pie con renovada solidez tras el terremoto de la revolución protestante; en el Vaticano II se trataba más bien de un remozamiento impuesto por el paso del tiempo, el cual exigía quizás el sacrificio de algún elemento arquitectónico (incluso valioso), pero no tocaba la estructura. Pero entremos en materia.
Situación de la Iglesia antes de Trento
Cierto es que a la contestación radical de la Iglesia de Roma por parte de los novadores del siglo XVI dio pábulo un estado de cosas nada lisonjero: papas mundanos, clero aseglarado, abuso de lo sagrado, superstición popular y un largo etcétera. Pero tampoco hay que cargar demasiado las tintas: no todo el panorama era tan sombrío. La santidad sabía abrirse paso y la Iglesia nunca dejó de ser el auxilio de los necesitados y el consuelo de los afligidos. Su gran red de beneficencia resistió los más duros embates y a las más sangrantes contradicciones. Los antecedentes de esta grave crisis hay que buscarlos en el “otoño de la Edad Media” (como lo llamó Huizinga), en la desorganización de un mundo tenido por acabado y perfecto, en el que cada cosa tenía su lugar según una jerarquía rigurosa e inmutable. La ruina de la supremacía papal medieval (abatida por la Francia de Felipe el Hermoso, precursora de los Estados-nación) redujo al Romano Pontífice a la condición de uno de tantos príncipes italianos, más preocupado por la política temporal que por el interés general de la Cristiandad; el Cisma de Occidente –que enfrentó hasta a tres papas simultáneos– favoreció el conciliarismo y las tesis que ponían en tela de juicio la autoridad primada del Vicario de Cristo; la decadencia de la Escolástica (convertida en un vano debatir académico) desvalorizó la teología; la Peste Negra diezmó también gravemente al clero tanto secular como regular, cuyos efectivos fueron reemplazados en muchos casos por gente sin vocación; el temor de las muchedumbres al espectáculo de la terrible mortandad fomentó el fanatismo supersticioso, pero también el desenfreno y la licencia en un afán por capturar el momento fugaz de los goces terrenales.
Conatos de reforma
A este estado de cosas se intentó responder de dos modos bien distintos. Hubo por un lado la tendencia subversiva, de aquellos que pretendían el cambio mediante una ruptura con la autoridad de la Iglesia. Los ejemplos más célebres son quizás los de John Wyclif y los lolardos en Inglaterra y el de Juan Hus, Jerónimo de Praga y sus secuaces en Bohemia. Se los puede considerar como los herederos del espíritu contestatario de los joaquinistas (seguidores de las enseñanzas del abad Joaquín de Fiore), dulcinistas o hermanos apostólicos (fundados por fray Docino de Novara) y fraticelli o espirituales (opuestos al papa Juan XXII), así como directos antecesores de la revolución protestante, cuyas doctrinas heréticas se encuentran ya en ellos. La otra tendencia reformista fue la ortodoxa, representada principalmente por los Hermanos de la Vida Común, fundados en Deventer (Holanda) por Gerard de Groot e impulsores de la llamada devotio moderna, una religiosidad basada en las Sagradas Escrituras y los Santos Padres (con lo que anticiparon el Humanismo) y depurada de elementos supersticiosos. También algunos obispos, como san Antonino de Florencia, se mostraron activos en este sentido, pero se trataba de esfuerzos aislados.