Carlos de Austria, declarado Beato por la Iglesia. Gobernó brevemente por las intrigas de la masonería
Paolo Mattei
Es un día de primavera de 1922 en Funchal, capital de Madeira. En la catedral de Nossa Senhora do Monte 30.000 personas asisten al funeral de un rey de 34 años. El hombre, que fue emperador en medio de las primeras ruinas humeantes del siglo pasado, había muerto pobre y exiliado en esta isla del Atlántico en los brazos de su mujer, la emperatriz, el 1 de abril de ese año. La muchedumbre congregada dentro y fuera de la iglesia y la mayor parte de los isleños lo consideran un santo. Su nombre era Carlos, Carlos I, emperador de Austria y rey de Hungría. En sus últimas horas, les preguntaba bromeando a los doctores que en vano trataban de curarle la grave pulmonía: «Comment allez-vous? Moi je vais bien!».
El rostro del ilustre huésped de la isla es sereno, y la gente ha ido a despedirse del hombre que durante cinco meses ha confortado sus vidas con su presencia. El obispo de Funchal le dirá algún tiempo después a un sacerdote austriaco: «Ninguna misión ha colaborado tan eficazmente a reavivar en mi diócesis la fe como el ejemplo que dio su emperador durante su enfermedad y muerte». La noche antes de morir, Carlos susurró a su mujer: «Mi única aspiración ha sido siempre conocer lo más claramente posible en todas las cosas la voluntad de Dios y realizarla de la manera más perfecta». Era una aspiración que lo había acompañado durante todos los días de su vida.
Carlos nació en Persenbeug, a orillas del Danubio, en la Baja Austria, el 17 de agosto de 1887. Era el primogénito del archiduque de Austria Otón Francisco –nieto de su alteza imperial y real Francisco José– y de la achiduquesa María Josefina, princesa y duquesa de Sajonia. Como todos los jóvenes de su estirpe, fue encaminado al estudio de los varios idiomas que se hablaban en el imperio, al estudio de la música y de las materias del bachillerato en la abadía benedictina de los “Schotten” de Viena, y luego a los estudios universitarios de derecho en Praga. En 1911 se casó con Zita de los Borbones de Parma. Pío X bendijo el matrimonio, y en una audiencia privada le predijo a Zita el futuro de emperador de su marido y le reveló que las virtudes cristianas de Carlos serían un ejemplo para todos los pueblos. El matrimonio tuvo 8 hijos; el último nació después de la muerte de Carlos.
Su carrera militar comenzó en 1903 y acabó en 1916, cuando subió al trono. Carlos se había convertido en el príncipe heredero tras la muerte de su tío abuelo Francisco Fernando, cuyo homicidio, causa del estallido de la Primera Guerra Mundial, ocurrió el 28 de junio de 1914. Pío X, inmediatamente después del asesinato del archiduque de Sarajevo, envió a Carlos, mediante un alto funcionario vaticano, una carta en la que le rogaba que hiciera presente a Francisco José el peligro de una guerra que comportaría enormes desventuras para Austria y Europa entera. Pero los que intrigaban en favor de la guerra llegaron a conocer el contenido de la epístola y el funcionario vaticano no logró pasar la frontera italiana. Carlos recibirá la carta mucho tiempo después, en pleno conflicto, cuando era demasiado tarde para conjurarlo.
Dos años después del comienzo de la guerra, a la muerte de su tío abuelo Francisco José, Carlos se convirtió en emperador con el nombre de Carlos I: era el 21 de noviembre de 1916. El 30 de diciembre de ese año fue coronado en la iglesia de San Esteban, catedral de Budapest, rey apostólico de Hungría con el nombre de Carlos V. La dualidad de la monarquía austro-húngara se remontaba al año 1867, cuando, tras el reconocimiento de la autonomía húngara, los territorios del Imperio fueron divididos en dos bloques: la Cisleitania, bajo administración austriaca, y la Transleitania, bajo administración húngara. Las Constituciones, los gobiernos y primeros ministros eran distintos, mientras que las dos partes conservaban en común el emperador –emperador de Austria y rey de Hungría– y los Ministerios de Asuntos Exteriores, de Economía, y de la Guerra.
Carlos heredaba una potencia en crisis y en decadencia: el Imperio austro-húngaro estaba exhausto debido a la expansión de Alemania y a las derrotas que había sufrido durante las guerras de independencia de Italia, y ahora se veía amenazado también en sus territorios balcánicos. Además, tras las primeras batallas victoriosas, las tropas imperiales no estaban en buenas condiciones. Si por lo que se refiere al comienzo del conflicto es verdad lo que dice el historiador Victor Tapié (Monarchia e popoli del Danubio, Turín, 1993), es decir, que «el ejército austro-húngaro combatió con energía constante y que, cualquiera que fuese su origen étnico, el soldado, ligado por un sentimiento personal de lealtad, dio prueba de resistencia y valor», también es verdad que ya a finales de 1915 el cansancio y las pérdidas de vidas humanas dominaban en el campo austriaco. Mitad del ejército regular –mal pertrechado, tecnológicamente atrasado y con insuficientes recursos económicos– fue eliminada ya en los combates de 1914. Para los austro-húngaros, el resultado de la guerra dependía totalmente de la potencia aliada alemana.
Carlos llegó al frente el 10 de septiembre de 1914, en Galitzia, y solicitó inmediatamente, en nombre del emperador, visitar las tropas que estaban en primera línea. Iba a ver a los soldados en todos los sectores de los varios frentes, condecoraba a los oficiales que lo merecían y enviaba a Francisco José informes exactos sobre la situación militar, sin esconderle que el conflicto, con el paso del tiempo, se estaba transformando en una matanza sin precedentes. La infantería era enviada a la muerte segura con la absurda táctica de las cargas a la bayoneta. Carlos tomó el mando del XX Cuerpo en 1916, el año de las hecatombes de Verdún, Somme y de las primeras nueve batallas del Isonzo; el año que aparecieron en los campos de batalla los tanques ingleses. Su acción fue decisiva para derrotar a Rumania y detener en el frente oriental el avance de los rusos a las órdenes del general Brusilov. Emprendió la ofensiva en el frente italiano que terminó con la victoria de Folgaria. Pero no soportaba las ruinas y los exterminios de aquellas victoriosas batallas. Carlos comenzó a tratar de poner en marcha negociaciones de paz precisamente cuando la Alianza austro-alemana lograba los éxitos más significativos. Hablando con el ministro de Exteriores austriaco, conde Berchtold, le dijo que no comprendía como se podía seguir «sin hacer todavía ningún programa para la paz. En cualquier caso, tanto si se gana, Dios lo quiera, como si se va hacia la derrota, hay que establecerlo con los distintos aliados. No puedo y no quiero ser pesimista». Desde entonces, el futuro emperador se dedicó a explorar todos los caminos diplomáticos posibles para encontrar una solución pacífica a esta trágica guerra, sin dejar de estar presente en las trincheras de la primera línea de fuego.
La Causa de Canonización del EMperador Carlos recoge los testimonios de pequeños episodios que ocurrieron en aquellos momentos. Se lee que «consumió totalmente, rezándolo en secreto, el rosario de oro que llevaba siempre consigo, de modo que la joven archiduquesa tuvo que conseguirle uno nuevo». Refiere también de cuando salvó la vida a un subordinado suyo que se estaba ahogando durante una riada del Isonzo. También puede leerse la declaración del capellán Rodolfo Spitzl que, en el sendero que del valle de Astico va hacia Arserio, durante un marcha forzada de la tropa, vio al futuro emperador ocuparse personalmente de un soldado que, por las llagas, no conseguía caminar: «No creo», le dijo Carlos al oficial médico, «que ni usted ni yo marcharíamos con los pies en estas condiciones tanto como este hombre. Trate de mandarlo lo antes posible a un hospital». El padre Spitzl cuenta que lo vio tranquilo cuando supo «que en el regimiento se daba poca importancia a las “funciones religiosas de fachada” y que sobre todo se intentaba que por lo menos una vez al mes todas las subdivisiones –incluso las que estaban en primera línea– pudieran oír la santa misa y recibir los sacramentos». También estos pequeños episodios nos dan una idea de la fe de Carlos. Y de su firme carácter con el que se hacía obedecer. Por ejemplo, cuando se opuso al uso de gases letales contra el enemigo, criticando la orden del jefe de Estado mayor alemán Hans von Seeckt que quería usarlos en el frente oriental. O cuando se opuso a la utilización de submarinos para atacar las ciudades enemigas del Adriático, en primer lugar, Venecia.
Como emperador, Carlos tomó automáticamente el mando supremo de todas sus tropas. Una de sus primeras decisiones fue la de trasladar la sede del cuartel general de Teschen a Baden, cerca de Viena, así le sería más fácil ejercer sus tareas políticas y militares. Pero pasó más días en el frente que en Baden porque participaba en la vida de las tropas yendo continuamente a inspeccionar las primeras líneas; recibía informes directos de todos los comandantes, a los que conocía personalmente; repetidamente se vio bajo el fuego de los shrapnel de los campos de batalla. Entre 1916 y 1918 intentó, con más obstinación si cabe, que cesaran las hostilidades, por lo que los alemanes le acusaron de cobardía, porque para ellos existía sólo una “paz victoriosa”. Para llevar a cabo su política, Carlos nombró nuevos ministros eligiéndolos entre las personas que no habían tramado en favor de la guerra.
El emperador sabía también que la paz social de su país era condición fundamental y necesaria para alcanzar la paz mundial. Por eso instituyó un Ministerio para la Asistencia social y otro para la Salud pública, abolió la práctica del duelo y concedió en 1917 la amnistía general. También la cuestión de los nacionalismos que inflamaban el Reino hacían peligrar la paz interna y alejaban la internacional. Por eso proyectó un Estado de tipo federalista, queriendo realizar lo que se había propuesto Francisco Fernando. François Feijtõ en su libro Requiem per un impero defunto (Milán, 1990), explica que, como había imaginado Francisco Fernando, Carlos «hubiera querido eliminar de la Constitución húngara todo lo que podía ser un obstáculo para posibles concesiones a los serbios y para los intentos de transformar el dualismo. También se proponía satisfacer las reivindicaciones de los autonomistas checos, que, como otros eslavos y, en general, todas las fuerzas pacifistas de la monarquía –especialmente los socialistas– se sentían animados por las señales precursoras de la revolución rusa de febrero de 1917». Pero un proyecto federalista con sufragio universal no podía ser del agrado de la aristocracia magiar que gobernaba Hungría. Leo Valiani, en su libro La disoluzione dell’Austria-Ungheria (Milán, 1996), explica que a las «reformas democráticas, que debían garantizar la monarquía contra el desmoronamiento, en el caso de una paz que de todos modos significaba confesar la derrota militar, se oponían a priori tanto la mayoría del Parlamento húngaro, como los partidos austriacos y alemanes del Reichsrat, con la única excepción de los socialdemócratas».
A nivel internacional, Carlos veía en las relaciones con Francia la posibilidad más concreta para llegar a un acuerdo de paz. El 24 de marzo de 1917 le escribía al presidente de la República, Poincaré, una misiva secreta: «Me alegra constatar que, aunque actualmente nos hallamos en campos contrarios, ninguna diferencia fundamental de perspectiva o de aspiraciones, divide mi Imperio de Francia; creo que tengo el derecho de esperar que la viva simpatía que albergo por Francia, sostenida por el afecto que su país inspira en toda la monarquía, impedirá para siempre volver a un estado de guerra, del que declino toda responsabilidad personal». Gracias a este acercamiento, en 1917 el príncipe Sixto de Borbón –cuñado de Carlos, descendiente de los reyes franceses, condecorado por Poincaré con la cruz de guerra al valor– comenzó a tratar con Carlos negociaciones diplomáticas entre Francia y el Imperio. Negociaciones que debían mantenerse secretas para no provocar sospechas entre los alemanes. Carlos naturalmente deseaba alcanzar la paz junto con Alemania, pero no excluía que, si el Kaiser no aceptaba una salida positiva del conflicto (que tenía por condicio sine qua non la restitución a Francia de Alsacia-Lorena y la libertad de los países invadidos), Austria pudiera seguir su propio camino separándose de la Alianza y firmando una paz separada. Este experimento fracasó por las dificultades de llegar a un acuerdo definitivo sobre los territorios reivindicados por Italia y sobre todo por la actitud irresponsable del ministro de Exteriores austriaco Ottokar Czernin.
El historiador Gordon Brook-Shepherd en su libro La tragedia degli ultimi Asburgo (Milán, 1974) ve en el nombramiento del ministro de Exteriores un error fundamental de Carlos, porque Czernin nunca había buscado la paz y era un amigo incondicional de esos alemanes que deseaban que la guerra terminara sólo después de su victoria total. Efectivamente, Czernin, en 1918, se las arregló para que el presidente del Gobierno francés, Clemenceau, revelase al mundo las negociaciones secretas imperiales para una paz separada, poniendo en peligro la vida del emperador y la seguridad de Austria respecto a Alemania. Carlos tuvo que dar marcha atrás. Era la victoria de los que, explica Fejtõ, tenían «la obsesión de una victoria total […]. Durante la guerra –que se empantanó más de una vez en dos puntos muertos, de los que se salía tradicionalmente con la negociación o con el compromiso– se presentó una idea inédita: la de la victoria total a toda costa. Ya no se trataba de obligar al enemigo a ceder, a retirarse, sino de causarle heridas incurables; no se trataba de humillarlo, sino de destruirlo. Este concepto de la victoria total condenaba a priori al fracaso cualquier intento razonable de poner fin, con un compromiso, a una inútil matanza. Cambió la guerra no sólo “cuantitativamente”, sino también, por usar el concepto hegeliano, cualitativamente. La idea no había nacido solamente por la exasperación de los jefes militares frente al fracaso o a la parálisis de batallas que habían considerado decisivas. Ni procedía de los gabinetes de los diplomáticos, de las cancillerías. Parecía levantarse desde las profundidades populares. Tenía un acento casi místico. Era ideológica. Consistía en demonizar al enemigo, hacer de la guerra de potencia una guerra metafísica, una lucha entre el Bien y el Mal, una cruzada». Augusto Del Noce recordaba en una nota inédita la victoria de esta idea con las siguientes palabras: «El rechazo de la complicidad con el mal coincidió para mí con la “huida sin fin” frente a lo que me parecía el mal, la progresiva destrucción de lo que quedaba del Sacrum Imperium. La lealtad al compromiso de agosto de 1916, antes de que para mí comenzara la escuela».
Reflexionando años después sobre todo esto, el socialista radical francés Anatole France dijo de Carlos: «Es el único hombre decente, surgido durante la guerra, en un puesto directivo; pero no se le escuchó. Deseó sinceramente la paz, y por eso fue despreciado por todo el mundo. Se perdió una ocasión estupenda».
La guerra continuaba y el emperador Carlos I vivía, con los soldados de todas las naciones implicadas, entre las ruinas y la muerte de las trincheras. Eran los años de las “noches violadas”, vividas en duermevela, en la otra parte de la barricada, por el soldado Ungaretti: «El aire está acribillado / como un encaje / por los escopetazos / de los hombres / retirados / en las trincheras /como los caracoles en su concha». En agosto de 1917, al final de la undécima batalla del Isonzo, el fotógrafo de corte Schumann vio a Carlos llorar ante los cadáveres carbonizados y desgarrados, y le oyó susurrar: «Ningún hombre puede responder de esto ante Dios. Yo pongo punto final lo antes posible». En Austria –y en casi toda Europa– había penuria de víveres; la pobreza, el hambre y la muerte eran las verdaderas vencedoras del conflicto. Carlos lo sabía, y redujo al mínimo el tenor de vida en su casa, donde su familia y él se alimentaban con las raciones de guerra. En el cuartel general de Baden, Carlos rechazó el pan blanco y ordenó distribuirlo a los enfermos y heridos y, ante sus oficiales desconcertados, comía tranquilamente el pan negro. Organizó cocinas de guerra, utilizó los caballos de la corte para distribuir el carbón en Viena, regaló y donó más de lo que podía permitirse.
Mientras tanto, el aliado alemán pensaba recurrir a armas más destructivas. Durante una comida con el gran almirante Alfred von Tirpitz, que quería convencerle a bombardear con aviones y submarinos las ciudades italianas, Carlos se negó y abandonó la mesa. Además de los desastres que veía todos los días, lo que le sugería evitar los bombardeos era su inteligencia política. Sabía que este tipo de ataques aceleraría la participación en la guerra de los Estados Unidos y que esto sería funesto para su país. Pero en Alemania nadie le hizo caso. En febrero de 1917 el kaiser Guillermo II ordenó poner en marcha sin ninguna forma de tolerancia la guerra submarina y hundir todas las naves que pasaran por las rutas atlánticas. Fue el gran error de los Imperios Centrales, porque Wilson decidió entrar en guerra al lado de la Entente, tomando, en la práctica, el puesto de Rusia que, en octubre del mismo año, será arrollada por la revolución, y en diciembre firmará con Alemania el armisticio de Brest-Litovsk. A pesar de todos los intentos de Carlos, no se alcanzó la paz con las armas de la diplomacia, sino con las de fuego.
En 1918 se llegó a la capitulación. En el Piave, en el Marne, en Armiens, en Vittorio Véneto y en todos los frentes el destino de Alemania y del Imperio austro-húngaro estaba marcado. Wilson enunció sus “14 puntos” para el mantenimiento de la paz mundial. Rumania firmó el tratado de paz con la Entente, Bulgaria se rindió, Checoslovaquia y Polonia declararon su independencia, Turquía firmó el armisticio y el Kaiser abdicó, permitiendo el nacimiento, el año siguiente, de la débil República de Weimar.
Los acontecimientos se precipitaron y Carlos se vio aislado mientras las calles de Viena se llenaban de gente que protestaba. El 11 de noviembre firmó un manifiesto en el que declaraba: «Reconozco a priori lo que el Austria alemana decida respecto a la elección de su futura forma de Estado. El pueblo ha asumido su propio gobierno por medio de sus representantes. Yo renuncio a cualquier participación en el gobierno del Estado. Contemporáneamente exonero de su mandato a mi gobierno austriaco». Fiándose de algunos políticos que le garantizaban el mantenimiento de la dinastía si dejaba públicamente al pueblo la libertad de decidir sobre su futura forma de Estado, Carlos firmó este manifiesto consciente de que no era una abdicación, que nunca hubiera firmado para no faltar al juramento hecho ante Dios cuando se convirtió en emperador. Su intención era retirarse momentáneamente de los cargos públicos para secundar la insistencia con que se lo pedían los hombres de gobierno y para evitar un inútil derramamiento de sangre. Pero el 12 de noviembre fue proclamada la caída de la monarquía y la tarde de ese mismo día Carlos tuvo que dejar Viena y retirarse a su castillo de caza en Eckarstau, a unos veinte kilómetros de la capital. Mientras tanto, la revolución estallaba en Hungría y los revolucionarios asesinaban al primer ministro Tisza.
En la Causa de Canonización se lee que «pese a toda esta situación el Siervo de Dios siguió rezando el Te Deum todas las tardes, y lo hizo cantar el 31 de diciembre de 1918 en acción de gracias por todo lo que había traído el año que se iba. Le habían propuesto dejar correr la cuestión, pero él respondió que en ese año se habían recibido muchas gracias que tenía que agradecer». Y a los que le preguntaban perplejos cuáles eran estas gracias, Carlos respondía: «Si este año ha sido duro, podría haber sido mucho más trágico para todos nosotros. Si estamos dispuesto a tomar de la mano de Dios lo que es bueno, también tenemos que estar dispuestos a aceptar con gratitud todo lo que puede ser difícil y doloroso. Además, este año ha visto el final tan suspirado de la guerra, y por el bien de la paz vale cualquier sacrificio y cualquier renuncia». Y Carlos tuvo que renunciar incluso a su permanencia en Austria, donde la situación era cada vez más peligrosa para su vida y la de su familia. El 23 de marzo de 1919 la familia imperial dejó el país en dirección de Suiza y el 3 de abril el gobierno austriaco decretaba oficialmente el exilio del soberano y la confiscación de sus bienes. Desde Suiza Carlos intentó dos veces volver a Hungría para restaurar el Reino. Lo hizo por insistencia de numerosos políticos, militares y ciudadanos de a pie, pero sobre todo de Benedicto XV, el cual, según el testimonio del último jefe de gabinete del emperador, «se manifestó varias veces sobre la necesidad de una restauración en Hungría». Los dos intentos fallidos de volver al trono los llevó a cabo en marzo y octubre de 1921. Así que no le quedó más remedio que el exilio. A los que en aquellos momentos estaban a su lado, les repetía: «Aunque todo se ha venido abajo, tenemos que dar gracias a Dios, porque sus vías no son las nuestras».
«El 19 de noviembre de 1921, fiesta de santa Isabel, se empezó a ver la isla del exilio […]. El emperador entrevé las dos torres cortadas de una iglesia. “¡Qué nostalgia me hace sentir esa iglesia!”, exclama. “Cuánto me recuerda las iglesias de mi país!”. Será desde luego una iglesia dedicada a la Virgen: vamos enseguida a verla”. Era Nossa Senhora do Monte, Nuestra Señora del Monte, la iglesia en la que pocos meses después va a ser enterrado». Así cuenta Giuseppe Della Torre (Carlo d’Austria. Una testimonianza cristiana, Milán, 1972), la llegada de Carlos a Madeira. Carlos vivirá otros cinco meses, y durante su estancia el pueblo se dio cuenta de que aquel hombre tenía algo más importante que el título imperial. «Carlos tuvo la ocasión de conocer a muchas personas; de entablar con todos ellos una relación humana, inmediata; de contagiar a todos con su personalidad, rica de sentimientos y de atención por el prójimo. Fue así como la simpatía llena de compasión que los habitantes de la isla le demostraron al principio a él y a su esposa, cambió pronto en entusiasmo manifiesto, que se encendió en los ánimos de todo el mundo». Allí estaban casi todos los ciudadanos de Funchal, aquel día de primavera de 1922. Quieren saludar una vez más a ese hombre que se había despedido de ellos y de la vida terrena pronunciando como sus últimas palabras un simple nombre: «Jesús».
Ya no hay imperios o emperadores que representen al pueblo cristiano en Europa y en el mundo. Aquel hombre, aquel emperador de 34 años, había conmovido a los habitantes de Madeira por algo que no tenían nada que ver con su título real ni con el poder que dicho título había significado. Quizá era el cariño con que pronunciaba ese simple nombre lo que les había llamado la atención durante esos cinco meses. Quizá era lo mismo que había conmovido a todos los que le habían conocido, en la corte o en las dolorosas trincheras de principios de siglo. Quizá la única defensa para el pueblo cristiano era precisamente el cariño por ese simple nombre pronunciado y tantas veces implorado por el último emperador.