Santos por las calles de Nueva York (VI): Bernard Quinn, apóstol de los negros de Brooklyn
TUVO QUE SUPERAR TODO TIPO DE DIFICULTADES EN SU TRABAJO PASTORAL CON LOS AFROAMERICANOS
Brooklyn es hoy en día el barrio más poblado de Nueva York, con alrededor de dos millones y medios de habitantes. Fundado hace más de tres siglos por emigrantes holandeses, fue una municipio independiente hasta 1898, cuando se unió a Manhattan, el Bronx, Queens y lo que entonces se llamaba Richmond (hoy conocido como Staten Island) para formar la gran ciudad que hoy conocemos.
A pesar de la unión con Nueva York, Brooklyn mantuvo siempre una fuerte identidad. Ha sido llamada City of Trees (La ciudad de los árboles), City of Homes (La ciudad de las casas) o también City of Churches (La ciudad de las iglesias). También mantuvo su propia diócesis, que había sido fundada en 1853, años antes de la unificación de la ciudad. Se trata de la única diócesis de los Estados Unidos que está formada por territorio urbano al 100% y, como tal, es experta en el trabajo con los miles inmigrantes que desde su fundación llegaban cada año en grandes cantidades a la ciudad de todas partes del mundo buscando mejores oportunidades y no siempre las encontraban.
En esta ciudad convertida en barrio trabajó pastoralmente y se santificó el sacerdote Bernard Quinn, que había nacido en 1888 en la ciudad de Newark, al norte del estado de Nueva Jersey, en una familia de inmigrantes irlandeses. Ordenado sacerdote en 1912, fue asignado a la diócesis de Brooklyn, en la que trabajó hasta que la primera guerra mundial lo llevó a presentarse como voluntario para capellán militar y en dicho servicio viajó al frente de Francia, donde fue herido en un ataque con bombas de gas.
A la vuelta de la guerra, pidió al obispo de la diócesis, Monseñor Charles E. McDonnell, el poder abrir una iglesia para negros, que iban llegando en grandes cantidades a la ciudad y empezaban a vivir en casas baratas de los barrios irlandeses, alemanes e italianos. Mirados con mala cara por los habitantes de aquellos lugares, por desgracia eran excluidos de sus servicios religiosos. No es algo de lo que la Iglesia se pueda enorgullecer, pero el racismo era algo todavía muy arraigado en la sociedad americana de aquel tiempo y, de rebote, entre los cristianos de las diferentes denominaciones, también los católicos.