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30.08.12

Las tensiones entre la iglesia y el fascismo (1931-1939)

LAS TORTUOSAS RELACIONES IGLESIA-ESTADO EN TIEMPOS DE MUSSOLINI

Las divergencias entre la Iglesia y el fascismo italiano -que ya desde sus comienzos mostraba sin disimulo su anticlericalismo propugnando en 1919 la incautación de los bienes eclesiásticos-, brotaron de forma violenta al comienzo de los años 20: En 1921 y 1922 comenzaron los episodios de ataques por parte de escuadrillas fascistas a algunas organizaciones católicas y en 1923 asesinaron a golpes a un sacerdote, don Giovanni Minzoni. Pero los ataques duraron poco en su forma más virulenta de esta primera etapa y ya en noviembre de 1922, en un discurso de Mussolini a miembros de su partido, hacía ver el error de atacar frontalmente a los católicos, por la mala imagen que daba ante la opinión pública. Una vez llegado al poder en octubre de 1923, el fascismo intentó congraciarse con la Iglesia ordenó el volver a colgar los crucifijos en las aulas de los colegios y en enero de 1923, conversaciones entre representantes del gobierno y la secretaría de Estado del Vaticano buscaron un modus vivendi pacífico que llevaría, con el paso de los años, a la firma en 1929 de los Pactos Lateranenses.

Pero las profundas diferencias, que habían sido silenciadas pero no eliminadas, volvieron a aflorar poco después de la firma por parte de Pío XI y Mussolini. Nacían los roces de las pretensiones monopolistas del régimen en materia de educación (que se oponían a las reivindicaciones de la Iglesia, confirmadas por Pio XI en la encíclica Divini illius magistri, publicada en 1929 seis meses después de la firma de los Pactos) y de la creciente injerencia del régimen en toda la vida italiana con la creación de un clima artificial de exaltación de la violencia y de la guerra y, después de 1936, de la servil imitación del nazismo y de su racismo.

Se trataba, en definitiva, no solo de defender los acuerdos de 1929, con los privilegios concedidos a la Iglesia y el apoyo, ya anacrónico, del brazo secular, no solo de la libertad de la Acción Católica, sino también de los derechos fundamentales de la persona humana y de combatir una vez más, como en el Syllabus de Pio IX, la concepción del Estado ético. La Iglesia, defendiendo su libertad, defendía de hecho al mismo tiempo los derechos naturales del hombre, la libertad del individuo y de la familia frente al Estado; esta doble perspectiva esta casi siempre presente y yuxtapuesta en los documentos pontificios. Lógicamente la divergencia tenía que ir agrandándose hasta hacerse insalvable a medida que el fascismo manifestaba con mayor claridad sus pretensiones totalitarias.

El temperamento de ambos jefes, fuerte y decidido como es sabido, tenía que agudizar necesariamente la situación. Entre los dos luchadores, Pio XI, lento en sus palabras y en sus gestos, cauto en sus intervenciones largamente meditadas y firmísimo en sus resoluciones, aparece muy superior a Mussolini, tan dispuesto a las declaraciones precipitadas e inclinado al exhibicionismo como mudable en sus intenciones y en sus líneas de acción. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado fascista, raramente del todo cordiales y marcadas siempre por una reserva reciproca (en la base el clero se dejo envolver algunas veces en el entusiasmo nacionalista, especialmente durante la guerra de Etiopia), tuvieron dos momentos de fuerte tensión: en 1931 por las amenazas contra la Acción Católica y en 1938-39 por las primeras aplicaciones de las leyes raciales que, prescindiendo de otros aspectos, violaban uno de los puntos del concordato.

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25.08.09

Las dificilísimas relaciones entre la Iglesia y el régimen de Hitler (I)

LA IGLESIA INTENTÓ SALVAR LO SALVABLE Y SE ENFRENTÓ CON FUERZA A LA MALA VOLUNTAD DEL RÉGIMEN HITLERIANO

El 28 de enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado Canciller alemán. Su partido, el nacionalsocialista, estaba en minoría, y Hitler sólo tardó tres días en convocar nuevas elecciones. El 5 de marzo las urnas le dieron 288 escaños, que no suponían mayoría absoluta en un parlamento de 647 diputados, pero aprovechó el incendio del Reichstag, atribuido a los comunistas pero en realidad organizado por los nazis, para declarar ilegal al partido comunista. Descartados así los 81 diputados comunistas, los nazis obtenían una mayoría absoluta por escaso margen –10 Escaños, con la que aprobaban una ley de plenos poderes. Un año después, el 2 de agosto de 1934, fallecía el presidente alemán, mariscal Hindenburg. Tan sólo una hora después se anunció que se unificaban los puestos de presidente y canciller en la persona de Hitler. Se convocó un plebiscito para ratificar esta medida, y, con la maquinaria de propaganda firmemente en manos del nazi Goebbels, el 19 de ese mismo mes el pueblo alemán votó afirmativamente por abrumadora mayoría. Con ello, Adolf Hitler se convertía en señor absoluto de Alemania hasta el aplastamiento de ésta en 1945.

Desde su aparición en la escena pública, a la jerarquía católica alemana no le pasó inadvertida la verdadera naturaleza e ideas de los nazis, máxime cuando el Papa Pío XI, a la vista de las convulsiones sociales con que empezaba la década de los 30, ya había advertido públicamente de las consecuencias que traería la prevalencia de «un duro nacionalismo, es decir, el odio y la envidia en lugar del mutuo deseo del bien» (discurso de Navidad de 1930). Los obispos, como sucede hoy en día, redactaban cartas pastorales cuando tenían lugar elecciones, recordando los criterios morales sobre el voto y las ideas que resultaban inaceptables para un católico, aunque sin señalar nombres propios. De particular relieve eran las pastorales del cardenal Faulhaber, por ser el arzobispo de Munich, cuna del nazismo. A diferencia de otras épocas, no puede decirse que los fieles católicos no entendieran el mensaje o lo recibieran con indiferencia. El fulgurante ascenso de la representación parlamentaria del partido nacionalsocialista se debió al voto masivo de las zonas protestantes, sobre todo Prusia, mientras que los católicos se decidieron sobre todo por el viejo «Zentrum» –nacido en la época de Bismarck, e instrumento decisivo para poner fin a su «Kulturkampf»–, y, en Baviera –zona católica y a la vez de bastante inclinación nacionalista y donde se gestó el partido nazi–, a este se le sumaba el partido populista bávaro, que obtuvo 19 escaños en 1933.

Poco después del triunfo nazi de 1933 se reunían los obispos alemanes en el lugar tradicional, Fulda. Se examinó la situación, y las preocupaciones se plasmaron en una carta colectiva del episcopado. No era una condena explícita, pero no carecía en absoluto de claridad. Examinando las doctrinas que se imponían, hay frases que no dejaban lugar a dudas, como la siguiente: «la afirmación exclusiva de los principios de la sangre y de la raza conduce a injusticias que hieren gravemente la conciencia cristiana». Por lo demás, se podía apreciar que los principales temores de los obispos eran dos. Por una parte, que el nuevo Estado totalitario acabase con las organizaciones católicas, especialmente las educativas. Y, por otra, que el nuevo régimen tratara de crear una especie de iglesia nacional y quisiera englobar en ella a todos, también a los católicos. Y, si los nazis ya habían dado pasos en la primera dirección, también había indicios de que el segundo temor era real, pues en algunos círculos protestantes, sobre todo prusianos, ya se hablaba de un cristianismo nacional para arios. Saliendo al paso con firmeza y rapidez de lo que parecían ser los prolegómenos de una nueva «Kulturkampf», los obispos alemanes también enviaron un mensaje no escrito, del que los nazis tomaron buena nota: la confirmación de su unidad, prácticamente sin fisuras. No resultaba prometedor intentar sembrar la discordia entre el episcopado. Para los hitlerianos, parecía una mejor vía de atacar a la Iglesia el intentar abrir una brecha entre los obispos alemanes y la Santa Sede. Esta fue una de las razones por las que Hitler vio con buenos ojos la posibilidad de firmar con la Santa Sede un concordato. Su propaganda empezó a preparar el terreno hablando de los pactos de Letrán con la Italia de Mussolini como «modélicos».

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