El siglo oscuro (y III): Un Papa con 18 años
CULMINA EL SIGLO X BAJO EL SIGNO DE LAS INTRIGAS
Juan XI Murió recluido en 935 y le sucedió el piadoso León VII (936-939), devoto hijo de San Benito. El árbitro y rey absoluto de Roma era Alberico, el hijo de Marozia, el cual, considerándose nuevo Augusto, empezó a llamarse Princeps omnium Romanorum. Se portó en todo como dictador, pero demostrando gran capacidad política y empleando su autoridad omnímoda en reformas beneficiosas. Redunda en honor suyo la protección que dispensó a los cluniacenses. Hizo venir de Cluny al abad San Odón, por cuyos consejos se guió muchas veces, y le cedió su propio palacio del Monte Aventino para que lo convirtiera en monasterio. San Odón se encargó de introducir la reforma en varios monasterios romanos, como el de San Pablo, y en Subiaco y en otros del sur de Italia, iniciándose así el formidable laboreo de la tierra inculta y áspera, que había de producir, pasada una centuria, espléndidas cosechas espirituales.
Bajo la sombra protectora de Alberico, que ponía su nombre en las monedas romanas junto al del papa, desfilan calladamente, pero con dignidad de pontífices, atendiendo cuidadosamente a los asuntos eclesiásticos y sin desentenderse de los generales de la cristiandad, como lo demuestran sus diplomas, Esteban VIII (939-942), un Marino II (942-946) y Agapito II (946-955). En este último pontificado se renuevan las acometidas de los árabes contra la costa del sur de Italia, cuando el emir de Sicilia, El Hasan, se apodera de la ciudad de Reggio y amenaza a toda la Calabria (950); otras dos veces desembarcan sus tropas en 952 Y 956, pero tiene que retirarse sin positivos resultados. En adelante serán los cristianos los que tomen la ofensiva para desalojar a los árabes de la misma Sicilia, empresa que no se verá realizada hasta después de un siglo.
Anotemos aquí que hasta en el litoral de Provenza (Fraxinetum) se había creado una colonia sarracena a fines del siglo IX, que, ayudada por moros españoles, hacía incursiones por el país comprendido entre los Alpes y el Ródano; y por más que en 942 fue atacada por Hugo, rey de Italia, y por los bizantinos, perseveró en sus posiciones, llegando alguna vez en sus algaradas a través de Suiza hasta el monasterio de San Gallo. Solamente en tiempo de Otón el Grande fueron expulsados de Freinet los últimos musulmanes (972).
Alberico, el dictador de Roma, tuvo un hijo, a quien le impuso el grandilocuente nombre de Octaviano. Como le destinaba para el trono, la educación que le dio fue profana, palaciega, propia de un príncipe temporal. No es, pues, extraño que el joven Octaviano, de pasiones ardien¬tes y algo brutales, contrajera los vicios que cundían en aquel ambiente. Y el mayor desacierto de Alberico fue el propósito que su hijo con la corona imperial ciñera también la espiritual. Reunió en San Pedro a los nobles romanos bajo la presidencia del Papa y les hizo jurar que a la muerte de Agapito II no elegirían a otro que a Octaviano. El primero en morir fue Alberico (954). Su hijo heredó el título de «Senador y Príncipe de todos los Romanos», y cuando al año siguiente bajó a la tumba Agapito II, el joven príncipe Octaviano, que contaría entonces dieciocho años, ciñó la tiara pontificia y se llamó Juan XII (955-964), pero desgraciadamente, al cambiar de nombre no cambió de conducta (no fue Juan XII el primer papa que introdujo esta innovación del cambio de nombre. Antes de él lo hizo Juan II, que se llamaba Mercurio. Después de Juan XII cambió de nombre Juan XIV, dejando el propio de Pedro, y lo mismo hicieron Gregorio V, que se llamaba Bruno, y Silvestre II, que se decía Gerberto; desde Sergio IV, antes Pedro, todos los papas después de su elección han cambiado de nombre).