Dom Columba Marmion: un monje que dejó huella en el siglo XX
Uno de los autores más populares y sólidos de espiritualidad del siglo XX fue, sin duda, el abad benedictino Columba Marmión. Joseph Aloysius, pues ese era su nombre de nacimiento, nació el 1 de abril de 1858 en Dublín, Inglaterra, en el seno de una familia numerosa y muy devota. Nadie podía imaginar que el recién nacido sería uno de los autores católicos sobre espiritualidad más famosos de los tiempos modernos. En el ambiente irlandés del s. XIX, no era extraño que alguno de los miembros de la familia fuera sacerdote o religioso. Columba, que tendría además tres hermanas monjas, entró en el seminario con dieciséis años, después de estudiar en un colegio jesuita.
Pronto demostró ser inteligente y estudioso. Por esta razón, fue enviado a estudiar al Pontificio Colegio Irlandés de Roma, donde terminó sus estudios en Teología y fue ordenado sacerdote en 1881. Desde joven vivió una honda espiritualidad. Era como si “estuviera consumido por una especie de fuego interior o de entusiasmo por las cosas de Dios”, como han explicado los que le conocieron entonces. Su entrada en el seminario reafirmó aún más esta fe, llegando a comprender que lo que estudiaba no era mera teoría, sino que en ello estaba lo más importante de la doctrina católica, “que el amor de un hombre por Dios se mide por su amor al prójimo”.
Y se puede decir que lo ponía en práctica, como se ve en la siguiente anécdota. Cuando contaba diecisiete años se enteró de que una de sus vecinas estaba pasando por enormes dificultades, incluso había sido citada en un tribunal por no poder hacer frente a sus deudas. Joseph tenía un dinero que había ido ahorrando poco a poco para hacer un viaje y, al enterarse de la noticia, se dio cuenta de que tenía que elegir entre ayudar a la vecina o disfrutar del fruto de sus ahorros. Después de darle vueltas toda la noche, decidió ayudar a la vecina.
En el seminario, estas actitudes no hicieron sino crecer, y es en esa época cuando vive un hondo cambio espiritual. Parece ser que un día, yendo a la sala de estudio, sintió “una luz infinita de Dios”, un fenómeno extraordinario de la presencia de Dios. Aunque la luz duró un instante, dejó una impresión indeleble en su vida. Este hecho sólo lo referirá lleno de emoción en los últimos días de su vida como acción de gracias. El joven seminarista era reservado a la hora de comunicar estas experiencias espirituales, a las que siempre restaba importancia.