InfoCatólica / Temas de Historia de la Iglesia / Categoría: América

25.07.13

En septiembre, el Cura Brochero sube a los altares

“EL CURA DE ARS DE ARGENTINA” (Juan Pablo II)

Entre los personajes que dejaron huella en la Iglesia latinoamericana del siglo XX, tiene un puesto especial por mérito propio el famoso “Cura Brochero” argentino, cuya causa de canonización llegará este próximo 14 de septiembre a la Beatificación.

José Gabriel del Rosario Brochero nació el 16 de marzo de 1840 en Villa de Santa Rosa, en las márgenes del río Primero, al norte de la provincia de Córdoba (Argentina). Sus padres fueron doña Petrona Dávila y don Ignacio Brochero y él era el cuarto de diez hermanos, que vivían de las tareas rurales de su padre, se trataba de una familia de profunda vida cristiana y dos de sus hermanas fueron religiosas. Fue bautizado al día siguiente de nacer en la parroquia de Santa Rosa y bromeando sobre el día de su bautismo decía que “de nacimiento era bien conformado y lindo de rostro pero como nací en un día de lluvia cerca de Santa Rosa en un lugar llamado Carreta Quemada, al llevarme al otro día a bautizar sobre una yegua negra, por el mucho barro la yegua resbalaba y en uno de esos tropiezos en que casi rodamos fue tal mi sobresalto que del susto y terror se me contrajo la cara y me quedo así de ahí en adelante”.

A los 16 años, el 5 de marzo de 1856, José Gabriel ingresó en el seminario “Nuestra Señora de Loreto” en la ciudad de Córdoba. Por aquel tiempo los seminaristas estudiaban en el Seminario latín y otras disciplinas eclesiásticas, pero las demás asignaturas debían cursarlas en las aulas de la Universidad de Trejo y Sanabria. Es en esa casa de estudios donde tendrá por camaradas y conquistará su indeclinable amistad a personas luego destacadas como el doctor Ramón Cárcano, gobernador de Córdoba y primer biógrafo del famoso sacerdote.

Durante sus años de seminarista en Córdoba, José Gabriel conoció la Casa de Ejercicios que dirigían los Padres de la compañía de Jesús. Experimentó personalmente la eficacia de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio y colaboró eficazmente con los sacerdotes que los dirigen. Así muy pronto, con la autorización de sus superiores y muy de su agrado fue “doctrinero” y “lector” durante los Ejercicios, es decir, el brazo derecho del sacerdote responsable de los mismos, labor que realizó, según lo que dijeron los que le conocieron entonces, con habilidad y dedicación.

El 4 de noviembre de 1866 el obispo de Córdoba le confirió el presbiterado, tras lo cual los tres primeros años de su sacerdocio los transcurrió en la ciudad de Córdoba, desempeñándose como coadjutor de la iglesia catedral. A fines de 1867 despuntaba en Córdoba el primer brote del cólera que segó más de 4.000 vidas en poco tiempo, fueron días de terrible aflicción, de pánico y mortandad nunca vistos en la capital y en toda la provincia. Esta dura ocasión puso a prueba el celo del joven sacerdote que se prodigó enteramente, jugándose sin miramientos la salud y la vida en favor de sus prójimos. Un testigo de aquellos momentos lo explicó después: “Brochero abandonó el hogar donde apenas había entrado para dedicarse al servicio de la humanidad doliente y en la población y en la campaña se le veía correr de enfermo en enfermo, ofreciendo al moribundo el religioso consuelo, recogiendo su última palabra y cubriendo la miseria de los deudos. Este ha sido uno de los períodos más ejemplares, más peligrosos, más fatigantes y heroicos de su vida”.

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12.06.13

Aquella gran aventura, "la ciudad de los muchachos"

HACE 100 AÑOS LLEGÓ A OMAHA (NEBRASKA) UN JOVEN SACERDOTE IRLANDÉS QUE HARÍA HISTORIA

El popular fundador de la “Ciudad de los muchachos”- iniciativa a favor de los niños pobres que en 1938 una película de Hollywood con el mismo nombre inmortalizó e hizo famosa en el mundo entero-, el P. Edward J. Flanagan, nació en Leabeg, condado de Roscommon (Irlanda), el 13 de julio de 1886. Nació de un parto prematuro y se temió por su vida, pero sobrevivió, aunque su salud nunca fue buena. Octavo hijo de una familia de 11, de padres granjeros, John y Nora Flanagan, acostumbrados al trabajo duro y devotos católicos, años más tarde, él escribirá sobre su familia: “Mi padre me contaba muchas historias que me interesaban como niño, historias de aventuras o sobre las luchas del pueblo irlandés por su independencia. De él aprendí la gran ciencia de la vida, con los ejemplos de las vidas de los santos, escritores y patriotas. Es en este momento de mi vida cuando aprendí la regla fundamental del gran san Benito: Ora et labora”. Todos los días rezaban el rosario en familia, como era habitual en las familias irlandesas católicas.

De condición frágil, en cuanto creció un poco su padre le encargó del cuidado del ganado de la granja, acompañándolo por los prados circundantes, lo que le dio tiempo para pensar, leer y meditar. Sobre ello, escribía en 1942: “Ese parecía ser el trabajo más adecuado para mí, que era el más delicado de la familia y no valía para otra cosa, probablemente con menos cabeza que los otros miembros de la familia”. En realidad no era cierto, pues tenía una gran capacidad para los estudios, fue a la escuela pública de Drimatemple, cerca de su casa y después, a los 15 años, al Summerhill College, en Sligo, en donde se graduó con honores en 1904.

Ese mismo año emigró a EE. UU. con su hermana Nellie, estableciéndose en Omaha, Nebraska, donde su hermano Patrick era sacerdote. Estas emigraciones forzadas por la pobreza del campo, que fueron parte de la idiosincrasia irlandesa en el siglo XIX y primera mitad del XX -de su cultura, su música y su literatura-, como veremos al hablar del P. Patrick Peyton, afectaron a la mayor parte de las familias irlandesas. Como contraposición, sirvieron para llevar la fe católica a países lejanos que hoy deben su fuerte presencia de Iglesia a aquellos inmigrantes irlandeses.

En Norteamérica decidió el joven Edward comenzar los estudios eclesiásticos, en primer lugar en St. Mary’s University en Emmitsburg, Maryland, después en St. Joseph’s Seminary en Dunwoodie, New York, en ambos lugares demostró una vez más su valía intelectual, si bien la salud no era buena y en St. Joseph’s contrajo una neumonía doble que le obligó a interrumpir un tiempo los estudios e ir a vivir con su hermana Nellie y su hermano Patrick. Posteriormente fue enviado a estudiar en Europa, primero en la Universidad Gregoriana de Roma -donde también tuvo problemas de salud por el invierno romano, por lo que volvió a EE. UU. y estuvo trabajando una temporada como contable en una empresa de carnes- y luego en la Lopold-Frantzen Universität, de Innsbruck (Austria), donde la altura de la ciudad le vino muy bien para la salud. Al concluir sus estudios en este último centro, en 1912, fue ordenado sacerdote con un grupo de jesuitas en la iglesia de San Ignacio de aquella ciudad.

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30.11.12

Santos por las calles de Nueva York: El sacerdote más popular del siglo XX

PATRICK PEYTON PROMOVIÓ EL REZO DEL ROSARIO ENTRE MILLONES DE PERSONAS

Pocos sacerdotes fueron tan conocidos en el siglo XX -y sin duda ninguno llegó a tantos millares de personas- como el mediático P. Patrick Peyton, el apóstol del rezo del rosario en familia. Supo usar los medios de comunicación modernos de su tiempo para difundir el mensaje que él veía más necesario en este convulso siglo: el poder de la oración para pacificar los hogares y el mundo entero.

Patrick Peyton nació el 9 de enero de 1909 en la parroquia de Attymass, Condado de Mayo, al oeste de Irlanda, sexto de los nueve hijos del matrimonio entre John Peyton y Mary Gillard Peyton. Su familia vivió en medio de la pobreza material, que se venía arrastrando desde la llamada “gran hambruna” o “hambruna irlandesa de la patata” de mediados del siglo XIX, provocada por una plaga natural en el cultivo de la patata, tan importante en aquel país, pero también por una respuesta negligente del gobierno inglés, que muchos historiadores han visto como claramente intencionada, de modo que algunos han llegado a hablar de intento de genocidio del pueblo irlandés.

Así, uno de los autores del informe sobre dicha hambruna elaborado en Nueva York a finales del siglo XX, afirmaba: “Es evidente que entre 1845 y 1850, el Gobierno británico aplicó una política de hambre masiva en Irlanda con la intención sustancialmente de destruir el grupo nacional, étnico y racial comúnmente conocido como el Pueblo Irlandés… Por lo tanto, durante los años 1845-1850, el Gobierno británico a sabiendas siguió una política de hambre masiva en Irlanda que constituyó actos de genocidio contra el pueblo irlandés en el sentido del artículo II de la Convención sobre el Genocidio [La Haya] de 1948”. Esta hambruna motivó dos millones de desplazamientos y otros tantos emigraron a Gran Bretaña, Estados Unidos, Canadá, Chile, Argentina y Australia en lo que se conoció como la Diáspora Irlandesa. Entre muertes y migraciones, Irlanda perdió más de un cuarto de su población.

Los Peyton vivían en una pequeña cabaña en medio del campo, cerca de las Ox Mountains y sufrían como tantos compatriotas suyos las consecuencias de la hambruna, a pesar haber pasado varias décadas. Por eso, como era habitual en las familias, varios hijos emigraron a Estados Unidos, precedidos por una de las hijas, Nellie, que se estableció en Pennsylvania. Pero la pobreza material contrastaba con la enorme fortaleza espiritual y unión promovidas e inspiradas por su padre, frutos del rezo diario del rosario. En una ocasión el P. Patrick contó que “En la aldea de mi padre donde pase mis primeros diez y nueve años, me llegue a sentir muy cerca de Dios. Los domingos, los caminos como los rayos de una rueda que llegan a su centro, estaban llenos de pequeños grupos de devotos caminando hacia la capilla que estaba al pie de una montana. En esa capilla el sacerdote y los feligreses, la misa donde escuchamos la palabra de Dios y el Tabernáculo reflejaban la presencia de Cristo. En mi casa, María se hacía presente cada noche mientras rezábamos el Rosario en familia.”

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18.08.12

Obispos y sacerdotes en el nuevo mundo

CLAROS Y OSCUROS EN EL CLERO DE LA AMÉRICA ESPAÑOLA

Son abundantes los estudios históricos acerca de muchas de las personalidades más relevantes del episcopado americano en el periodo español o de las mismas diócesis interesadas, pero ante una impresión de conjunto podemos resumir algunas ideas, en las que en general coinciden historiadores y tratadistas. El episcopado hispanoamericano de la época colonial, en general, es digno, religioso, celoso de las almas, de su clero y de la Iglesia, y contribuye apreciablemente a la buena marcha de los asuntos eclesiásticos y civiles. Algunos descuellan por su cultura, erudición, formación teológica o jurídica, por su amor a las artes y ciencias, y aun desempeñan cargos civiles.

Una buena parte, especialmente durante los primeros tiempos, proviene de las órdenes religiosas, cuya reforma, donde hizo falta, había sido ya acometida oportunamente en España desde los tiempos de los Reyes Católicos, y se perfecciona durante la restauración católica que siguió al concilio de Trento. Era muy frecuente que el presentado para el episcopado hubiese ido directamente a Indias antes de haber recibido las bulas, y allí, a instancias del Consejo de Indias y del rey, que “rogaba y encargaba” al cabildo catedral correspondiente a que le aceptaran como subdelegado suyo mientras llegaban las bulas pontificias, gobernaba la diócesis hasta que pudiera ser consagrado obispo. Era una de las curiosidades del ejercicio del Patronato.

Se le entregaba una copia del real patronato para que lo cumpliera con exactitud. Basta ver el índice del libro primero de la Recopilación de Indias, dedicado todo él a asuntos religiosos, para caer en la cuenta de la parte tan importante que dedica la legislación a lo relacionado con el episcopado, y de la manera de introducirse en cuestiones eclesiásticas, en algunas de ellas de modo exclusivo, de la autoridad civil. Consejos, exhortaciones, órdenes, aun amenazas, aunque en lenguaje generalmente mesurado, todo entra en aquellas leyes.

En Nueva España, por ejemplo, descollaron durante el siglo XVI tres insignes obispos: Don fray Juan de Zumarraga, don Pedro Moya de Contreras y don Vasco de Quiroga; en Méjico, los dos primeros; el tercero, en Michoacán. Los demás no fueron en conjunto de tanta altura. No conocían demasiado las lenguas indígenas y a algunos les acusan de ser influidos por sus parientes o de promover pleitos. Durante el siglo XVII, el episcopado mejicano, tal vez mas uniforme fuera de pocas excepciones, parece más mediocre, no reúne concilios a pesar de los deseos manifestados por Felipe III en 1621, se acomodan más al patronato (tal vez por haberse ya impuesto la costumbre), tienen choques con algunos virreyes por interpretaciones del patronato, edifican catedrales y templos y puede decirse que son dignos del honor que reciben del pueblo cristiano. Las cosas se han estabilizado más y no hay tantos choques. Veinticuatro de ellos han nacido en América, la mayoría en México, proporción bastante elevada para aquellos tiempos. Algo parecido puede decirse de los del siglo XVIII, de los que cuatro fueron virreyes durante algún tiempo. A veces aparecen con demasiado fasto, dan muestras de servilismo ante el poder, tienen más comunicación con Roma, enviando sus relaciones “ad limina”.

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27.05.11

Polémica y virtudes de un obispo santo

JUAN DE PALAFOX: PASADA LA POLÉMICA DE SIGLOS, HOY ADMIRAMOS SUS VIRTUDES

Personaje interesantísimo de la Iglesia española y americana del siglo XVII, la polémica acompañó al Beato Juan de Palafox (que ya casi podemos llamarle así a los pocos días de su beatificación) durante su vida y también después de su muerte: A causa de su enfrentamiento con algunos religiosos de la Compañía de Jesús durante el periodo en que fue obispo de Puebla de los Ángeles y posteriormente Arzobispo de México, sabido es tuvo que dejar aquellas tierras y volver a España en 1653, donde pastoreó la diócesis de Osma hasta su muerte algunos años después.

Recordemos que dichas disputas tuvieron su origen en su defensa de la Jurisdicción episcopal, lo cual sólo puede entenderse teniendo presente la responsabilidad del Obispo como ejecutor de las disposiciones del Concilio Tridentino. La negación de las órdenes religiosas a pagar los diezmos necesarios para la sustentación del clero diocesano y de solicitar las licencias episcopales necesarias para predicar y confesar le trajeron a Juan de Palafox grandes quebraderos de cabeza. El gesto de la designación de unos obispos usurpadores, los Conservadores (mayo de 1647), que llegaron a declarar Sede Vacante con el Obispo presente en el territorio, al que excomulgaron (lo que provocó que éste tuviese que esconderse por más de cuatro meses en San José de Chiapas), revestía una gravedad tal, que, según diagnosticaba Palafox, amenazaba la estructura misma de la Iglesia. Sobre el tema escribió Palafox mucho y muy claro, obligado a contrarrestar la propaganda de sus adversarios. Sin embargo, en la historiografía eclesiástica, su versión ha tenido menos eco que la contraria.

Debido a su papel en el contencioso mencionado, encontró la hostilidad de los jesuitas, lo que motivó su gran animadversión hacia ellos. En dos ocasiones (1647 y 1649) manifestó mediante quejas formales ante el papado de Roma sus desavenencias. Inocencio X, sin embargo, rechazó estimar sus censuras, y todo lo que pudo obtener fue un informe de 14 de mayo de 1648 que instaba a los jesuitas a respetar la jurisdicción episcopal. Como se ha dicho, en 1653 los jesuitas consiguieron su traslado a España.

Lo que algunos no saben sin embargo es que dicha disputa lo acompañó después de su muerte complicando y retrasando el proceso de canonización, que justamente se intentó comenzar por la fama de santidad que le había acompañado en vida y continuaba tras su muerte. De estas dificultades nos habla el P. Ildefonso Moriones, Postulador de su causa:

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